En los años treinta el mundo del cine ya estaba dominado por la industria asentada en Hollywood. Pero en la Europa de entreguerras todavía se pueden encontrar algunas iniciativas valientes. Y si de atrevimiento cinematográfico hablamos, el nombre de Abel Gance no puede andar lejos. Poco dado a las minucias, cuando el mesiánico director galo titulaba una película El fin del mundo, se podía esperar exactamente eso.
La trayectoria de un cometa lo sitúa en directa colisión con la Tierra. El mundo ruega a los cielos por un milagro mientras el científico Martial Novalic (Victor Francen) libra una desesperada carrera contra el tiempo para conjurar el cataclismo. En cambio, su fanático hermano (interpretado por el propio Gance) pone su destino en las manos de Dios, tratando de convertir a sus semejantes antes del inevitable fin. Entretanto, los gobiernos del mundo recurren a líderes totalitarios en un intento de esquivar el caos y mantener a las masas bajo control. Pero sus esfuerzos resultan inútiles: sin esperanza alguna, la civilización degenera en una orgía de vicio y brutalidad. El final es apocalíptico: los desastres naturales siembran la destrucción mientras el mundo supera sus diferencias a la espera de lo que parece ser la aniquilación total.
Inspirado por un relato del astrónomo Camille Flammarion escrito en 1894, Omega: los últimos días del mundo, y concebido por su director en 1913, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, El fin del mundo es hoy casi imposible de ver en su versión original. Ni siquiera podemos saber con exactitud cuál hubiera sido la auténtica visión del realizador. Los productores, ya fuera a causa de las tormentas financieras en la bolsa parisina (réplicas del colapso bursátil norteamericano de 1929) o alarmados por la megalomanía de Gance, cortaron el grifo y lo despidieron antes de terminar el montaje definitivo.
No se trataba precisamente de imaginaciones maledicentes de unos avaros financieros. Para empezar, el altisonante título original propuesto por el director era El fin del mundo, visto, oído y contado, a partir de una idea de Camille Flammarion, por Abel Gance. La convicción del cineasta de que el mundo se dirigía a un apocalipsis moral y político y que su deber era utilizar el arte cinematográfico para orientar el alma de la humanidad hacia los valores espirituales, lo llevó –ante el pasmo de sus productores– a intervenir en el reparto encarnando a un profeta que señalaba el camino a la salvación, llegando a equipararse con la figura de Cristo al comienzo de la cinta.
El estreno de la versión inicial en 1931 ponía de manifiesto el delirio de Gance. Se gastó una fortuna en el desarrollo de un novedoso sistema de sonido estereofónico con el que quiso conseguir el equivalente sonoro del primitivo Cinerama que había creado para Napoleón (1927), proyectado en tres pantallas. Sin embargo, se pudo haber ahorrado el esfuerzo y el dinero, porque El fin del mundo resultó una extraña amalgama de secuencias en las que se concentraban todos los defectos de una película sonora primeriza, como que la mayoría de las escenas con diálogo consistan en un par de aburridos planos estáticos o la pervivencia de intertítulos.
Las imperfecciones propias del ajuste imagen/sonido –por otra parte común a la mayoría de films del momento– podrían haberse pasado por alto de no haber sido por su deslavazada narración y vacía grandiosidad. Gance consigue hasta cierto punto redimirse ante los aficionados a los efectos especiales en los últimos quince minutos, en los que se combinan de forma convincente las maquetas con escenas de diversos desastres naturales para construir un clímax visualmente eficaz, una locura caleidoscópica de caos y terror de las que tanto han abundado en años más recientes en el cine de ciencia ficción. Por desgracia, para llegar a ese punto, el espectador ha tenido que soportar noventa minutos de escenas aburridas y vacías.
El mensaje pacifista del film está articulado como una propaganda de tono chirriante, casi histérico. En cierto modo, es un reflejo de la sociedad europea de entreguerras, el análisis ético de un pesimista. La Primera Guerra Mundial no había servido para asegurar una paz auténtica, los vendavales financieros que soplaban desde Estados Unidos bamboleaban aún más el inestable navío de la política continental, los escándalos de corrupción en el gobierno francés hallaban una respuesta casi histérica en el auge de los exaltados mensajes cristianos que se lanzaban desde los programas radiofónicos…
Por desgracia, la película no aporta más que ideas tan grandiosas como simplonas que sugieren que problemas complejos pueden ser solucionados mediante actos sencillos, como cuando Martial Novalic solo tiene que interferir las comunicaciones radiofónicas oficiales para retrasar una declaración de guerra. O que el mundo, aterrorizado, logre unirse bajo un gobierno universal justo cuando el fin es inminente y que se termine en la absurda esperanza de que, una vez el apocalíptico fin haya sido evitado, los compromisos políticos se respeten durante mucho tiempo. En otros casos, la resolución de la escena es sencillamente absurda, como la espectacular y multitudinaria orgía a la que se entrega la élite ante el inminente final, interrumpida por unos monjes que convencen a todos para que abandonen sus placeres carnales y se pongan a rezar.
Por no hablar de los mensajes espirituales del patético Jean, en los que, aunque no se menciona explícitamente a Dios o a Jesús, sí se identifica a aquél con el salvador del mundo, al tiempo que se le presenta como seguidor de las enseñanzas de Kropotkin, el teórico del comunismo anarquista.
Sin embargo, hay algo que la película no sólo anticipó sino que vio con buenos ojos: el ascenso de los fascismos europeos. Efectivamente, en un alarde de ingenuidad política, Abel Gance vuelve aquí a mostrar simpatía por los gobernantes totalitarios, tendencia que ya aparecía en Napoleón (en la que el conquistador de naciones aparecía retratado como un gran francés).
Hoy puede parecer un argumento repugnante, pero en su momento, antes de que la Historia se encargara de mostrar las terribles consecuencias de un gobierno totalitario moderno, no fueron pocos los escritores y filósofos (lo que hoy llamamos intelectuales y que a menudo se jactan de su pasado progresista y liberal) que vieron en ello la solución a todos los problemas económicos y sociales. Entre ellos se encontraba el mismo H.G. Wells, que en varias de sus obras –algunas revisadas en este espacio– dejó bien claras sus propuestas políticas para un futuro utópico.
Para estos pensadores, la única salida en la espiral de enfrentamientos políticos y bélicos cada vez más devastadores, el cáncer del nacionalismo cerril y la insaciable codicia capitalista, era que todas las naciones del mundo se fundieran en una especie de pacifista República Global gobernada por una élite intelectual. Hoy, claro está, tal visión se interpreta de forma muy diferente a la que Wells o Gance pretendieron. Lejos de calificar a Marcial Novalic como un héroe visionario que guía a la humanidad hacia un nuevo amanecer, lo que vemos es un líder totalitario de manual: se hace con el poder a través de la propaganda masiva en radio y prensa, amordaza a la oposición, se sirve del miedo al fin del mundo para crear un clima favorable a sus propósitos (por muy benevolentes que estos sean), asesina a su enemigo a plena luz del día y se rodea del clamor de sus seguidores en multitudinarios mítines que recuerdan los congresos del partido nazi alemán o el comunista ruso. Dos años después, en 1933, Hitler llegaba al poder en Alemania haciendo uso de los mismos recursos y demagogia que Novalic. La moraleja de El fin del mundo es poco edificante: las masas deberían dar su apoyo a un líder fuerte que defienda una causa justa.
Dejando el ámbito ideológico y regresando al creativo, en lo que se refiere a la interpretación el problema reside no tanto en los actores como en los personajes que deben encarnar en un guión sensiblero que entiende la épica como el paso de un acontecimiento extraordinario a otro sin solución de continuidad. Los personajes masculinos se dividen entre los héroes –seguidores del profeta Jean – y los villanos, que oscilan entre la lujuria y la codicia ilimitada. Los femeninos aún tienen menos interés, ajustándose a rancios estereotipos idealizados y desarrollados de forma inconsistente.
En honor a la verdad hay que decir que es posible que muchos de los defectos mencionados provengan de los sucesivos, evidentes y severos recortes a los que los productores sometieron la película. Sus tres horas propuestas quedaron reducidas a duraciones que oscilaban entre los 105 minutos y los ridículos 54 de la versión exhibida en Estados Unidos en 1934, en la que se suprimían casi por completo tanto los diálogos como el papel del religioso personaje interpretado por Gance además de incluir una disertación inicial de un astrónomo que no venía a cuento. Para colmo esa versión americana –titulada Paris After Dark– reemplazó la mayor parte del costoso diálogo por intertítulos. Semejante escabechina no podía sino castigar con dureza la coherencia de la línea narrativa y eso, a la postre, tuvo su efecto en la taquilla.
Además del clímax final, en el haber del film, podemos citar una aproximación científica razonablemente correcta y el ser una de las primeras cintas de ese subgénero apocalíptico que nunca ha dejado de gozar del cariño de los aficionados. Poco después, Philip Wylie y Edwin Balmer escribieron dos novelas, Cuando los mundos chocan (1933) y Tras el choque de los mundos (1934), en los que seguían muy de cerca el guión de la película, si bien adoptarían un enfoque diferente: en lugar de que la Humanidad se salve gracias a su renacimiento espiritual en la forma de un gobierno autoritario benevolente, será únicamente la élite quien ganará el derecho a sobrevivir en un nuevo planeta como recompensa a su devoción a la Ciencia, que les permitirá construir una especie de Arca de Noé espacial. Los demás, incluidas las consideradas razas inferiores, deberán perecer.
Sea como fuere, la película supuso un clavo más en el féretro al que sería confinada la ciencia ficción cinematográfica durante dos décadas. La producción había durado casi dos años y su costo alcanzó los cinco millones de francos. Era necesario vender muchas entradas para alcanzar el umbral de rentabilidad económica. Y la reacción de crítica y público no pudo ser más contundente: un fracaso. Los críticos la tacharon de simplista, delirante e irreal. Los espectadores, por su parte, dieron la espalda a lo que consideraron una sucesión de imágenes efectistas sin auténtica historia ni personajes sólidos que las sustentaran.
Los productores echaban la culpa a la megalomanía del director y éste se quejaba de que le hubieran excluido del proceso de montaje. Sea como fuere, Gance hubo de apearse del pedestal de genio y en lo sucesivo dedicarse a proyectos más convencionales y menos ambiciosos. El fin del mundo, pasó a engrosar la lista de películas de ciencia ficción malditas en su rentabilidad económica. Una lista en la que ya figuraban otras cintas como Metrópolis, La mujer en la Luna o Una fantasía del porvenir … eran suficientes fracasos de gran presupuesto como para etiquetar de maldito al género y relegarlo a las producciones de serie B.
El motivo por el que El fin del mundo sigue recordándose es doble y tiene poco que ver con sus méritos artísticos: por una parte, por ser el monumental tropiezo que puso fin a la egocéntrica y autoindulgente carrera de Gance; por otro, por tratarse de uno de los primeros films del subgénero apocalíptico y, además, haberse realizado en Francia, país poco proclive a este género cinematográfico.
Desde el punto de vista artístico, El fin del mundo es, pues, una rareza quizá sólo recomendable para amantes incondicionales y completistas de la ciencia ficción. Pero como documento cultural e histórico no ha perdido validez en su papel de heraldo de los cambios por venir y de las aspiraciones de un sector nada despreciable de la sociedad. No es visto hoy como Gance hubiera deseado, un faro que iluminara el camino hacia Utopía. Pero, a cambio, aún constituye una advertencia contra los falsos profetas que recurren al miedo. Son ellos los que amenazan nuestra seguridad, no cometas errantes procedentes de los confines de la galaxia.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.