Soy aficionado al cine de barracón, el de los efectos especiales, capaz de convertir un terremoto en un objeto portátil que se guarda en un bolsillo de la chaqueta. De los cineclubs donde tantos aprendimos el lenguaje cinematográfico elemental, conservé y conservamos la expectativa de ver cómo se inunda Metrópolis, cómo se abre el Mar Rojo, cómo un manto de ceniza desfonda y sofoca Pompeya.
Con estas favorables prevenciones, en su día fui a ver Dunkerque de Christopher Nolan. Creo que hemos de aceptar siempre el código que un artista nos propone, so peligro de quedarnos fuera, no entender nada y aburrirnos. Y Dunkerque me mantuvo atento, en la cima del barracón. Su truculencia, servida con un extremo virtuosismo técnico, es previsible. Muertos por acribillamiento, quemados vivos, ahogados, bombardeados, sepultados por un desplome, siempre vistos de cerca con un convincente realismo como para creer que eso está ocurriendo aquí delante de mis ojos, conforman una avalancha irresistible de tensiones y calamidades propias del género.
Sin duda, se trata de una obra de género, es decir que tiene el molde y los límites prefijados antes que nada. Por eso demanda del espectador que acepte el género. Se podrá decir que está basada en un hecho histórico y que se ha documentado respecto a él para que el filme se reclame también de histórico. Pero no es así.
La historia de la evacuación del ejército inglés con algunos holandeses y franceses, de la ciudad de Dunkerque hacia Inglaterra, es proclamada como lo hizo la propaganda británica: un milagro. Churchill pensaba salvar a unos 40.000 soldados y salvó a 340.000 mil. Cercados y bombardeados por los alemanes, cruzaron el estrecho y armaron el castillo fuerte isleño, por entonces el único baluarte antinazi en el mundo.
Imagen superior: tropas británicas evacuadas desde Dunkerque llegan al puerto de Dover (31 de mayo de 1940).
Admirable y conmovedor cuanto usted quiera y sepa, el hecho no fue milagroso. Hitler mandó detener el cerco a Dunkerque porque pensaba pactar la paz con el imperio, contando con apoyos dentro de él, a partir del antiguo rey abdicado Eduardo VIII, temulento y miserable personaje que vendió secretos militares a la Italia fascista en plena guerra. Un partido hitleriano y, se supone, mucha gente de la gentry que no quería otra cosa que la paz a cualquier precio y pasaba del continente europeo, conseguirían el resto.
Imagen superior: Sir Oswald Mosley durante un encuentro de la Unión Británica de Fascistas (British Union of Fascists). La BUF llegó a tener 50.000 miembros activos.
El Führer se equivocó, como en casi todo, y perdió la guerra en Dunkerque. Se lo hicieron conocer sus generales y nadie sabe decir por qué no lo cogieron de los fundillos y lo echaron por la ventana. Al revés, en Dunkerque, Churchill ganó la guerra aunque perdió el imperio. Dan ganas de dar la razón a Borges cuando dice que, secretamente, Hitler buscaba la derrota.
He leído y escuchado loas sonoras y de poca monta sobre la película de Nolan. Por excepción, un muy inteligente artículo de Jesús Mota: “El milagro de Dunkerque fue la nulidad de Hitler”. Al leerlo recordé una final impresión ante el filme: la guerra como disolución de todas las categorías humanas salvo la supervivencia.
Evoqué, naturalmente, a Tolstoi. En la batalla no hay ejércitos, banderas, patrias, lealtades, ideas ni bandos. Sólo quedan unos hombres que intentan matar para no morir. La condición humana llega a la almendra esencial de sí misma: sobrevivencia. El señor Mota se unió a Tolstoi cuando leí a uno y releí a otro. Vaya esto en elogio de Nolan, que se zafó del género, una leyenda patriótica sobre la calidad cimera del pueblo inglés, subrayada por el himno nacional que susurra la orquesta durante el relato. Es lo estrictamente creativo y artístico de la obra, lo que escapa por las costuras del género y la deslumbrante truculencia de las imágenes: el ser humano, desnudo ante sí mismo, preguntándose quién es a punto de dejar de ser.
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