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Opus Morricone

El cine puso en movimiento la fotografía y todo cuanto en ella provenía de la pintura. Llevó al tiempo, a su flujo dinámico, lo que estaba detenido para ser mejor contemplado. Filmar era y es imitar lo que pasa, lo que pasa de largo, lo que está vivo y transcurre. Por eso, desde el comienzo, el cine atrajo a los músicos, ya que la música es, precisamente, el arte temporal por excelencia. La primera partitura hecha para la pantalla data del período mudo y se debe a Camille Saint-Saëns, un compositor académico atraído, sin embargo, por la novedad. Resultaba lógico: el cine se había inventado en el siglo XIX y Don Camilo era un músico decimonónico.

Otros compositores cumplieron con esta seducción. Ibert y Satie nos dejaron deliciosas partituras hechas cuando aún el cine no hablaba. Honegger, Prokofiev, Turina, Pizzetti y tantos otros lo hicieron más tarde. Sólo subrayo un ejemplo en una película de nuestra lengua, la banda de Silvestre Revueltas para Vámonos con Pancho Villa de Fernando de Fuentes, una suerte de oratorio laico y masivo, de un patético populismo basado en las coplas anónimas de la revolución mexicana.

La reciente desaparición de Ennio Morricone es óptimo pretexto para repensar este necesario maridaje entre dos artes del tiempo, a la vez que señalar cómo el cine ha conseguido producir un oficio tan peculiar como el de músico cinematográfico, el que tiene que componer sujeto a duraciones e imágenes, ambas impuestas, pero que luego no pueden existir sin su sonoridad. Es una relación de amor. Quevedo lo dijo –respecto al amor, no al cine–: señorío y servidumbre.

Morricone tuvo, como todos los mejores, al menos dos cualidades: narración y clima. Supo componer a favor de la ocurrencia, de modo que el espectador no se viera obligado a prescindir de la imagen para tararear la música. Y, además, consiguió dar a la imagen un entorno invisible a modo de clima que afecta al imaginario del mismo espectador: el calor del trópico, la humedad salitrosa del mar, el aire irrespirable en una batalla de artillería hasta el mínimo formato de una balacera, el quietismo místico en un monasterio de misioneros. Hagamos la prueba de imaginar una de sus escenas sin su música, aunque conservando el diálogo y los ruidos, las voces y las vibraciones indeterminadas, digamos que premusicales. La narración, hasta la realidad misma de la presencia que sea –gente, paisaje– se habrán malogrado, quedarán como un balbuceo visual en que lo audible naufraga y se despieza. La servidumbre del compositor se habrá hecho señorío.

Al revés, cuando escuchamos cualquiera de sus bandas sonoras, si conocemos el filme de procedencia, la película se nos recompone. Evocamos La misión, La batalla de Argel, Érase una vez en América. Ya lo visto y lo oído se nos habrán vuelto indisociables. Más aún: nos parecerá que tantas obras maestras de la pintura se han puesto a clamar por una banda sonora. La callada música de Las Meninas o los “fotogramas” de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina exigen que Ennio Morricone se ocupe de ellos.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")