En las dos últimas décadas del siglo pasado se empezó a extender en el cine de Hollywood la idea de que era necesario escribir guiones que tuvieran una estructura sencilla. Se trataba de una necesidad comercial: la industria del entretenimiento norteamericana quería que sus películas pudieran interesar a cualquier persona de cualquier lugar del mundo, sin distinción de culturas, credos o ideologías.
En los años sesenta y setenta el cine había roto muchas convenciones y se había vuelto más arriesgado y personal, no sólo en Estados Unidos, sino en especial en Europa y Japón. Pero ese atrevimiento no se reflejó en la taquilla, por lo que poco a poco se fue adoptando un modelo más convencional, en gran parte basado en modelos como el viaje del héroe, que resultaban más asequibles al gran público.
En este sentido, destacaron cineastas como Steven Spielberg y George Lucas, que lograron llenar las salas de nuevo. Pero el modelo del viaje del héroe y las películas de género (ciencia ficción, aventuras) no era suficiente para que Hollywood recuperara la hegemonía universal. Hacía falta una fórmula básica, fácil de repetir, que se convirtiera en un modelo con el que construir películas capaces de atraer a cualquier tipo de público en cualquier lugar.
La estructura que más éxito tuvo fue la que propuso Syd Field en su Manual del guionista, que él mismo bautizó como “el paradigma”, sin duda influido por las teorías que el filósofo de la ciencia Thomas S.Kuhn expuso en La estructura de las revoluciones científicas.
Kuhn opinaba que la ciencia, la gran ciencia al menos, no avanza dando pequeños pasos teóricos que van puliendo poco a poco nuestra visión de la naturaleza, sino que se mueve siguiendo corrientes dominantes, explicaciones globales a las que llamó paradigmas. De este modo, el paradigma newtoniano fue sustituido por el paradigma relativista de Einstein y el de la física cuántica de Schrödinger y Bohr.
Acerca de la obsesión por la estructura que se dominó casi todas las disciplinas (antropología, psicología, filosofía, sociología…) y su trasvase al mundo del guión he hablado en Estructuralismo narrativo, pero aquí sólo me refiero a la estructura que descubrió o fabricó Syd Field y que llamó paradigma, para dotarlo de un cierto barniz científico.
¿En qué consistía el paradigma de Field, esa fabulosa herramienta que durante más de veinte años utilizaron cientos de guionistas y miles de asesores como si fuera una verdad revelada o como la ciencia aceptada por todos? Más o menos en lo siguiente:
Si la película dura 120 minutos, el guión deberá tener también unas 120 páginas, con un primer acto o planteamiento de 30 páginas, un segundo acto de 60 y un tercero de 30. A ello hay que sumarle dos puntos de giro, uno al final del planteamiento y otro al final del segundo acto. Un punto de giro, plot point o turning point es algo que hace que la línea narrativa cambie de manera más o menos radical: una decisión que toma el protagonista, un acontecimiento inesperado, la revelación de un secreto importante, etcétera.
No es lo único que hace falta, porque a ello hay que sumarle el control de la producción, distribución y exhibición y mucho dinero: Hollywood en los años 80 empezó a gastar hasta el 40% del presupuesto en publicidad para sus películas, situando el listón a una altura inalcanzable para cualquier otra cinematografía.
Ahora bien, la estructura en tres actos no sólo consistía en tres actos con dos puntos de giro, sino que se trataba también de contar historias que no plantearan al espectador ningún problema, aparte de la transitoria preocupación por los personajes y sus peripecias. Esta manera de escribir guiones, que se impuso durante casi tres décadas en Hollywood, y también en la televisión convencional, ha sido llamada por Ken Dancyger “estructura en tres actos reparadora” (“Three Acts Restorative Form”), que en ciertos contextos se podría traducir con más precisión por terapéutica, curativa o reconstituyente, porque hace que el espectador salga feliz y satisfecho del cine.
Con la conciencia tranquila, bien content, como decía el dramaturgo Eugène Scribe hace casi dos siglos, y como casi siempre intenta Steven Spielberg, porque en ningún caso quiere que un niño tenga pesadillas tras ver una de sus películas. La estructura terapéutica o reparadora logra que la audiencia no tenga malos sueños y por ello ofrece un rayo de esperanza y una redención final.
La estructura en tres actos reparadora adoptó casi siempre el paradigma de Field de los tres actos con sus puntos de giro (aunque las recientes investigaciones de Kristin Thompson han revelado que la mayoría de las películas de Hollywood no tienen tres, sino cuatro actos). El primer acto es el planteamiento, el segundo la confrontación y el tercero la resolución. Cada acto comienza bajo para ir ascendiendo. Existe un personaje central o protagonista que debe cambiar y los puntos de giro sirven para mostrar ese cambio.
Como es sabido, también el teatro griego buscaba la catarsis del espectador, su curación tras la crisis que sufría en el trascurso del drama. Pero la estructura reparadora o curativa de Hollywood no pretende plantear al espectador verdaderos dilemas que traspasen la frontera de la ficción, y si se llama así es tan sólo porque, una vez terminada la película, todo vuelve a su sitio, el universo se ordena y el espectador puede salir de la sala satisfecho, preparado para continuar con sus asuntos cotidianos tras los vaivenes emocionales vividos en la sala de cine. La narración se construye alrededor de las necesidades y deseos del personaje, de los obstáculos y enemigos que encuentra en el camino, pero se minimizan los aspectos sociales y políticos, evitando cualquier planteamiento arriesgado que pueda inquietar realmente al espectador.
El esquema de situaciones en la estructura reparadora es siempre preciso y previsible: el protagonista comienza siendo reflexivo y dubitativo, al menos respecto a la tentación que se le ofrece, pero en cuanto cae en ella (por lo general en ese punto de giro al final del primer acto) empieza a dar tumbos de un lado a otro llevado por el ciego entusiasmo o la inconsciencia, y así continúa, convertido casi en un idiota, hasta que se da de bruces con el segundo punto de giro, el del final del segundo acto, que le precipita en su momento más bajo.
En el tercer acto, recupera milagrosamente la cordura perdida durante cerca de una hora e intenta salir del pozo en el que se encuentra; afortunadamente, tiene también algún tipo de revelación: quiénes son sus amigos, quiénes sus enemigos, quién es en realidad y cuáles son sus verdaderas cualidades. Se dedica entonces con empeño y ardor a solucionar todos los problemas planteados, cosa que siempre logra, aunque ello obligue a los guionistas a concentrar en apenas quince o veinte minutos una muy improbable sucesión de acontecimientos significativos.
Normalmente el héroe soluciona antes su problema interno y después el externo, primero confía en “la Fuerza”, como Luke Skywalker, y después hace blanco en la Estrella de la muerte, lo que le lleva a la redención. Esto no implica necesariamente un final feliz, aunque suele ser lo habitual en el cine más comercial de Hollywood.
Con el tiempo, sin embargo, esta perfecta estructura curativa, este paradigma irrefutable, entró en crisis, precisamente debido a su éxito universal e indiscutido. Pero esa es otra historia.
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