Así comentan los jugadores de mus en La verbena de la Paloma y añaden, abusando de la rima: una brutalidad, una bestialidad. Dicho esto por los años de Comte, Darwin y Spencer, la cosa tiene guasa. El sonsonete sainetero me vino a la memoria leyendo a Ervin Laszlo en El paradigma akáshico, lectura que debo al buen consejo de Juan Arnau, mucho más provisto que yo de cosas cuánticas e hinduístas.
Laszlo sale al encuentro de la epistemología de una ciencia basada o encaminada hacia el caos y la casualidad. The life is a mistake reza el apotegma heredado, justamente, del neodarwinismo. La vida es un malentendido, acaso un error. Esto se lo podría haber planteado Ortega, siempre ocupado en entender la vida y librarse de los equívocos. Para Laszlo, el universo o la familia de universos que surgen del metaverso, no resulta verosímil que todo esto y todo aquello sea la consecuencia del azar.
Mi ancha ignorancia en la materia se limita a descifrar lo que dicen los sabios, sin intentar tomar partido, aplaudir o refutar. Pero vuelvo al mus del sainete: me permito observar que, a medida que las ciencias se adelantan –y dando por supuesto que avanzan, que hay para ellas un adelante y una atrás– se ponen más prolíficas en magníficas hipótesis, como yo ahora en esdrújulos.
Cuanto más saben, menos se atreven a ser asertivas. La ignorancia es audaz y la sabiduría, prudente. Yo trato de sintetizar, ser ignorante y prudente a la vez.
Con todo, no puedo olvidar un antiguo refrán filosófico, acaso escolar pero encantador: el arte intuye lo que la ciencia explicará y, tardíamente, la filosofía habrá de meditar. Amanecer, mediodía y ocaso. Lo digo por dos apuntes que extraigo del fascinante texto laszliano. Uno es que las relaciones entre magnitudes que hacen posible la vida en la Tierra –la constante gravitatoria y la masa del neutrón y el protón, que duplica la del electrón– son prolijamente matemáticas y permiten, por ejemplo, que haya estrellas calientes y frías y una de las primeras sea nuestro Sol, al que miran las plantas para fotosintetizar y los bañistas para ponerse morenos. El otro es el citado metaverso, al cual Laszlo considera un productor posiblemente infinito, memorioso y cíclico, de universos similares o divergentes del nuestro.
En el primer caso evoqué a Pitágoras y sus arduos discípulos, como diría Borges: el universo responde a un orden matemático y musical (¿no he empezado por una zarzuela?). En el segundo, me acordé de Spinoza, el metafísico del barroco, para quien Dios es el universo mismo y crea infinitas réplicas suyas en infinitos modos, sin parar los domingos, como el Jehová de la Biblia. Y, ya que cité a Borges, podríamos ir a sus artículos en Historia de la eternidad, donde lo cíclico, lo eterno y lo infinito rondan nuestro pensamiento desde Platón a Nietzsche. Laszlo no le habría faltado a la cita al poeta del barrio de Palermo. Las ciencias se adelantan tantísimo que se aproximan a un viejo e insistente poema cosmológico.
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