Mientras que algunas mentes se maravillaban contemplando las vastas distancias cósmicas, otras se quedaban más cerca de casa; mientras algunos se preguntaban sobre los orígenes del Universo, otros se preocupaban acerca de cómo podríamos viajar hasta nuestro vecino más próximo, la Luna. Es en la cara oscura de ese satélite donde se abre un cráter de 75 km de diámetro bautizado Rynin. Bañado perpetuamente por una luz crepuscular, es ignorado por la mayoría de los que alzan sus ojos hacia el espacio; tampoco conocen a la persona con cuyo nombre se bautizó: Nikolai Alexsevitch Rynin, un ingeniero soviético, maestro, investigador aeroespacial, escritor, historiador e incansable promotor del viaje espacial.
Esta figura clave en la historia de la ciencia ficción comprendió la relación entre ese género literario y la realidad: publicó una enciclopedia en nueve volúmenes sobre el viaje espacial (Vuelo Interplanetario y Comunicaciones), entre 1927 y 1932, en la que no solo compilaba la investigación existente sobre el particular en aquel momento, sino que subrayaba la importante influencia que la ciencia ficción había jugado en la forma en que se había pensado y concebido el viaje espacial. Rynin documentaba cómo la ficción de las revistas pulp, repleta de asombrosas tecnologías, inmensas naves interplanetarias y flotas estelares más rápidas que la luz atravesando el espacio–tiempo, habían demostrado ser un factor fundamental en el inicio de la carrera espacial.
Rynin formó parte de ese amplio grupo pionero de apasionados soviéticos por el viaje espacial, una pasión que atrajo a muchos tecnócratas bolcheviques de primera generación que se definían a sí mismos como heraldos del futuro y visionarios de un orden social utópico basado en la ciencia y la tecnología. Esta novela que comentamos ahora es un botón de muestra de aquella ideología político-tecnológica.
En ella, Leonid, un bolchevique ruso es invitado a viajar a Marte. Leonid declara: “Se está derramando sangre por un futuro mejor. Pero para librar esa guerra debemos conocer el futuro”. Por supuesto, Bogdanov, el escritor de esta novela, conocía el futuro gracias a los escritos de Marx y Engels; y eso es lo que Leonid se encuentra: un paraíso socialista en el que la eficiencia mecánica ha eliminado la necesidad de la labor manual y todos los trabajadores desarrollan una actividad de tipo organizativo o científico. Los marcianos pasan su tiempo libre o bien trabajando o en museos; y vaya si tienen tiempo libre, porque las transfusiones de sangre de los jóvenes a los mayores han prolongado la esperanza de vida. La sociedad disfruta de una avanzada tecnología: video–teléfonos, artefactos voladores e interplanetarios, producción industrial automatizada, energía atómica…La trama en sí (con enfermedades, enamoramientos, viajes a Venus, intrigas y un asesinato), no es particularmente interesante, pero sí lo son el trasfondo y la influencia del libro.
Alexander Bogdanov fue un activista bolchevique, científico y filósofo, al que puede justamenteconsiderarse fundador de la ciencia ficción rusa gracias a esta novela. Físico teórico, desarrolló una pretenciosa obra que trascendía los límites de la filosofía y la ciencia, colocando los cimientos de la cibernética y la teoría de sistemas. Mientras otros se dedicaban a convertir el marxismo en una revolución, Bogdanov se pasó la vida tratando de convertir el marxismo en ciencia, de hacer realidad el paraíso comunista de Estrella roja. Para ello inventó la tectología, el estudio de los sistemas organizativos: trataba de encontrar las leyes que gobiernan las relaciones entre sistemas sociales (la política, la biología, el arte, la filosofía…), según él tan precisas como las de la física o la química. Era un ambicioso enfoque holístico al tiempo que ferozmente materialista con el que trataba de cerrar la brecha entre ciencia y filosofía, dando a luz un nuevo renacimiento cultural.
Desde un punto de vista histórico, es importante no olvidar que Bogdanov escribía esta novela una década antes de que tuviera lugar la Revolución rusa. De hecho, escribía como respuesta a la revolución de 1905 que impulsó al zar Nicolás II a promulgar una constitución y crear un parlamento. Para entonces ya hacía algunos años que los marxistas se habían escindido en bolcheviques y mencheviques. Como el héroe de Estrella roja, Bogdanov se alineó con el primer grupo y junto a Lenin fue uno de los pioneros de la acción revolucionaria. Así, su novela forma parte de su tarea propagandística.
La obra no sería más que un curioso panfleto ideológico si no fuera porque Bogdanov se dio cuenta de que el colectivismo no estaba exento de peligros, como tampoco los avances tecnológicos. Incluso un paraíso socialista tiene la necesidad de una revolución permanente. Aun después de haber visto realizados sus planes, los socialistas marcianos se dan cuenta de que: “durante el periodo más reciente de nuestra historia, hemos multiplicado por diez la explotación de nuestro planeta, la población está aumentando y nuestras necesidades se incrementan incluso más rápidamente. El peligro de agotar nuestros recursos naturales y la energía ha venido enfrentando a varias ramas de nuestra industria”. En lucha continua contra una población siempre creciente, el socialismo no iba a conocer la paz.
Ese tipo de interpretación liberal del marxismo molestó a algunos tipos importantes, como su antiguo amigo Lenin, y Bogdanov (a la izquierda de la foto, jugando al ajedrez con Lenin) acabó en los años veinte expulsado de los círculos ideológicos del partido. Tras la muerte de Lenin, no obstante, consiguió convencer a Stalin para que financiara sus extraños experimentos sobre transfusión sanguínea que, al final, provocarían su propia muerte (al intercambiar sangre con un estudiante enfermo). Sus esfuerzos no serían del todo vanos, porque el instituto que fundó siguió abierto y se convertiría en el núcleo de lo que acabaría siendo el sistema soviético de bancos de sangre.
El tema de una utopía socialista en Marte no se agota en Estrella roja. Añós más tarde volvió a renacer entre los seguidores de un medio más populista que la literatura: el cine. El clásico film soviético Aelita (1924), de Yakov Protanazov nos cuenta la historia de unos astronautas rusos que abanderan a los sojuzgados marcianos en una revolución proletaria.
En una época en la que los revolucionarios comunistas tenían la cabeza en las nubes, Bogdanov la tenía en otro planeta.
Imagen superior: «Kosmicheskiy reis» (1936), de Vasili Zhuravlev.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.