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«Ciudad» (1952), de Clifford D. Simak

La ciudad ha sido –y continúa siéndolo– un elemento central en la historia de la Humanidad como elemento aglutinador, motor social y económico y centro diseminador y receptor de cultura y civilización.

El nacimiento de la ciudad –sea cual fuere su tamaño– constituyó un punto de inflexión en la historia del hombre como especie y ha sido por tanto objeto de profundo estudio. Su pasado, su presente y su futuro es motivo permanente de debate y no puede extrañar que la ciencia-ficción haya participado del mismo, convirtiéndola en símbolo, escenario o incluso protagonista de muchas de las mejores novelas del género. Ciudades utópicas, decadentes, futuristas, devastadas por la guerra, trasladadas al espacio u otros planetas, submarinas, protegidas por cúpulas, subterráneas, ciudades muertas, móviles o que ocupan planetas enteros…

Uno de los escritores que aportaron su particular visión a tan fascinante catálogo de posibles escenarios urbanos fue el autor que ahora nos ocupa: Clifford D. Simak. Nacido en Wisconsin, su tranquila existencia como periodista en ese estado principalmente rural durante los años treinta y cuarenta debía forzosamente reflejarse en su obra. Porque, Ciudad es, efectivamente, una visión romántica, nostálgica y a ratos satírica de un pasado que aún no ha sucedido en el que la ciudad va muriendo para dejar paso a la existencia en el campo. Y, si no hay ciudad, ¿puede haber progreso? ¿Qué consecuencias tendría su desaparición para la Humanidad?

Simak teje en forma de una sola narración ocho relatos independientes publicados con anterioridad, proporcionándoles cohesión argumental mediante introducciones y textos adicionales. En ellos se nos narra el ocaso de la Humanidad en la Tierra ligado a la desaparición de las ciudades en un periodo de más de doce mil años. La invención de la energía atómica y su aplicación práctica y cotidiana, los cultivos hidropónicos y los alimentos sintéticos han condenado a las granjas tradicionales a su desaparición. Al no haber necesidad de grandes extensiones dedicadas al pasto o a la agricultura, el precio del terreno rústico se desploma y la gente comienza a marcharse de las ciudades para residir en el campo.

Gracias a los avances tecnológicos, construir una casa o trasladarse al trabajo en aviones atómicos particulares no supone ningún inconveniente. A ello se añade la emigración a Marte y otras colonias de reciente fundación. Los barrios residenciales se vacían, las malas hierbas invaden las carreteras, las casas caen víctimas de la falta de mantenimiento y el empuje de la naturaleza… sólo los funcionarios resisten, intentando cobrar impuestos y hacer valer su menguada autoridad ante un número cada vez menor de ciudadanos.

Finalmente, todo el planeta queda convertido en un enorme territorio rural (algo parecido al Wisconsin que Simak conoció) en el que la gente vive aislada, sin apenas contacto personal con otras familias más allá de las videoconferencias. La agorafobia se convierte en una epidemia y aquellos que desean escapar de una existencia que cada vez ofrece menos incentivos se marchan de la Tierra hacia las colonias extraplanetarias o integrándose en expediciones al espacio profundo.

La mayoría de los humanos deciden renunciar a nuestros imperfectos cuerpos y convertirse en seres adaptados a la hostil atmósfera de Júpiter. Así, los hombres van desapareciendo de los relatos para traspasar el protagonismo a sus herederos como especie dominante de la Tierra: perros inteligentes diseñados genéticamente que con el paso de los siglos olvidarán incluso que una vez fueron meras mascotas dependientes de unos seres a los que convierten en objeto de leyendas y mitos. Una familia en concreto, los Webster, sirve de conexión entre los diferentes relatos junto a un mutante superdotado y casi inmortal y Jenkins, un amable y servicial mayordomo robótico igualmente longevo que servirá a los perros como antes sirvió a sus amos humanos.

Depende del carácter del lector o su estado de ánimo el que encuentre una cosa u otra en estos relatos. Quizá los interprete como una crítica a nuestra propia naturaleza, propensa a soñar siempre en algo mejor mientras sacrificamos aquello que más queremos e incapaz de empatizar con el prójimo a nivel espiritual. O es posible que prefiera verlos como una elegía, una crónica nostálgica e inteligente del inevitable crepúsculo humano. O puede que se sienta invadido por una serena depresión, un sentimiento de pérdida derivado de la toma de conciencia de la transitoriedad de la civilización humana y la relatividad de sus logros.

El abandono de las ciudades y su sustitución por una vida más sencilla, casi idílica, en el ámbito rural, puede resultar admirable a priori, pero en el fondo no es más que el principio del fin de la especie humana tal y como la conocemos. La huida es vista como un ideal, pero siempre acreedora de un precio que nos distancia de nuestra naturaleza: primero se abandonan las ciudades sacrificando nuestro instinto gregario y las posibilidades de desarrollo; luego, la misma Tierra, renunciando a la propia humanidad. Atrás quedan un puñado de humanos en animación suspendida; robots asilvestrados que desarrollan su propia civilización basada en las matemáticas y la investigación; un número indeterminado de mutantes; y los perros, que crean una hermandad de criaturas salvajes inteligentes aunque tampoco ellos escapan a un destino de torpeza entrópica que les incapacita a la hora de enfrentarse con su más directo rival por el dominio planetario: las hormigas inteligentes.

Ciudad es un libro que se apoya en el hombre y el papel de la tecnología siempre queda difuso, poco creíble y relegado a un segundo plano. A Simak siempre le interesó más el ser humano que las máquinas y éstas reciben muy poca atención. Aunque los robots son los que realizan todas las tareas penosas, se establecen colonias en otros planetas, se desarrollan avanzadas técnicas de animación suspendida e incluso se utilizan conversores de cuerpos para abandonar el humano y traspasar la conciencia a uno joviano, tales maravillas nunca se nos describen con un mínimo detalle. Da lo mismo, porque para el autor no son sino herramientas al servicio de lo que verdaderamente importa: los propósitos y metas que el hombre fija para su especie, el fracaso en alcanzarlas y las consecuencias de tal derrota.

Simak consigue un difícil equilibrio al delinear una epopeya colosal de miles de años condensándola en ocho relatos de tono diverso, ya sean de corte realista, bellas metáforas, fábulas o cuentos de tinte fantástico, pero siempre intimistas. Nunca hay más de tres o cuatro personajes en cada relato. No hay escenas multitudinarias, heroicas o rebosantes de acción. Al contrario, son fragmentos pequeños, emotivos, aparentemente cotidianos o intrascendentes, pero cuyo auténtico significado y profundas repercusiones muchos de sus protagonistas son incapaces de comprender totalmente. Aunque algunos relatos están separados de otros por cientos de años, el lector no se pierde y recibe toda la información necesaria para reconstruir el largo declive de la humanidad.

¿Se puede recomendar esta obra sin reservas? No es una pregunta de respuesta fácil. Los fix–up o colección de narraciones cortas independientes pero con algún grado de similitud y coherencia en forma de novela fueron muy populares en determinada época de la ciencia-ficción. En ocasiones, este recurso de incierto resultado funcionó bien: Un Cántico por Leibowitz, de Walter M.Miller JrCrónicas marcianasde Ray Bradbury, o Invernáculo, de Brian Aldiss son buenos ejemplos de fix–up satisfactorio. El riesgo que se corre es que la fuerza narrativa de cada una de las partes se disperse al unirse entre ellas o que las brechas entre los diferentes relatos no queden bien soldadas.

Aunque tiene sus detractores, Ciudad ganó el International Fantasy Award de 1953 y está muy bien considerado por gran parte de la crítica. Personalmente disfruté del tono tranquilo del libro, de sus idílicas imágenes de un mundo que camina lentamente hacia su ocaso y de la profundidad de las ideas subyacentes: la finitud de los logros humanos, la formación de los mitos, los instintos inherentes a nuestra propia naturaleza y la interpretación de la historia según los propios prejuicios y esquemas mentales. Sin embargo, quien busque un relato compacto, con personajes que dirijan una acción claramente estructurada y con un conflicto que genere tensión dramática, no lo hallará. No hay nada de esto y quien aborde la obra esperando encontrarlo se sentirá decepcionado.

Simak aportó, ya en plena Guerra Fría, una visión del fin de la Humanidad ciertamente inusual y arriesgada para la época pero no menos trágica que el consabido holocausto nuclear o la invasión alienígena de turno. Al fracasar en su búsqueda de la iluminación, el poder y la gloria imperecedera, el hombre, víctima de su propia pequeñez ante las dimensiones y complejidad del cosmos, cansado y ansioso por encontrar la trascendencia, no sólo abandona la Tierra sino nuestra propia dimensión física. Es un apocalipsis tranquilo, casi cariñoso, un derrumbamiento dominado por la melancolía, el sentimiento de soledad y el aislamiento autoimpuesto. Ciudad es una elegía melancólica dedicada a una especie, la nuestra, que constantemente cambia y evoluciona intentando mejorar su entorno material mientras se revela incapaz de hallar un camino espiritual que le permita, por fin, ser feliz.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".