Karel Zeman fue un animador checo que desarrolló su carrera desde comienzos de los años cuarenta del pasado siglo hasta su muerte en 1989. Su figura ha sido injustamente olvidada por el cine occidental, si bien los conocedores de ese formato tienen una alta estima por sus sorprendentes producciones, que fusionaban de una forma única la animación tradicional con los actores de carne y hueso.
Zeman nació en Ostromer, en la actual República Checa, y su primer trabajo en animación fue para un anuncio de jabón. En 1943, aceptó un empleo en los estudios Zlin y en 1945 ya estaba dirigiendo sus propios cortos. Su primera producción importante, Un sueño de Navidad (1945), se proyectó en el primer Festival de Cine de Cannes, ganando el premio en su categoría. Después, creó una serie de animación stop motion protagonizada por un títere de madera, Mr. Prokouk, del que creó nueve cortos. En 1948, dirigió otro corto muy original, Inspiración, realizado con figuras de vidrio soplado.
Fue ya en la década de los cincuenta cuando creó los trabajos por los que es más conocido utilizando la técnica mencionada y que a menudo se inspiraban en las novelas de viajes, aventuras y ciencia ficción de Julio Verne. Entre sus títulos más notables de este periodo se encuentra el que ahora voy a comentar, Una invención diabólica, adaptación de la novela de Verne Ante la bandera (1896). Es la película checa más famosa fuera de su país y se ha dicho de ella que fue la producción más exitosa de la historia fílmica del mismo.
En la versión del siglo XIX que se nos presenta, nuevos y maravillosos modos de transporte como el ferrocarril, el vapor transatlántico, la máquina voladora y el submarino están popularizándose. El ingeniero Simon Hart (Lubor Tokos) viaja a un apartado sanatorio mental para visitar a su mentor, el Profesor Roch (Arnos Navrátil), inmerso en la investigación de un nuevo explosivo de inmenso poder basado en la liberación de la energía de la materia. Esa misma noche, unos piratas al mando del Capitán Spade (Frantisek Slégr) irrumpen en el edificio y secuestran a Roch y Simon. A bordo de un submarino y un velero después, los trasladan a su base secreta sita en una isla volcánica que emerge del mar y cuyo interior, al que se accede por un pasadizo submarino, está hueco. Por el camino, hunden un barco para apoderarse de su carga y recuperan a la única superviviente, Jana (Jana Zatloukalová).
El Profesor Roch, que ya no contaba con dinero para proseguir sus investigaciones, es astutamente manipulado por el villano principal, el Conde Artigas (Miroslav Holub), que le insta a terminar su explosivo y obtener así un poder destructor que le ayude en sus planes de dominación mundial (un objetivo que oculta cuidadosamente al pacifista científico). Simon, que ha sido abandonado en un lugar de difícil acceso dentro del inmenso cráter que ocupa el interior de la isla, tratará de escapar y avisar al mundo del peligro que suponen Artigas y su nueva arma.
Si Una invención diabólica consiguió tener cierta presencia más allá de los límites del entonces vigente Telón de Acero tras el que se encontraba confinado su país, fue gracias al favorable momento en el que apareció. El cine de aventuras norteamericano había empezado unos años antes a recuperar con gran éxito las novelas de Julio Verne, adaptándolas lujosamente y con actores de fuste. Esta corriente la inauguró Disney con su magnífica 20.000 leguas de viaje submarino (1954), a la que siguió La vuelta al mundo en 80 días (1956), de la MGM, ganadora del Oscar a la Mejor Película de su año. Aquel era un filón que merecía la pena explotar y así, durante toda la década siguiente, más novelas del inmortal escritor recibieron una nueva vida en forma de celuloide: De la Tierra a la Luna (1958), Viaje al centro de la Tierra (1959), El amo del mundo (1961), La isla misteriosa (1961), Cinco semanas en globo (1962), Los hijos del capitán Grant (1962), Chiflados del espacio (1967), El faro del fin del mundo (1971) o La isla misteriosa (1973).
Aprovechando la ola, el distribuidor norteamericano Joseph E. Levine obtuvo un éxito razonable comprando los derechos de Una invención diabólica, retitulándolo El Fabuloso Mundo de Julio Verne, añadiendo al metraje una presentación con un actor americano e incluyendo una voz en off además de un imaginativo “doblaje” al inglés de los diálogos de los actores checos. Para los carteles publicitarios, bautizó a la novedosa técnica de Zeman como “Mystimation”, si bien el propio director jamás se refirió a ella con ese nombre.
El resultado se estrenó en Estados Unidos en 1960, siendo recibido con unas críticas muy elogiosas que no bastaron para atraer al público a las salas. Sin embargo, sobrevivió en ese país durante años gracias a los pases en el horario infantil de los sábados por la mañana que tenían algunos cines. A comienzos de los setenta, algunas emisoras de televisión aún se atrevían a incluirla en sus parrillas, pero el hecho de que fuera en blanco y negro le hizo perder popularidad tanto ante los programadores como ante el público más joven, lógicamente proclives al color. Después de eso, la película se esfumó en el limbo hasta que la dignificación de la animación y el trabajo de sus estudiosos la recuperaron, elevándola al estatus que merece.
Cualquiera que vea Una invención diabólica se quedará impresionado por la originalidad de su estética, una reproducción del estilo de los grabados y litografías de Leon Benett, Alphonse de Neuville, Edouard Riou y George Roux que acompañaron a las antiguas ediciones de los libros de Verne. Zeman replica no sólo los diseños de esas ilustraciones sino su textura, de tal forma que las olas del mar, los cielos o los fondos tienen esas líneas, tramados y grumos característicos de las litografías. Ni siquiera cae en la tentación Zeman de aplicar el color que ya era general en las producciones animadas de la época y prefiere en cambio respetar el blanco y negro en aras de conservar la fidelidad respecto a las ilustraciones originales. Esa factura visual que consigue dotar de vida y movimiento a los antiguos grabados es única y diferente a todo lo que había podido verse hasta ese momento en animación (y a lo que vendría después).
Igualmente, Zeman dirige de forma magistral la mezcla de animación tradicional, stop motion y actores en entornos reales. Tanto, de hecho, que el resultado sigue sorprendiendo hoy, en plena época de los efectos digitales. Los actores –o sus versiones animadas– evolucionan entre decorados que mimetizan, se superponen y fusionan con los segmentos de pura animación, como si fuera una sofisticada obra teatral en la que nunca se tiene muy claro qué es un atrezzo, qué es decorado pintado y qué es dibujo realizado sobre un cell. El talento de Zeman para mantener al espectador inseguro acerca de lo que está viendo lo acerca a la genialidad.
Las adaptaciones de obras de ciencia ficción de Julio Verne que se realizaron durante este periodo fueron antecesores directos de lo que cuatro décadas después pasaría a conocerse como steampunk, ese subgénero que reimagina la época victoriana con nuevas tecnologías basadas en el vapor y la electricidad y que, a su vez, derivaría en toda una subcultura, moda incluida.
De entre todas ellas, Una invención diabólica es quizá la evocación más pura del steampunk en el mundo del cine porque no sólo recoge el espíritu de aventura romántica con tintes fantásticos de Verne, sino la propia estética de las ilustraciones que ayudaron a soñar a sus primeros lectores. Así, Karel Zeman pone en pantalla diversas máquinas, aparatos, vehículos y artilugios absurdos extraídos de la fantasía de un ingeniero victoriano y que se convertirían en la esencia que alimentaría el trabajo de muchos escritores e ilustradores años después.
La película está repleta de maravillosas invenciones, especialmente en la secuencia de apertura, en la que el ingeniero Hart, mientras viaja a su encuentro con el Profesor Roch, contempla asombrado los frutos del progreso en la forma de submarinos, barcos de vapor, bicicletas voladoras o aeronaves impulsadas y sustentadas por bosques de hélices. Más adelante, se ven submarinos que utilizan propulsores en forma de aletas de pez, buzos que se trasladan por las profundidades pedaleando sobre vehículos similares a torpedos, primitivos proyectores de cine o salas de máquinas con poderosos pistones y ruedas. La secuencia más deliciosamente delirante es aquella en la que Hart escapa de la isla robando un traje de buzo y recorriendo el túnel de salida. Con unos fondos submarinos muy elaborados y una hipnótica mezcla de animación y acción real, el héroe pelea y cae herido antes de ser rescatado por un submarino de bolsillo enviado por las grandes potenciales mundiales que se infiltra por el pasadizo y se enzarza en un combate con otro de mayor tamaño y forma ahusada.
En cuanto a la historia, se trata de una adaptación razonablemente fiel aunque muy simplificada de Ante la bandera, un libro de Verne poco conocido pero interesante del que ya hablé en otra entrada y a la que me remito para más información. La narración en primera persona de Hart al comienzo de la película revela que estamos en un universo en el que conviven varios de los más geniales inventores y exploradores de las novelas de Verne, como el Capitán Nemo, Barbicane o Robur. De hecho, aparece la aeronave de este último y se integran en la trama escenas tomadas de Veinte mil leguas de viaje submarino, como la del kraken, el paseo en busca de tesoros o la embestida del sumergible contra un navío (esta última nunca llegó a mostrarse en la adaptación de Disney, siempre cuidadoso de no trastornar la mente juvenil).
Toda la trama está punteada por momentos de humor que sugieren que Zeman sabía reírse del propio espíritu de la historia que estaba adaptando. En la escena del tren en el que un pistolero agujerea el periódico de un gentleman y éste continúa leyéndolo como si nada, se recrea a la perfección –al tiempo que se ríe de ello– esa imperturbable flema ante el caos circundante que constituye la esencia del caballero victoriano. En otra, vemos a Jana, prisionera de unos piratas pero aun así tranquila, extender su ropa húmeda sobre un cañón y utilizar el escobillón caliente para plancharla; una grúa que recoge delicadamente el lápiz que ha dejado caer un ingeniero y se lo devuelve; o ese perfecto instante en el que Hart escala trabajosamente el farallón hasta la ventana del dormitorio de Jana y ésta, pudorosa, le hace quedar colgado del alfeizar hasta que termina de vestirse.
Eso sí, hay que ser consciente del tipo de producto de que se trata. Siendo una delicia visual, es cierto que sus 78 minutos de metraje transcurren a un ritmo lento que poco se parece al dinamismo narrativo que por entonces exhibían, por ejemplo, las producciones animadas de Disney o Warner. La escasez de diálogos impide una adecuada caracterización y los personajes no son más que figurines de cartón piedra, bocetos en un storyboard que han cobrado vida pero con los que resulta difícil simpatizar o preocuparse por su destino. Hay que abordar esta película, por tanto, no en base a su trama o sus personajes sino como una maravillosa recreación y homenaje al mundo de Verne cuyo auténtico y único atractivo es su estética y su peculiar técnica.
Su original combinación de técnicas y el amor que transmitió en sus películas tanto por la estética decimonónica como por el espíritu de la novela de aventuras de ese siglo y la obra de Verne en particular, hacen de Karel Zeman el heredero legítimo de Georges Méliès. Su influencia llega hasta hoy, habiendo sido su discípulo más notable Terry Gilliam, quien utilizó esa técnica en las animaciones que aportó al programa televisivo de los Monty Python.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.