Decía Truffaut que un director de cine es un tipo al que todo el mundo le pregunta cosas constantemente. La definición le va bien a Guillermo del Toro, un interlocutor que responde con extraordinaria soltura a cualquier duda que uno pueda plantearle.
Podría definirse el universo de Del Toro como un cosmos en el que se conviven el amor al cine clásico, los cuentos de hadas, los monstruos ‒el de Frankenstein es uno de sus fetiches‒, la novela gótica, la tradición del pulp estadounidense, y por supuesto, los cómics.
Como realizador, su trayectoria ha sido ascendente. Esto es algo que cualquiera comprobará si ve sus películas de forma ordenada, comenzando por Cronos (1993) y Mimic (1997) para luego llegar a El espinazo del diablo (2001), Blade II (2002), Hellboy (2004), Hellboy II: El Ejército Dorado (2008), Pacific Rim (2013), La Cumbre Escarlata (2015) o La forma del agua (2017).
Además de director valiente y original, Guillermo del Toro es un tipo con quien nadie puede aburrirse. Sus modales, su talante y su inagotable cultura quedan de manifiesto en esta charla que mantuvimos hace unos años, con ocasión del estreno de El laberinto del fauno (2006).
Hay gente que dice que El laberinto del fauno es tu primera película fuera del género fantástico.
En el momento en el que hay un fauno, un tío que se mete ojos en las manos, un sapo gigante y un Reino de las Hadas es fantástica. Pero esta no es una película de horror. Tendrá códigos que beben de ese género por su cercano parentesco con el género feérico. El cuento feérico normalmente tiene un montón de elementos terribles y siniestros, y de hecho, cuando Freud formula su teoría sobre lo siniestro, la formula a través de la mitología de los cuentos de hadas: el elemento de lo siniestro en un cuento de Hoffman, El Hombre de Arena, y cómo este elemento está presente en toda la tradición oral de los cuentos de hadas.
Entonces, genéricamente, es mi primera película que no es de horror, en eso estoy de acuerdo. Cronos bebía del vampirismo hammeriano, Mimic eran las hormigas gigantes de La humanidad en peligro; El espinazo del diablo trataba de ser una reformulación de las pautas del gótico victoriano puro y duro, pero readaptadas a la España del 39; Blade II es una película de vampiros, «ta» bien, «ta» mal, con acción, sin acción, lo que sea; y Hellboy bebe totalmente de las claves del pulp de horror lovecraftiano y de aventuras. Pero El laberinto del fauno no pertenece al género de horror.
¿Alternas películas en Hollywood y en España por azares del destino o de manera premeditada?
Es totalmente premeditado. Hubo una encrucijada muy concreta en mi vida, en la que después de hacer Mimic, Blade II iba a rodarse antes que El espinazo.
Estábamos teniendo dificultades en encontrar el financiamiento y el estudio en América dijo: «Está la pasta lista, Wesley Snipes está listo: vamos a hacer Blade II«. Y yo les dije: «No, no. Me esperan a que acabe El espinazo«, y eso, decírselo a un estudio americano es como que de repente se levante un perro y te empiece a hablar.
Y fue una decisión totalmente consciente. «Mira, si no me quieren esperar, hala, que la haga otro. Y si me quieren esperar, muy bien, pero yo voy a hacer la película». Y dijeron: «No, no, que le damos una pasta a los hermanos Almodóvar y le damos una pasta a tu compañía». Y les dije: «No, no es por pasta».
Es que, por decisión de vida, es como salir a tomar aire. De repente, el hacer cine en el formato hollywoodiense es bastante asfixiante en el sentido de la libertad. En algunos casos, ¿eh?… El más duro, Mimic. La libertad de declarar tu… independencia, si quieres.
¿Te llama la atención el tema de la posguerra española?
Una de las figuras más importantes en mi vida creativa es un tío que fue exiliado a una muy temprana edad. Era Emilio García Riera, un historiador de cine muy famoso en México, y que de alguna u otra forma se vuelve una suerte de figura paterna.
En aquel momento, tengo veintitantos años, y él define mi vocación de cine, en muchísimos sentidos. Es un tío con el que hablaba mucho de la Guerra Civil. Su madre era una maestra republicana que se exilió en México. Él llegó a México a los cuatro años, pero su vida está marcada por el exilio.
Es una guerra que está muy cercana a México en ese sentido. Y, aparte de todo, es una circunstancia que concretamente en una película como El laberinto del fauno, con una temática como la que se está planteando, es totalmente coherente, por extraño que parezca. O sea, es un momento mundial de decisión, donde los Aliados pueden mirar hacia un lado o abocarse a destruir el régimen fascista. ¿Y qué hacen? Hay una componenda política y… “que se jodan”. Es un momento de decisión, y esta es una película acerca de la capacidad de decidir, que es una historia que está en Cronos, en Hellboy y aquí. Tus decisiones marcan quién eres.
También trata sobre la desobediencia.
Yo digo que no hay más obediencia que la obediencia a tu instinto y a lo que quieres hacer, y cómo lo que tú haces te define.
Que alguien te diga: «Eres un hijo de puta»… A ver, vamos a ver ¿por qué soy un hijo de puta? Pego a mis hijos, machaco a mi mujer… Hay cosas que te definirían como un hijo de puta, efectivamente, hay otras que no, pero la suma de tus decisiones definen quién eres.
La cantidad de gente que tras el holocausto judío decía en Alemania: «Es que yo no era nazi». No todos eran nazis, pero ¿le dabas pan a los judíos o ayudaste a liberar alguno? No. Entonces eres un hijo de puta. Y eso es lo que nos pasa en el mundo de ahorita también. Hay gente que dice: «Es que no puedo solucionar todo». Pero hay cosas que puedes solucionar, que están a tu mano, a tu alcance. Ahí decides tú si eres un hijo de puta.
Yo oí una declaración aterradora sobre el holocausto. Se trataba de un tío que le vendía pan y carne fría a los judíos a través de una reja de un campo de concentración. Una hogaza de pan se la vendía a cien veces su precio en la calle. Y el tipo decía: «Yo es que intentaba ayudarles. Yo corría un riesgo muy grande al llevarles el pan». Y dices, pero bueno, este tío no tiene ni la más mínima noción de quién es. Entonces, lo que es muy bonito en El laberinto del fauno es que todos los adultos están comprometidos, no están totalmente seguros de quiénes son, y la niña es el único personaje totalmente valiente y totalmente coherente todo el tiempo, aun cuando comete errores.
Los niños en tus películas son muy valientes.
Para ser valiente hay que ser niño. Hay algo de inocencia en el valor, una inconsciencia en la valentía.
Yo creo que las películas existen por un acto de fe, o sea, tienes ganas de que exista una película de tal o cual característica. Nadie más la va a ver, nadie más la entiende. Entonces tú la ves y dices: «Va a ser así, va a ser un cuento feérico en la posguerra española, ¡venga, vamos!». Y de repente sucede, y lo que necesita es una fe ciega. Eso es muy infantil.
Cuando la madre le dice a la niña: «La magia no existe ni para ti, ni para mí, ni para nadie». Si la niña lo cree, ahí muere la magia. Pero lo que hace la niña es mirar y ahí está la mandrágora quemándose. Y la que muere es la madre.
Yo recuerdo crecer en México y que te decían: «Una película como Cronos no la vas a hacer nunca. No existen películas así. Te tendrías que ir a Estados Unidos». Y como no lo entiendes y eres un necio, la película existe, y la realidad se dobló para acomodarse a tu fe. Yo creo en eso, la fe es el instrumento más fuerte de creación.
Entonces, el mundo mágico de El laberinto del fauno es real.
Yo espero que sí. Hay dos momentos de la película que no puedes explicar de ninguna otra forma. Todo lo demás lo puedes explicar: el sapo no sabes si está o no está. La mandrágora, de hecho, si miras con atención está en la cocina, es una raíz que están cortando, la niña la pudo coger de ahí. El libro, el pozo, el laberinto están ahí… Pero ¿cómo llega la niña de arriba a abajo? Esa es una pregunta que… Es como en El espinazo, ¿quién le abre la puerta a los niños? Tiene que ser el fantasma de Federico Luppi. Hay un elemento que no puedes explicar. Entonces, para mí es real.
En México está muy presente esa mezcla de magia y realidad.
Y eso me inspira, claro que me inspira. El espinazo del diablo es Juan Rulfo. Para mí es claramente rulfiana. Pero yo creo que, concretamente, necesito buscar una historia que suceda en México y que encuentre coherente con México para volver a rodar allí.
Cronos me parecía que era una historia totalmente alucinante de vampiros que sólo podía suceder en México, y El espinazo originalmente sucedía en la Revolución Mexicana, pero encontré que la cosmogonía de la película tenía más sentido en la Guerra Civil, porque la Revolución Mexicana es infinitamente más acéfala y caótica. En cambio la dictadura o el fascismo tienen líneas dramáticas bastante más claras que el anarquismo que fue el resultado de la guerra en México.
Por otro lado, para mí hay una realidad muy contundente en México que es que mi padre fue secuestrado en el 97. Me planteé muy seriamente volver solo cuando me fuera imprescindible. Es una tragedia para mí, personalmente, porque si hay alguien que haya vivido a gusto en México era yo. Yo era profundamente feliz allí.
Todavía hay prejuicios respecto al cine fantástico.
Y los habrá. La llegada de El laberinto del fauno a la Sección Oficial de Cannes para mí fue un triunfo brutal, justamente por el prejuicio que existe contra el fantástico. Si la película llega a la Selección Oficial pero pasa fuera de concurso, es un abismo de distancia insondable.
Hay un momento en que un miembro del jurado en Cannes –ya sabes, este mundillo es muy pequeño– declara que esta es una película de género y que no habría que premiar nada que sea género. Lo mismo me contó Cronenberg del Cannes anterior, cuando presentó Una historia de violencia. En aquella ocasión un miembro del jurado, aún más prominente, había dicho que Una historia de violencia era género policiaco y que eso no debía premiarse.
Yo creo que, en general, hay prejuicio contra el género. Una las grandes excepciones creo que ha sido Pulp Fiction, de Tarantino, por el milagro de que estaba Scorsese ahí.
El cine de género es visto como un tipo de cine menor porque tiene, en teoría, una estructura y reglas a las que hay que ceñirse. Pero yo no encuentro eso una desventaja. Es fascinante ver una película que sigue ciertas pautas, y en medio de esas pautas encuentra su libertad.
Una película como por ejemplo Hellboy que, desde el nombre… Mignola ya sabe que es ridículo… Yo creo que la manifestación más alta de la inteligencia es el sentido del humor, no la solemnidad. Recuerdo que había una crítica muy negativa de Blade II en el Village Voice que decía «Lo único aterrador de Blade II es que sea el mismo director de El espinazo del diablo«. Y yo digo, joder, si es que no se puede ser libre ¿qué se puede ser?
El cine es como la religión: los musulmanes no oyen las campanas ni los católicos oyen el canto del atardecer. El género de horror tiene un coeficiente muy, muy alto de absurdo y de falta de solemnidad que irrita a la gente que busca filmes de prestigio.
Al fin y al cabo, ¿qué película no es de género?
En Cannes me dice un periodista: «¿No tiene usted miedo de hacer películas de un género que se repite y se repite?». Y yo dije: » ¿Quiere decir usted como los directores favoritos de los festivales?».
Yo te puedo decir cinco apellidos de Europa del Este de gente que se ha repetido desde hace diez años, y que veo sus putas películas y las diez películas son la misma.
Para mí eso es más repetitivo que ver a Cronenberg. Para mí La Mosca o Videodrome son dos películas totalmente diferentes de un mismo autor.
Tú date cuenta de que el horror y el género es cultura viva, cultura que le habla a la gente. En cambio el «cine de autor» es cultura disecada. Disecada recientemente, porque no han pasado muchos años desde que fue ensalzada hacia la santidad. Ha sido ungida hace pocas décadas, pero es cultura ya disecada y montada para el museo, cultura muerta.
Creo que El laberinto del fauno la puede ver un chico o una chica de diecisiete años o una abuelilla o un abuelete. Y será desconcertante la mezcla de géneros, pero funcionará como un cuento de hadas que tiene un principio, un medio y un final. Una princesa perdida que tiene que pasar tres pruebas y que tiene un resultado final. Lo que pasa en medio puedes darle mayor o menor peso pero la gente se puede divertir, conmover y llorar al final.
El género te permite una comunicación más masiva y eso nunca da prestigio. La cultura y la narrativa se dividen netamente en dos: la exclusiva y la inclusiva. La que es más prestigiosa es la exclusiva. Por eso el cómic ha tardado décadas y décadas en ser reconocido como una genuina forma de arte, y yo te puedo decir que el 80% de la gente de la Gran Cultura todavía se reiría de ti si le dices que un tebeo es una forma de arte.
Ahora hay más aceptación pero no quiere decir que esté aceptado del todo, igual que el género de horror.
La gente busca muchas veces definirse como exquisitos a través de la exclusión. Es igual en la crítica de música: ¿cuál es el músico más feroz, más genial, más audaz? El tío que ha vendido tres discos y que no lo conoce ni su puta madre y que está copiado pirata. Cuando ese tío hace el mismo disco pero lo saca una marca, el tío ya deja de ser interesante.
Es igual: lo del género es eso, la marca que permite que la gente vaya a ver la película. A mí me gusta que las películas las vea la gente. Si eso es un defecto, bueno, lo acepto. Me encanta llegar a un público masivo.
Hay momentos totalmente a contrapelo dentro del género, Hellboy es una película que es y no es la típica película de superhéroes. Hay un montón de elementos que van totalmente a contrapelo, pero dentro de eso sigue las pautas que definen este cine, la historia con origen, etc…
Precisamente, El laberinto del fauno tiene elementos feéricos como los que aparecen en los comics de Hellboy, pero que no vimos en la adaptación cinematográfica.
La película de cómics más difícil es la del origen. Son las que tocan los cojones: Spiderman I, X-Men I, Superman I… La segunda es donde te diviertes, donde ya es Superman contra el General Zod, no contra Lex Luthor. Ésa es la divertida. Cuando es Spiderman contra Octopus, o cuando es X-Men ya abiertamente fabulando, eso es lo divertido.
Lo que fue muy difícil en Hellboy era importar el elemento folklórico y feérico a la primera película, y al mismo tiempo, hubiera sido un pecado mayor excluir a Kroenen o a Rasputín. Son elementos que nos atraían mucho para hacer la secuela, Hellboy II: El Ejército Dorado.
Lo que nos emparenta a Mignola y a mí como amiguetes es nuestra fascinación por escritores como Arthur Machen, Algernon Blackwood, H.P. Lovecraft, y todo su universo pagano y de folklore.
Durante tu carrera has usado elementos de estos autores, pero aún no has realizado ninguna adaptación directa de una de sus obras. ¿Crees que este tipo de literatura se puede adaptar a cine?
Bueno, estoy intentándolo. Hemos escrito En las montañas de la locura y estamos presupuestando. Yo creo que Lovecraft es un autor dificilísimo de adaptar.
Si la virtud de Lovecraft es decir que algo es ominoso, indescriptible, impronunciable e innombrable, el cine lo que hace es nombrar, cifrar y describir. Es lo anti-Lovecraft.
El cine hace todo concreto y la literatura transmite la ambigüedad. El horror de Lovecraft tiene dos pautas: una corresponde al horror ambiguo, el horror que acecha en el umbral, y el otro es el horror cósmico.
Creo que el horror cósmico sí se puede adaptar, el otro no. Lo acojonante es que es como el humor, tú puedes mostrar un monstruo que a la mitad de la gente le va dar risa y a la otra mitad le va a inspirar horror. No hay una definición de lo que es absolutamente innombrable y enloquecedor. Lovecraft te puede decir «algo oscuro y reptante cruzó la puerta y Carter empezó a gritar y no terminó nunca». Puede terminar un cuento así, la literatura es así. El cine tiene tienes que definir cómo repta, cómo babea y cómo gime. Desde ese momento, pierde la mitad de la potencia.
Hay aspectos de Lovecraft que son imposibles de adaptar, igual que es imposible adaptar a Ray Bradbury. Bradbury te va a decir: «Y en aquel momento me sonrió, y su aliento me supo a la nieve de vainilla del verano de mi infancia». La jodiste, ahí acabó. Porque en el cine va a ser una soplapollez. Como en La feria de las tinieblas: en la adaptación [Something Wicked This Way Comes (1983), de Jack Clayton] se perdía mucho porque el aliento poético de Bradbury está en la prosa.
En ese sentido, El Laberinto conserva parte de esa ambigüedad, estableciendo una sutil relación entre la historia «fantástica» y la real.
No hay más que coger el guión e intentar separarlas. Es imposible. Eso es lo que creo que es una virtud de la película, que, a final de cuentas, la manera en que se entrelazan es inexorable. No hay manera de separarlas. Ni la llegada de la mujer al molino, ni el nacimiento del hijo, ni el robo del hijo… todo está trazado así.
Hay un escritor que me gusta a mí mucho y normalmente no se asocia con lo político que es Lord Dunsany. Es un tío que realmente tiene este elemento feérico y la oscuridad de lo primitivo perfectamente trazados en sus cuentos. Sin embargo, tiene otros cuentos que sí son, en su manera más incipiente, profundamente políticos.
Tiene uno maravilloso que se creo que se llama La espada y el ídolo [The Sword and the Idol, 1910], que es el origen del Estado y la Iglesia: cómo un tío forja la primera arma y como otro tío forja el primer dios, y cómo se contraponen. La fuerza bruta y la organización de la Iglesia.
Para mí, en la película, el universo feérico que está en la fantasía refleja cabalmente los elementos que están en el mundo real. Hay elementos que te recordarían de manera muy ambigua y sombría a la Iglesia en el Hombre Pálido. Hay elementos de la voracidad de una oligarquía en el sapo. En los dos universos hay una llave. En los dos universos hay una puerta. En los dos universos hay un comedor con una chimenea al fondo, con un tío absolutamente siniestro sentado a la cabeza. En los dos universos existe un padre perdido, etc… La película tiene una enorme capacidad para rimar los dos universos. Está trazada de manera muy minuciosa. Puedo yo decirte también que el observador casual no lo va a entender, pero está ahí.
Al espectador de hoy en día se lo tienen que explicar todo de manera explícita y bien mascada, como esas películas en las que se introducen flashbacks reiterativos para que todos entiendan lo que está ocurriendo en un momento dado.
No sólo conozco este tipo de películas, sino que las he hecho. Porque una vez que pasas por el sistema de evaluación del público en América te dicen: «¡A mí no me ha quedado claro!». Es que, coño, además lo peligroso del género fantástico es que se sustenta con la ambigüedad, es su nutriente. Cuando defines, matas.
Por ejemplo, ¿por qué le tienes que meter tres piedras al sapo para que se vomite y salga la llave? Pues porque así es. ¿Por qué cojones no? ¡Ésas son las reglas y ya, se acabó! Eso en una película norteamericana, créeme que no estaría.
Por eso los remakes americanos de películas de terror asiáticas siempre son inferiores.
La diferencia entre The Ring japonesa y The Ring americana es justamente esa. Y mira que me gusta la versión americana, pero la ambigüedad siempre conduce al más grande terror.
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