El zombi es hoy uno de los más firmes pilares del género terrorífico. Representa la era del apocalpsis, del caos y de la lucha por la supervivencia. Y naturalmente, la de los héroes que corren sin mirar atrás, por calles atestadas de muertos vivientes.
Esa imagen llega a hipnotizarnos, pero en realidad, es muy reciente. El zombi cinematográfico y televisivo es una creación de George A. Romero, que en 1968, tras leer a Richard Matheson, supo hacer una radiografía de aquella América febril y convulsa de finales de los sesenta, mezclando la sociología y la ciencia ficción con un presupuesto ínfimo.
Aunque sea tentador hacerlo, nos saldríamos del tema recordando películas como La noche de los muertos vivientes o Zombi, por mucho que lo sugiera el título que precede a estas líneas. Como ya saben, el film de Jacques Tourneur no tiene nada que ver con las fantasías caníbales de Romero. Los zombis a los que alude el realizador parisino son los de la mitología caribeña: esclavos involuntarios, subyugados por algún hechizo vudú. Los mismos, en realidad, que fascinaron al etnobotánico Wade Davis cuando escribió el estudio definitivo sobre la materia, El enigma zombi (The Serpent and the Rainbow, 1985), llevado al cine en 1988 por Wes Craven.
No obstante, antes de hablar de la película de Tourneur hay que mencionar a su verdadera inspiradora, Inez Wallace (1888-1966), escritora, columnista y fotógrafa, atraída por el peligro y por los destinos exóticos.
Como tantos periodistas de éxito, Wallace era una personalidad habitual en el entorno de Hollywood ‒fue buena amiga de estrellas como Mary Pickford‒. De hecho, buena parte de sus escritos se ambienta en los platós y los grandes estudios.
Sus artículos aparecían regularmente en el periódico Plain Dealer, de Cleveland, y en las revistas Collier’s, This Week y American Weekly Magazine. Fue precisamente en esta última donde editó uno de sus textos más celebrados, «I Walked with a Zombie», que evocaba la etapa en que viajó a Trinidad, Martinica y Haití.
A propósito de los zombis de Haití, Wallace escribe lo siguiente: «No son espíritus o fantasmas espectrales, sino cuerpos de carne y hueso que han muerto, pero se mueven todavía, andan, trabajan y, algunas veces, hasta hablan. El gobierno prefiere decir que se trata de gente drogada, enterrada y desenterrada. Pero pasa el tiempo y no queda más remedio que admitir la existencia de los zombis como una realidad. (…) Una misteriosa historia comenzó a propagarse por Port-au-Prince. Se decía que en las horripilantes y mágicas laderas de Morne-au-Diable, próximas a la frontera dominicana, había un grupo de esclavos formado por zombis. El rumor corrió y corrió, y de pronto un nuevo misterio se unió a aquella historia, cuando se supo que había una mujer blanca trabajando en el campo de caña» (*).
Las diez páginas de aquel artículo fueron adquiridas por la RKO para su adaptación al cine, pero como ahora veremos, el resultado final se parece muy poco al texto original, y más bien recuerda a la novela Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
En la versión cinematográfica, la protagonista es una enfermera canadiense, Betsy Connel (Francis Dee). Betsy viaja a la isla de San Sebastián, contratada por el dueño de una plantación, Paul Holland (Tom Conway), para que se ocupe de Jessica (Christine Gordon), su esposa enferma.
Es Paul quien mejor describe el panorama que, en un principio, tanto atrae a la joven: «Es bastante fácil leer los pensamientos de un recién llegado ‒le dice‒. Todo parece hermoso, porque no lo entiendes. Esos peces voladores no están saltando de alegría… Están saltando de terror… Hay peces más grandes que quieren comérselos. Ese agua luminosa toma su brillo de millones de cadáveres. Aquí solo hay muerte y descomposición… (…) Todas las cosas buenas mueren aquí… Incluso las estrellas».
Poco a poco, Betsy va conociendo a los demás personajes de esta tragedia caribeña: Wesley (James Ellison), el hermanastro de Paul, de quien se rumorea que mantuvo una relación con Jessica, y la madre de ambos, la enigmática señora Rand (Edith Barrett).
En San Sebastián, donde el pasado y el presente se entremezclan, los sentimientos de la protagonista, cada vez más confusa con relación a Paul, se irán enturbiando. Pero la clave central del relato va a ser Jessica, la «mujer blanca» de la que hablaba el artículo de Wallace: una zombi ‒¿o acaso una simple enferma?‒ cuyo secreto tienen mucho que ver con los rituales vudú que se ofician de noche, cerca de la plantación.
No era la primera vez que la zombificación se presentaba en pantalla ‒recordemos White Zombie (Victor Halperin, 1932)‒, pero si hubiera que citar una sola película sobre «no muertos» en Haití, cualquier cinéfilo destacaría esta prodigiosa obra de Tourneur, vinculada estilísticamente a otras dos cintas que rodó para la RKO: La mujer pantera (Cat People, 1942) y El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943).
En realidad, esa memorable trilogía es fruto de la mala suerte: Orson Welles había hecho perder demasiado dinero a la compañía con proyectos desmedidos ‒Ciudadano Kane (1941) y El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942)‒, y para sanear las arcas, el vicepresidente de la firma, Charles Koerner contrató al productor Val Lewton. ¿Su misión? Rodar films de terror de bajo presupuesto, y por encima de todo, rentables.
Aunque veía en él detalles prometedores, a Lewton no le gustaba el artículo de Inez Wallace. De ahí que propusiera a los guionistas, Curt Siodmak ‒guionista de El hombre invisible vuelve (1940), El hombre lobo (1941) e Invisible Agent (1942)‒ y Ardel Wray, la opción de un melodrama gótico y apasionado. Es decir, al estilo de la novela de Brontë.
Al aproximarse a la trama de Jane Eyre, Yo anduve con un zombi se vincula a la tradición gótica. De ahí que recupere algunos de sus principales rasgos: tradiciones arcanas que siguen activas, ambientes de claroscuro, un tono melancólico y decadente, y sobre todo, amores prohibidos, destinados a la fatalidad y a la locura.
Muy motivado, Siodmak se inspiró en las pinturas expresionistas de Oscar Kokoschka para completar un guión que recibió aportes de Wray y del propio Lewton. Sin duda, los cambios del primer al último borrador fueron enormes. Es más: por el camino se fueron integrando otros elementos literarios, procedentes de obras como El corazón de las tinieblas, de Conrad.
Comprometido con el proyecto, Jacques Tourneur siguió al pie de la letra las directrices de Lewton, aportando toda su creatividad para dar una entidad lírica al relato. Al igual que los espectadores, el director quedó encantado con el resultado final: «Aquel fue un título horrible para un film realmente bueno. El mejor que he hecho en mi vida».
No le faltaba razón para pensarlo. Yo anduve con un zombie es una película poética, muy sugerente y ensoñadora, donde el sonido y la luz (o mejor dicho, la oscuridad) son manejados de forma magistral.
Sin duda, se trata de un portento narrativo, cuya atmósfera amenazante y onírica también hay que agradecer al director de fotografía J. Roy Hunt. En este sentido, la puesta en escena de Tourneur se benefición de un equipo excepcional, muy bien elegido por Lewton.
(*) Tomo el entrecomillado de la antología Amanecer Vudú (Valdemar, 1993. Traducido por Miguel Hernández).
Comentarios y referencias
«¿Cómo contar la belleza de las películas de Tourneur –escribe Michael Henry Wilson– a quien todavía no ha sentido su poder de fascinación, a quien nunca ha visto I Walked With a Zombie, Stars in My Crown o Night of the Demon? Son películas discretas, modestas, que nos hablan en un tono de confidencia. Conservan, sin embargo, un destello hipnótico mucho tiempo después de que sus peripecias se hayan difuminado en nuestras memorias. Tal vez debido a la inmensa ambición secreta de su narrador: cogernos de la mano y conducirnos hasta el umbral del inframundo, hasta los límites de lo indecible. Lo que esperaba de su arte era nada menos que captar las sombras y los rumores de mundos ocultos, sugerir lo invisible. Nacido y muerto en Francia, criado en una cultura francesa, Tourneur desarrolló la mayor parte de su carrera en Estados Unidos. Pero la fascinación de su obra por lo desconocido y por la ambigüedad desborda estas dos culturas. Abre una brecha en la tradición cartesiana: lo real es demasiado complejo para ser aprehendido y, con más razón, para ser explicado racionalmente. Su obra hace caso omiso del moralismo anglosajón: la evaluación moral de los actos es tan aleatoria que disuade de cualquier maniqueísmo. Huyendo del blanco y negro, la verdad se esconde en una franja de claroscuro en la que se despliegan todas las irisaciones del prisma. (…) Su obra nos da una lección de humildad: lo visible es sólo una ínfima parte del universo. Más allá de las apariencias hay un inframundo que no obedece a nuestras categorías espaciotemporales. Tourneur creía en la existencia de estos universos paralelos y en la posibilidad de comunicarse con ellos. (La comunicación entre los vivos le parecía más misteriosa que la de los vivos con los espíritus). Sus mejores películas nos invitan a levantar una punta del velo, a tantear lo que uno de sus personajes, el hechicero Karswell de Night of the Demon, llama el lado crepuscular o la penumbra de la conciencia (“the twilight, the half-light of the mind”)».
«No hay una sola película de Tourneur ‒añade‒ en la que el protagonista no tenga que accionar el conmutador eléctrico, encender una vela, procurarse una linterna o una antorcha… Dar la luz, o apagarla, es un acto decisivo y, a menudo, una cuestión de vida o muerte, tanto en What Do You Think? como en Night Call, en Cat People como en Night of the Demon. ¿Acaso no basta un cambio de iluminación para que el mundo considerado real gire sobre su eje y desvele su reverso? Poner en escena es pintar con luces y sombras, conviviendo ambas en una alquimia sutil, continuamente renovada. La fuente luminosa es visible en campo, a veces en primer plano, a veces en escorzo, constante y frágil a la vez, banal y mágica. Una presencia tranquilizadora, pero también engañosa porque suscita en torno a ella sombras más profundas… y quizá nuevos misterios. Hay pocas películas de Tourneur que no impliquen la presencia de realidades ocultas. Incluso cuando no se pone en juego una experiencia psíquica se percibe un desajuste entre las peripecias que se muestran en la superficie, en primer plano, y las fuerzas oscuras que reinan en la penumbra del segundo plano o del fuera de plano».
En opinión de Wilson, Tourneur «parece haber heredado de Murnau el sentimiento trágico de la vida y la obsesión por las potencias maléficas, tras verlo en Nosferatu y Tabú. ‘Aquí no existe la belleza, sólo la muerte y la podredumbre’, exclama Tom Conway, el héroe esplénico de I Walked With a Zombie, frente al cielo constelado y al mar fosforescente. Si los peces voladores saltan, es de terror. Si el océano centellea, gracias a las miríadas de organismos en putrefacción. ‘Lo bueno perece en estos parajes… también las estrellas’. Frances Dee, la enfermera que vino del norte, va a descubrir que San Sebastián dista de ser un paraíso. Desde que la isla fue profanada por el pecado original de la esclavitud se agitan en ella antiguas maldiciones. Quien crea entrever el Edén debe constatar, acto seguido, que éste ha sido devastado, que se ha perdido irremediablemente. (…) Tourneur calcula sus efectos mejor que sus hechiceros; le basta con susurrar o murmurar. Sus actores hablan a media voz; a veces hay que aguzar el oído para entender sus palabras, un tono por debajo del de las películas corrientes. A menudo, lo proferido en los diálogos es menos importante que la intensidad de los silencios; que lo sugestivo de un efecto sonoro; que el timbre ensordecedor de una voz en off, una de esas voces a las que se concede el privilegio de resucitar antiguos hechizos o lejanas mitologías. Al ponerse a las órdenes de un narrador, la puesta en escena puede hacernos compartir una experiencia, emociones que el sujeto no ha podido olvidar o exorcizar. El déjà-vu es un déjà-revé. Tourneur sabía que un relato contado por un testigo o por uno de los participantes conlleva necesariamente una parte de oscuridad o de ensueño (Michael Henry Wilson, Jacques Tourneur ou la magie de la suggestion, Paris: Centre Pompidou, 2003, pp. 13-19).
Sinopsis
La protagonista es Betsy Connell (Frances Dee), una enfermera canadiense contratada para cuidar a Jessica, la esposa de Paul Holland (Tom Conway), propietario de una plantación de caña en la isla caribeña de San Esteban. Betsy conoce al hermano de Paul, Wesley Rand (James Ellison), y pronto descubre que éste esconde algún secreto relacionado con Jessica. De hecho, la mansión de los Holland parece el escenario de un melodrama gótico, con los fantasmas del pasado enturbiando el presente.
Descendientes de esclavos africanos, los lugareños practican ritos religiosos ancestrales y creen en el poder del vudú. Un poder que también tiene su efecto en Jessica Holland.
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