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«36-39 Malos tiempos» (2007-2009), de Carlos Giménez: Radiografía del hambre y el horror

Mi padre, como Carlos Giménez, también vivió la posguerra en el bando de los vencidos: y como todos los niños –afortunadamente– desideoligizados, a él, hijo de minero asturiano que se salvó del paredón por milagro, también le gustaban los desfiles de los militares, disfrutando en su mentalidad inocente la pompa y marcialidad de los vistosos uniformes más allá de su tenebrosa simbología; transformando en motivo de juego y colorista alegría aquello que no era sino icono del Terror vigente. Mi padre de niño quería formar parte de los Camisas Azules, desfilar con ellos y jugar con sus armas. Cuando le comentó a mi abuelo que de mayor le gustaría hacerse falangista, mi abuelo no dijo nada: sólo le dio un tremendo hostión que, de manera espontánea, acabó con las ganas de mi padre de unirse a ningún grupo. Ni a los Boys Scouts hubiera solicitado ya la admisión.

Existe una generación de autores españoles, hijos de la Guerra Civil Española y su posguerra, cuya mirada ha quedado tan marcada que uno sólo puede leer los estragos del pasado en ella: si Carlos Giménez o, por poner otro ejemplo muy similar, el escritor Juan Marsé te miran directamente a los ojos, ves en ellos la mirada del hambre, de un hambre sufrida en la niñez, en persona o vicariamente, y que ha persistido incólume en esos rostros curtidos por las desgracias primeras, el triunfo profesional (¿pero qué hace el triunfo sino embalsamar la mirada primigenia?) y cierta sabiduría totémica.

“Bien comidos”, define Giménez (en un prólogo maravillosa y significativamente titulado: “Guapos y feos”) a los herederos de la fábrica de fajas que forman la parte inicialmente privilegiada del elenco de personajes en la primera entrega de la tetralogía 36-39 Malos tiempos, para a continuación comparar sus figuras apolíneas con las contrahechas y maltratadas de la masa obrera. Y no es casualidad, claro. También fusilado el señorito, “aun en la muerte destacaba de los demás”. El hambre definía casi siempre las figuras, y Giménez sigue fiel a esa pauta del determinismo social para definir sus personajes.

De las guerras históricamente recientes han surgido muchas obras artísticas ejemplares. Los muertos indiscriminados que el cineasta Paul Verhoeven se encontraba en la cuneta camino del colegio en su Holanda natal le sirvieron para crear su más reciente alegato ya no contra la guerra, sino casi contra el hombre, en su obra maestra El libro negro; pero además su otra obra maestra Starship troopers es, antes que una película de aventuras bélicas en el espacio, una crónica de la deshumanización (o superhumanización, dependiendo del cinismo del observador) que la guerra provoca en el ser humano.

¿Qué interés tiene 36-39 Malos tiempos para el lector actual, aparte de constatar una vez más la buena forma artística en que se encuentra su autor sexagenario? ¿Qué interés tiene para un lector joven, para un lector que no vivió la guerra, ni tampoco la posguerra, ni siquiera una interminable dictadura?

36-39 Malos tiempos nos describe una época que siempre tiene posibilidades de volver, que siempre puede estar a la vuelta de la esquina, por mucho que nos parezcan aquellos unos malos tiempos superados para siempre.

Carlos Giménez hace “inventario de la inmoralidad” de un período maldito donde la miseria humana encontró el momento propicio para fluir inmune: pero él no se fija en los grandes nombres de la Historia, en los famosos por derecho ni en los infames por las fuerza; él rebusca en la trastienda de las vidas comunes, donde pasaron la guerra la mayoría de españoles, los que de verdad la sufrieron. En las dos trastiendas, la “republicana” y la “nacional”. Con el saber hacer de un contador de historias vocacional, juglar de muchas historias ajenas, con algo de distanciamiento jocoso sobre los hechos ‒un distanciamiento jocoso que las generaciones más jóvenes, más pretenciosas y más airadas en muchos casos, no tienen‒ pero con la mayor de las cercanías emocionales para con todos sus personajes, Giménez desgrana un catálogo de comportamientos sórdidos que pueden canalizarse abiertamente en una época donde el caos es premiado y las masacres están al orden del día.

Quizá sea una visión excesivamente masculina, quizá en ocasiones la visión del sufrimiento femenino caiga a veces en postales del horror involuntariamente kitsch (véase la viñeta de Paquita, la “obrera embarazada”, en la página 8, síntesis algo relamida del ultratípico conflicto humano que ha dado pie no sólo a grandes melodramas folletinescos, sino también a futuros héroes revolucionarios como Doroteo Arango, cuya hermana violada fue el origen de su inmortal leyenda como Pancho Villa).

Nos vamos a encontrar también en esta saga de cuatro álbumes, catálogo brutal del sinsentido de las guerras, con varios momentos desgraciadamente habituales pero ineludibles de la nuestra: el rico “chulo” que abusa de sus empleados; los onerosos “paseos” de madrugada que daban milicianos y falangistas, y de los que el infortunado invitado no solía volver; las venganzas personales, en uno y otro bando, en uno ignoradas y en el otro directamente premiadas, que tejieron tantas tragedias y odios personales… Y también asistiremos a episodios tan inolvidables como el de “El frutero”, preciosa metáfora de hasta qué punto una guerra acaba perdiendo su índole de hecho excepcional en la vida de las gentes.

Pero una obra de Giménez no sería tan memorable si no fuera por su maestría para aderezar el más terrible de los sucesos narrados con un sentido del humor casi poético o, por decirlo de manera menos tosca, con cierta poética de la ternura con que redime a sus personajes y, por ende, a la especie humana. Ahí nos encontramos la razón de su capacidad para conmover y para convertirlo en uno de los autores más queridos por los lectores. El horror a través de Carlos Giménez es una experiencia traumática pero también inspiradora.

Dice Giménez, en una arenga vehiculada a través de su personaje más neutral, que “el miedo es lo que nos transforma en bestias”. Pero dice también, más bien grita en negrita, dejando claro que desde su punto de vista siguen habiendo culpables con mayor culpa que la de los demás: “¡¡MALDITO SEA EL QUE EMPIEZA UNA GUERRA!!”. Quien vea en ello una declaración de intención ideológica, no sabe cuánto se equivoca.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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