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«Ante la bandera» (1897), de Julio Verne

El tema de la ciencia aplicada al armamento es una cuestión que Verne trató en varios de sus libros: el submarino Nautilus en Veinte mil leguas de viaje submarino, los vehículos de Robur, las armas de destrucción masiva en Los 500 millones de la Begún… El escritor galo vuelve aquí sobre la misma idea, aunque enfocándola desde una óptica excesivamente patriotera.

Thomas Roch es un inventor lunático de origen francés que afirma haber desarrollado un arma, el Fulgurador, cuyo potencial destructivo es terrorífico (Verne lo describe como una especie de misil de gran capacidad explosiva). Acude a diversos gobiernos para venderles su artefacto, pero ninguna cantidad parece suficiente para satisfacer su creciente ego habida cuenta de que no existe prototipo y que todo lo que el inventor pone sobre la mesa es su palabra. En un estado mental cada vez más deteriorado, el científico francés es internado en un sanatorio por el gobierno norteamericano, donde se le asigna un cuidador cuya misión es la de prestar atención a sus delirios y tratar de averiguar el secreto del arma antes de que quede totalmente sumergido en la locura. Este cuidador es en realidad un ingeniero francés, Simón Hart, que se hace pasar por enfermero norteamericano con el fin de sonsacar al demente Roch y utilizar el secreto en beneficio de su propio país.

Ambos, enfermo y enfermero, son secuestrados por Ker Karraje, un pirata de origen malayo y cuidada educación, tan carente de escrúpulos como sobrado de ambición. Karraje, que ha reunido una banda de malhechores del más variado origen, se hace pasar por un noble europeo de refinados modales que surca la costa norteamericana a bordo de una goleta. Sin embargo, en su auténtica identidad, utiliza un submarino para abordar barcos, asesinar a las tripulaciones y hacerse con el botín. Sabedor de que Roch esconde el secreto de una poderosa arma, decide secuestrarlo para hacerse con ella y conseguir aún más poder.

Roch y Hart son llevados a un islote rocoso de las islas Bermudas cuyo interior es una enorme caverna hueca accesible sólo con el submarino, que los piratas han acondicionado como su base. Allí, Karraje alimenta el ego y la vanidad de Roch y éste se pone manos a la obra, terminando el mortífero artefacto. Hart consigue hacer llegar un mensaje al exterior dentro de una botella. Avisados del peligro, varios países reúnen una flota internacional y acuden a la isla justo cuando Roch termina de poner operativo el Fulgurador.

Esta narración de Verne no se encuentra entre las mejores de su carrera; ciertamente tiene pulso y hay momentos interesantes, pero abunda en detalles inverosímiles por no decir absurdos (por ejemplo, Hart, que se supone es un espía, lleva un diario en el que anota todo tipo de información comprometedora) y el final horriblemente panfletario, patriotero e increíble deja mal sabor de boca. No es tampoco nuevo aquí el que sus personajes carezcan de profundidad: ni los ingenieros protagonistas ni el pirata consiguen conectar con el lector, que siempre los ve como figuras bastante planas que se limitan a cumplir con su papel incluso aunque el autor recurre a la narración en primera persona para tratar de introducirnos en la mente y emociones del personaje principal. El problema es que ahí dentro tampoco hay nada que resulte muy interesante o revelador. Simon Hart es una reencarnación del Marcel Bruckmann de Los quinientos millones de la Begún: el francés valiente, inteligente, patriota y noble que lo arriesga todo por su país; en definitiva, un héroe plano, aburrido y sin matices.

Ni siquiera el villano Karraje tiene el carisma y misterio de un capitán Nemo o un Robur por mucho que disponga de un vehículo submarino –invento que había dejado de ser una novedad en el momento de publicación del libro– y una tripulación internacional de fervientes seguidores. No es más que un simple delincuente que encarga sus armas a fábricas y astilleros (al contrario que los personajes citados, cuyas fantásticas máquinas eran producto de sus geniales inteligencias, ya fueran sumergibles o máquinas voladoras) y cuyo objetivo es el simple robo (mientras que las motivaciones de Nemo o Robur eran más complejas en el caso de uno y más fanáticas en el caso del otro). Descendientes suyos serían varios de los villanos de las películas de James Bond, con su acumulación de tecnología, sus ínfulas de conquistadores del mundo y sus guaridas secretas.

Parece ser que para el personaje del inventor loco, Thomas Roch, Verne se inspiró en el químico Eugène Turpin, inventor de un explosivo, la melinita. Éste había tratado de vender su descubrimiento al gobierno francés en 1885, sin conseguirlo (finalmente, la venta se llevaría a cabo y su invención se utilizaría ampliamente en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial). Sin embargo, Turpin nunca se volvió loco ni traicionó a su país vendiendo el secreto a otra potencia. Tan claro era el paralelismo que Turpin, irritado, demandó a Verne. Éste contrató como abogado a Raymond Poincaré –quien mas adelante llegaría a ser presidente de la República– y ganó el caso aun cuando los biógrafos del escritor encontraron en su correspondencia evidencias de que, efectivamente, Turpin sirvió de modelo para su personaje; personaje que también guarda semejanzas con Alfred Nobel, inventor de la dinamita y que después de hacer fortuna con la misma se horrorizó al ver el uso bélico que se hacía de ella.

Resulta interesante la transformación que experimentan en esta última etapa de la carrera de Verne sus héroes, quizá influido por el desarrollo de la CF más populista que triunfaba en Estados Unidos y sobre el que ya comentamos algo en una entrada anterior. Los sabios y hombres de ciencia tan queridos por Verne, símbolo de la cultura y el conocimiento enciclopédico y protagonistas de muchos de sus mejores libros (recordemos al entrañable Paganel de Los hijos del Capitán Grant, el profesor Aronnax de Veinte mil leguas de viaje submarino o el irascible Lidenbrock de Viaje al centro de la Tierra, por nombrar sólo algunos) son sustituidos por ingenieros (encarnados aquí por Hart), que a finales del siglo XIX eran ya considerados como los héroes responsables del avance tecnológico y figuras a los que todos los niños y jóvenes aspiraban a emular.

El tema de Verne cobra en estos turbulentos días –en realidad lo ha venido haciendo desde la Segunda Guerra Mundial– una especial actualidad: el tráfico de armas, la preocupación por la posibilidad de que alguien pueda construir armamento de una potencia devastadora y la caza y captura por parte de los países –a través de medios pacíficos o no– de genios científicos que puedan diseñar esas superarmas. La figura del científico que, de grado o por la fuerza, trabaja en un artefacto ambicionado por los gobiernos de uno y otro signo resuena en la Historia con nombres célebres, como Werner Von Braun –responsable del éxito del programa de misiles norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial– u hombres de ciencia desconocidos –como los físicos que en los ochenta participaron en el programa nuclear iraquí o que hoy se ocupan de los planes atómicos de Irán o Corea–, buscados por unos bandos y por otros.

La última guerra del Golfo nos ha familiarizado con la historia de una alianza de países que, como en la novela de Verne, decide unir fuerzas y superar sus diferencias en beneficio de un objetivo común: destruir a aquél que se encuentra en posesión de un arma con la que puede amenazar los intereses de aquéllos. Por otra parte, la elección del archipiélago de las Bermudas como escondite del pirata y lugar alrededor del cual se producen misteriosas desapariciones de navíos –hundidos por el ingenio submarino del criminal Karraje– también resulta chocante (aunque hoy es bien sabido que esas islas jamás han registrado un índice de naufragios particularmente elevado, no siendo su leyenda más que un mito contemporáneo). La elección de Verne de esta localización vino motivada no porque en aquel momento estuviera relacionada con algún tipo de leyenda negra, sino por tratarse de un archipiélago cercano al continente americano –y a las posibles víctimas que surcaban la ruta Atlántica– cuyo tormentoso clima lo hacía ideal para la historia que deseaba contar.

¿Era Verne un visionario, un profeta, un genio iluminado capaz de traspasar la niebla del futuro? En mi opinión nada de eso es cierto. Verne no se ocupó tanto de los problemas del futuro como de los de su presente. Él, como nosotros, vivió en una sociedad tecnológica y muchas de las cuestiones que preocupaban entonces siguen vigentes en mayor o menor grado. Sencillamente, y no es poco mérito, parte de su ficción ha encontrado un eco en la realidad contemporánea.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".