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Gianni Vattimo (1936-2023)

La memoria de Vattimo nos lleva a las postrimerías del siglo XX, a la difusión de la posmodernidad, que hay parece lejana en este mundo de fundamentalismos, globalización, populismos, yihadismo, sionismo, predicadores callejeros y pensamiento fuerte con retornos a ensueños de grandes imperios puros de creencias y etnias. En efecto, aquellos años fueron los de varios fines: los Grandes Relatos del siglo declinante como el comunismo y el fascismo, la metafísica, los sistemas filosóficos, la verdad, el discurso consolidado con principio medio y conclusión.

La propuesta posmo era, por el contrario, la defensa del fragmento, la descentración, el pensamiento débil, la opinión no veritativa, el relativismo radical y el arte pobre hecho con restos desechables y una visión lánguida de una realidad de la que sólo teníamos indicios subjetivos y momentáneos, porque el sujeto se había liquidado y carecía de identidad y de secuencia.

Desde luego, la gran sacrificada era la historia. Fukuyama proclamaba su final, Arnold Gehlen creaba la posthistoria y Foucault veía el pasado como un conjunto de eras cerradas, carentes de ilación y centralidad, apenas identificables por una palabra hegemónica. Los hechos históricos se desvanecían y sólo conservábamos de ellos, si de conservación puede hablarse, una interpretación y una anécdota narrativa.

Por supuesto, la globalización era y es el Gran Relato por excelencia y de ella surge la sospecha de que el pensamiento posmoderno, si bien se encargaba de cargarse casi todo y descargarnos de su agobiante peso, si caben los ecos, evitaba decir cuál era su elemento de sostén. En efecto, todo pensamiento ha de tener su ratio, su razón, es decir: su medida.  Da cuenta de sí mismo y, a partir de ello, puede medir aquello de lo cual se diferencia.

Este pensar arrasador que ponía al hombre –también fuera de juego en favor del discurso estructural y estructurante– enfrentado a una suerte de llanura desértica donde podía hacer jugar toda su libertad, una libertad abstracta sin por qué ni para qué, algo parecido a la inmovilidad.  Era una propuesta nihilista que proclamaba, sin decirlo expresamente, la admirada fascinación por el vacío. Si, con toda limpieza, se afirmaba la inexistencia de la verdad, ¿no se estaba negando veracidad a lo dicho? Si todo era opinión ¿podía prescindirse del sujeto que opinaba?

Las recuperaciones magistrales que hacían los posmodernos jugaban, en ese sentido, como pistas. Se situó en primera fila a Heidegger y a Nietzsche, dos escritores a los que Vattimo dedicó un par de notables monografías, ciertamente mucho más legibles que los monografiados. Dos talentosos alemanes de similar nihilismo, el uno suprimiendo la metafísica y el otro suprimiendo todos los valores. Bien, pero: ¿hay algo más metafísico que Ser heideggeriano  y  el más allá de la dupla bien/mal donde aparece la aurora del Superhombre, el hombre sin memoria histórica?

La experiencia nihilista no era ni es, por cierto, una novedad como tampoco el hecho de que la nada genera angustia y acaba pidiendo algún ansiolítico. El pensamiento pobre requiere fuerza y refuerzo para seguir pensando. El siglo XX proporciona ejemplos sugestivos. Las vanguardias del primer Novecientos barrieron toda herencia, cualquier referencia. Hora cero, borrón y cuenta nueva. Los futuristas italianos se hicieron fascistas y los poetas del Dadá se convirtieron al catolicismo. Heidegger aceptó el nazismo y Foucault, la revolución de los ayatolas iraníes. En cierta fecha, el Sartre de la existencia arrojada a un mundo sin sentido, asumió a la Unión Soviética como garante mundial de la paz frente al belicismo norteamericano.

Por todas partes apareció una variable Verdad que atenuó el temblor de los pensadores ante el abismo. Vattimo, con mayor y más fina modestia, terminó subrayando la importancia de creer. Tal vez se preguntó: ¿no hay verdad ni sujeto o apenas yo creo que no haya verdad ni sujeto? Con esto volvió al comienzo, a la ironía socrática de saber que nada sé, o a la paradoja cartesiana del dudoso que no puede dudar de que está dudando y preguntándose quién es el que duda. Retornó al principio de su maestro Gadamer: pensar es dialogar. Siempre que digo algo, espero que tú me escuches.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")