Los dos textos clave del siglo XVIII relacionados con la ciencia-ficción son, por una parte, Micromegas (escrito en 1730 pero publicado en 1750) de Voltaire y, por otra, Travels into Several Remote Nations of the World (comúnmente conocido como Los viajes de Gulliver, 1726) escrito por Jonathan Swift.
El resto de viajes extraordinarios publicados en el siglo XVIII, aunque interesantes, no eran más que acumulaciones de nuevas maravillas y prodigios a una historia por lo demás muy conocida. Swift y Voltaire, sin embargo, reescribieron las reglas de la ficción especulativa liberándola del literalismo de los poetas científicos y las ataduras del pensamiento religioso.
Los viajes de Gulliver sigue siendo hoy una de las novelas más famosas del siglo XVIII y un clásico de la Literatura universal. El gran viajero Lemuel Gulliver sale de Inglaterra y navega por el mundo. Náufrago en la isla de Lilliput, descubre un reino de gente diminuta; se alía con ellos en su guerra contra el igualmente pequeño estado de Blefuscun. Pero a pesar de ello y de salvar muchas vidas apagando un fuego en el palacio real orinando sobre él, cae en desgracia en la corte y el rey le condena a que le saquen los ojos. Gulliver decide huir y consigue regresar a Inglaterra.
En el segundo volumen, el protagonista llega a la tierra de los Brobdingnags, donde todo, incluidos sus habitantes, tiene un tamaño gigantesco. En el tercer libro, Gulliver emprende un nuevo viaje en el que encuentra varias islas, como Balnibarbi, sobre la que a su vez flota la isla de Laputa gracias a sus ingenios magnéticos. En el cuarto y último episodio, encuentra una raza utópica de caballos inteligentes, los Houyhnhnms.
Los críticos están divididos a la hora de considerar los viajes de Gulliver como ciencia-ficción. Para algunos, la intencionalidad de la obra es exclusivamente satírica o moral, no especulativa. Ciertamente, Jonathan Swift ataca con un humor corrosivo la naturaleza humana, los relatos de viajes tan populares en la época y la propia ciencia. Es también un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar novela planetaria, muy cultivada en el siglo XVIII a menudo con tono burlesco y socarrón. Pero todo ello no es razón para excluirla del género toda vez que sí contiene especulación en el libro y que ésta y la sátira no son mutuamente excluyentes, especialmente dentro de la ciencia-ficción.
Se ha afirmado también que Los viajes de Gulliver es una obra acientífica o incluso anticientífica sobre la base de que en los primeros dos capítulos la ciencia ni siquiera aparece y que en los siguientes el autor ridiculiza la vida en la isla de Laputa (científicos tronados obsesionados por la filosofía natural) en contraste con la pureza reinante entre los equinos Hoyhnhnms, tan ajenos a la sabiduría técnica que ni siquiera han descubierto la metalurgia. Estos argumentos no se sostienen por cuanto existen abundantes ejemplos de obras adscritas claramente a la ciencia-ficción en las que o bien no existe ciencia o bien se abjura de la misma (recordemos el clásico La Tierra permanece, de George Stewart).
No sólo eso, sino que Swift describe a los liliputienses como excelentes matemáticos y hábiles constructores de máquinas; tanto ellos como los brobdingnagianos disfrutan de un alto nivel técnico, si bien con carencias que dan lugar a episodios cómicos (el asombro de los primeros con el reloj de Gulliver o el desinterés del rey gigante por los cañones).
En lo que existe menos desacuerdo es en el encuadramiento del tercer episodio dentro de los esquemas propios de la ciencia-ficción. Después de haber sido asaltado por piratas en el mar del Sur de la China, Gulliver llega a las costas de un país llamado Balnibarbi. Apenas ha puesto un pie en tierra firme cuando aparece la isla voladora de Laputa
El escritor había sacado la idea de la isla flotante de los experimentos magnéticos realizados por el físico inglés William Gilbert. Laputa puede ser considerada como un planeta o como el producto de una avanzada tecnología. Dispone de su propia geología, lo que apunta a la primera posibilidad, pero sus galerías de observación e instalaciones son propias de un vehículo aéreo. La relación física entre Laputa y Balnibarbi apunta a un modelo planetario –aunque la fuerza no es la gravitación newtoniana sino el magnetismo–, pero el que los científicos laputianos puedan modificar la posición de la isla la convierte en un artefacto volador.
Así, hay quien ha apuntado que quizá la isla de Swift sea la primera nave que aparezca en la ciencia-ficción, una colonia espacial de individuos tecnológicamente superiores, aunque lo más probable es que el propósito de Swift fuese ridiculizar los esfuerzos contemporáneos para construir vehículos voladores. Uno de ellos, propuesto en el siglo XVII por el jesuita alemán Athanasius Kircher, basaba su diseño en el mismo principio magnético que Laputa.
No solamente su hábitat es muy parecido al de una nave espacial, sino que los propios habitantes de Laputa son más parecidos a alienígenas que a humanos. De hecho, son mucho más extraños que los liliputienses, los seres gigantes o los caballos inteligentes que aparecen en sus otros viajes. Con sus cabezas inclinadas, un ojo mirando hacia dentro y otro hacia el cielo, la mente de estos hombres está constantemente ocupada. Ataviados con extravagantes túnicas estampadas con soles, lunas y estrellas, se pasan la vida absortos en reflexiones matemáticas y astronómicas: «sus aprensiones nacen de los diferentes cambios que ellos temen, con verdadero horror, en los cuerpos celestes. Por ejemplo: que andando el tiempo, la Tierra, por los continuos acercamientos del Sol hacia ella, acabará siendo absorbida o engullida; que la superficie del sol se cubrirá gradualmente de una corteza con sus propias emanaciones y no dará más luz a la Tierra; que a la Tierra le faltó muy poco para escapar de un ramalazo de la cola del último cometa, lo cual la habría reducido a cenizas irremediablemente».
Su atención hacia los aspectos materiales de la existencia es inexistente: «Las casas están muy mal construidas, las paredes están ladeadas y no hay ni un ángulo recto en ninguna habitación, defecto que tiene su origen en el desprecio que sienten por la geometría aplicada, que desdeñan por vulgar y mecánica». Hasta tal punto están idos que han de ser sacados de su ensueño por sus sirvientes haciendo sonar un sonajero junto a sus oídos. No sorprende que sus esposas les hayan abandonado y satisfagan sus necesidades con extraños. Se trata de la primera aparición de una figura arquetípica del género: el científico loco.
Todos los aspectos de la vida en Laputa están regulados por la ciencia y las matemáticas. La belleza o fealdad de un objeto se valora por su geometría; la carne se cocina en trozos cortados según figuras geométricas; la ropa se corta y cose con compás y cartabón… Swift se burla claramente de los científicos de la época, su redundancia, su irrelevancia y su fracaso a la hora de extraer algo útil, beneficioso o rentable de aquello que estudian tan afanosamente. Es una mofa de «los extraños experimentos de la Royal Society». Los diminutos liliputienses representan aquellos cuyo orgullo y vanidad los reducen en talla humana; los gigantes de Brobdingag son seres prácticos pero incapaces de asimilar las abstracciones; los laputianos flotan sobre los problemas cotidianos y los balnibaribanos son pedantes obsesionados por sus propios asuntos y deliberadamente ignorantes de todo lo demás.
Los científicos de Laputa son tan extraños, tan inhumanos, que la visita de Gulliver bien podría interpretarse como un antecedente de la idea de contacto extraterrestre. Como Godwin y de Bergerac antes que él, Swift nos muestra una poderosa civilización extraterrestre (al fin y al cabo viven en un mundo propio) que se encuentra con los inferiores humanos.
Sin embargo, los tiránicos laputianos distan mucho de ser los benevolentes protectores que imaginó Steven Spielberg en Encuentros en la tercera fase (1977) o E.T. (1982). Son más parecidos a los marcianos de H.G. Wells en La guerra de los mundos (1898): Laputa domina con mano firme los territorios sobre los que se desplaza. Como las naves de muchos relatos de ciencia-ficción del siglo XX, cualquier protesta se sofoca con rapidez. Desplazando la gran isla flotante, pueden privar a una región entera de sol y lluvia. En caso de rebeldía pertinaz, bombardean a los revoltosos o incluso los aplastan posando la isla sobre una ciudad. Además de un ejemplo temprano de miedo a las amenazas alienígenas, esta presencia amenazadora de una civilización superior era también una sátira de la inhumanidad de la ciencia.
Como sátira de una casta intelectual que tiende a mantener sus cabezas en las nubes, una isla en el cielo constituye una imagen muy efectiva. Pero Swift se toma bastantes molestias para racionalizar su fantasía, para otorgarle un aire de verosimilitud científica. Construida principalmente de metal y con unas dimensiones de siete kilómetros de diámetro, Laputa flota gracias al magnetismo. Sepultado en su interior se halla un gran imán bipolar que, al interaccionar con el campo magnético terrestre, mantiene a la isla en el aire. La manipulación del imán permite dirigir la isla, desplazándola horizontal o verticalmente, siempre dentro de los seis kilómetros que Swift estimaba se extendía la zona de influencia del magnetismo planetario.
Swift nadaba a contracorriente porque la mayoría de las novelas planetarias del siglo XVIII eran viajes que exaltaban la conquista humana del espacio. Y, sin embargo, su historia de islas voladoras y científicos locos fue enormemente influyente, no solamente como fuente de conceptos e imaginería posteriormente desarrollados por otros autores, sino por su ataque a los que, como Bacon, defendían el derecho de subyugar a otros pueblos por el mero hecho de contar con una ciencia más avanzada. Atacaba también el uso de la violencia en nombre del progreso: «Una tripulación de piratas… van a la costa a robar y saquear; se encuentran con una gente inofensiva, son agasajados con amabilidad, le dan al país un nuevo nombre, toman posesión formal de él en nombre de su rey… a la primera oportunidad se envían navíos, los nativos son expulsados o aniquilados, sus príncipes torturados para descubrir su oro…» Swift es claro en su veredicto: «Este execrable grupo de carniceros empleados en tan pía expedición, es una colonia moderna enviada para convertir y civilizar a un pueblo bárbaro e idólatra».
Gulliver también se topa con comunidades ideales modeladas de acuerdo a las utopías concebidas por Tomás Moro en el siglo XV. Pero no se muestra del todo convencido: las utopías favorecen lo colectivo sobre el individuo, y siempre que el hombre ha querido diseñar una sociedad perfecta ha dado por sentado que no existe límite a la capacidad humana de explorar y comprender. Los sabios de Balnibarbi y sus intentos de extraer luz solar de los pepinos demuestran que siempre habrá barreras a lo lejos que el hombre pueda llegar con la ciencia.
Swift, además, quería reafirmar que la ciencia sí tiene un contexto moral, rechazando la idea de que existiera una división entre la esfera científica y la esfera ética: «No hay peor ciego que el que no quiere ver», afirmaba en su políticamente incorrecta obra Polite Conversations. La persecución ciega y despreocupada del conocimiento podría empujar al mundo hacia el más absoluto caos.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.