Bob Dylan empezó a escribir Filosofía de la canción moderna en 2010, nos dice su editor. Este peculiar ensayo, uno de los escasos libros del músico estadounidense, del genial músico estadounidense, apareció en 2022 y yo acabo de leer la espléndida traducción a mi idioma del mismo año que llevó a cabo Miquel Izquierdo.
“Sobre la naturaleza de la música popular” leo que va el libro en la segunda de cubierta de la edición que he manejado. Pero, ya nos han advertido Diego A. Manrique y tantos otros, a menudo es un simple pour parler de Bob, una aventura que seguramente ningún editor le hubiera concedido a alguien que no fuera el artista vivo más importante de los últimos cien años. El libro, eso sí, funciona gracias a su cuidada edición, a sus fotografías, a su composición, a algunas de las maravillas, no tan escasas, que salen de la pluma con aroma a Nobel del autor de «One more cup of coffee».
“Little Richard era cualquier cosa menos pequeño. Nos cuenta que algo está pasando. El mundo se desmorona. Es un predicador. Tutti frutti hace sonar la alarma”.
Y son esas reflexiones, que no abundan en exceso, todo hay que decirlo, las que me he permitido recoger para ahorrarte el esfuerzo de leer un volumen excesivo y decepcionante que a mí me ha entretenido, no obstante, porque he querido ver todo el rato al Dylan más bufonesco retorcerse de risa ante la expectación que despierta cualquier cosita que se atreva a hacer. Comienzo… Pero, antes, que no se me olvide, Dylan le dedica el libro a Doc Pomus. Y en los agradecimientos comienza diciendo esto, que es bastante aclaratorio: “Gracias especialmente a mi colega de pesca Eddie Gorodetsky por toda la información y el espléndido material original…”
Muchas son las canciones y los músicos que suenan en este libro singular: artistas como Elvis Costello, de quién Dylan dice, y de su banda, The Attractions, que “eran mejores que cualquier otra banda”, también de Costello asegura que “cuenta con un alma musical gigantesca” y que “se pasea por los géneros como si ni siquiera existieran; canciones como ‘Pump it up’, que es la que le dio a Elvis Costello “permiso para hacer todo eso».
Bastantes de los músicos que aparecen en el volumen son demasiado conocidos, algunos también es la primera vez que reparo en ellos. Por ejemplo, Jimmy Wages, el Elvis que no fue, a quien me ha encantado descubrir.
Le leo a Dylan, hablando de una canción de Elvis Presley sobre la que en realidad no dice nada, que Johnny Cash “cantaba lo que quería”. Y yo remato: Bob Dylan escribe lo que quiere.
Será por canciones… Refiriéndose al tema de The Who ‘My generation’, el Nobel escribe algo muy significativo, una reflexión memorable:
“Cada generación acaba seleccionando y escogiendo lo que quiere de las generaciones anteriores con la misma arrogancia y presunción ególatra que las generaciones previas mostraron al apropiarse de lo más selecto de los que estuvieron antes. […] Todos despotricamos de la generación anterior, pero de algún modo sabemos que sólo es cuestión de tiempo que nos convirtamos en ellos. […] Toda generación parece imbuida de la arrogancia de la ignorancia y opta por deshacerse de lo que hubo antes, en lugar de construir sobre el pasado”.
Cuando escribe sobre la canción «Volare», de Domenico Modugno, me encanta leerle a Dylan eso de “el mundo puede desaparecer, pero yo sigo en mi cabeza”.
Si hay una canción en la historia de la música pop indiscutiblemente representativa es «London calling», de The Clash, que está incluida en el repertorio de este libro:
“El punk rock es la música de la frustración y la rabia pero The Clash son diferentes: su música es la de la desesperación, eran un grupo desesperado; tienen que abarcarlo todo y no tienen mucho tiempo, muchas de sus canciones están hinchadas, son prolijas, están cargadas de buenas intenciones, pero esta no. Aquí estamos probablemente ante la mejor versión de los Clash, la más importante y desesperada. Los Clash fueron siempre el grupo que habían imaginado ser”.
Más artistas musicales de primer orden: The Platters, por ejemplo. Escribe Bob que su cantante, Tony Williams, “es uno de los mejores cantantes de la historia” y que el grupo “desgrana su soul con una soltura elegante a más no poder, natural y exquisita. Transmiten una enorme sofisticación y emiten desde una emisora en las estrellas donde siempre está anocheciendo”. O Sam Cooke¸que fue inigualable y “se introdujo en el mundo del pop con su espiritualidad intacta”.
De Johnny Cash (que sale varias veces en el volumen, ya le vimos antes) leemos que es “un cantante de góspel, o así es como él se ve: Cash podía remontar ríos. Podía construir vías férreas y derribar novillos, cuenta cuentos chinos: despeja los cielos y bebe nitroglicerina”.
Algunas de las consideraciones del autor de Filosofía de la canción moderna son una pura provocación, como cuando leemos que “cabría discutir si fue Ricky Nelson, más que el propio Elvis Presley, el auténtico embajador del rock and roll”.
No faltan aquí la hipérbole y el humor devoto. Dylan afirma que de Willie Nelson “se suele decir que podía cantarte el listín telefónico y hacerte llorar, también podía escribirlo. Y con Merle Haggard sucede más o menos lo mismo”.
Si hay un ejemplo paradigmático de por qué el libro de Bob tiene un interés notable (no siempre, que conste) ese es cuando escribe sobre la canción «Blue moon» cantada por Dean Martin:
“Una canción universal que puede gustar a todo el Mundo en cualquier momento. La canción ha viajado en el tiempo y superado cualquier abismo cultural. Se ha entonado con arrobo country o invocado con aire soul. es una piedra angular del doo wop y un trampolín para la improvisación jazz. Los cantantes pop la han bailado y cantado sin parar desde que se compuso. Es una canción de amor entre devota y melancólica. La sencillez de la letra la hace universal y los detalles evitan que resulte aburrida. La maleabilidad de la canción impide que se la asocie con ninguna versión específica y permite que todos la hagan suya. Comparen por ejemplo la versión de Dino con la adaptación soñadora de Elvis o con el uptown blues algo salsero de Bobby Blue Band: son para públicos radicalmente distintos, pero la belleza de la melodía y el lirismo de la letra las hacen accesibles a todos, Es la dignidad propia de esta balada melódica lo que le otorga clase y grandeza”.
Pero lo mejor del libro de Dylan son todas y cada una de sus (no muchas) reflexiones sobre la música, sobre las canciones. Escribir canciones, dice el autor de «License to kill», “se basa en reducir los pensamientos a su esencia”. Y es que “a menudo, el arte se reduce a lo que no se dice”.
“Como cualquier obra de arte, las canciones no buscan ser comprendidas: podemos apreciar o interpretar el arte, pero apenas hay nada que se deba comprender”.
Para Dylan, no se gana nada comprendiendo una obra de arte, sea la que sea: tu sensación y tu opinión tienen cabida.
Hablemos de rocanrol:
“El rock and roll pasó de ser un ladrillo contra una ventana a ser statu quo: de los engominados con chupa de cuero que hacían discos de rockabilly a las hebillas de cinturón con el anagrama de Kiss que venden en los centros comerciales. La música va relegándose a un segundo plano, mientras los burócratas revalúan constantemente la ratio entre riesgo y recompensa del gusto popular”.
El sonido del rocanrol “es el sonido que hizo grande a América” (entiéndase Estados Unidos, ya sabes): es “música marchosa de country y rhythm and blues, negra y blanca”.
O de soul:
“Los discos de soul, como los de hillbilly, blues, calipso, cajún, polka, salsa y otras formas musicales indígenas, entrañan una sabiduría que la gente pudiente suele procurarse en las universidades. La llamada escuela de la calle es algo real y no solo consiste en aprender a esquivar a sablistas y charlatanes: mientras que los graduados universitarios de postín hablan de amor en una ráfaga de cuartetos que detallan cualidades abstractas y atributos vaporosos, hay gente en Trinidad o Atlanta (Georgia) que canta sobre las ventajas de casarse con una mujer fea y sobre las verdades más crudas de la vida”.
De discos:
“Escuchamos discos viejos y los imaginamos sellados en ámbar, un retazo de nostalgia que existe para nuestras propias necesidades, sin pensar en el sudor y el trabajo, la rabia y la sangre que comportó hacerlo, o en aquello que podría haber sido. La grabación no es más que una instantánea de esos músicos en aquel momento. Una instantánea puede ser una creación fascinante, pero es la elección de un momento único escogido de entre una sucesión de momentos lo que la hace inmortal”.
La música, no cabe duda, la música pop(ular), es la protagonista de Filosofía de la canción moderna, qué duda cabe. Y respecto de ella, sobre la música de este tiempo que vivimos, Dylan se muestra más bien sombrío cuando hablando de una canción de uno de los grandes artistas clásicos, Hank Williams, escribe que “la música ya no es un ámbito en el que la gente proyecte sus sueños”. ¡Vaya! Por cierto, de Williams se dice aquí que “no hay nadie que pueda acercarse a él, es uno de esos artistas que pueden cantar cualquier cosa y apropiarse de la canción”. ¿Alguien a quién incluir en la misma liga? “Willie Nelson sería el único”.
“La música es un ámbito donde el conocimiento no desentraña el misterio. De hecho, puede argumentarse que cuanto más sabes de música menos la entiendes. Cojamos a dos personas, una de estudia la teoría del contrapunto, la otra llora cada vez que escucha una canción triste: ¿quién de las dos comprende mejor esa música?”.
Mucho de lo que escribe Bob Dylan sobre la música, casi todo ello, como la cita anterior, está concentrado en el capítulo en el que habla de la versión de «Black magic woman» a cargo de Santana, y es lo más interesante de todo el volumen:
“La plétora de reglas que rigen tanto la literatura de las letras como las matemáticas de la melodía son meras directrices, y aquéllos que las acatan serviles, que sólo pueden ceñirse a la normativa, corren el peligro de no trascender jamás el oficio para crear algo verdaderamente duradero”.
Lo que ocurre entre las palabras y la música, continúa el creador de «Like a rolling stone», “es más afín a la alquimia, el precursor revoltoso y menos disciplinado de la química, ávido de experimentación y plagado de fracasos con sus tentativas fallidas de convertir metales vulgares en oro: la gente puede seguir intentando convertir la música en ciencia pero, en la esfera científica, uno más uno siempre serán dos. La música, como todas las artes, incluida la de la seducción, nos dice una y otra vez que uno más uno, en la mejor de las circunstancias, suman tres”.
La música “forma parte de una era, pero es intemporal, algo con lo que confeccionar recuerdos y un recuerdo en sí mismo. Aunque rara vez lo tenemos en cuenta, la música se construye en el tiempo del mismo modo que un escultor o un soldador trabajan en el espacio físico. La música trasciende el tiempo al vivir en él, al igual que la reencarnación nos permite trascender la vida al revivirla una y otra vez”. Palabra de Dylan.
Imagen de cabecera: ‘Springtime in New York: The Bootleg Series, Vol. 16 (1980-1985) (2021)’.
Copyright del artículo © José Luis Ibáñez Salas. Reservados todos los derechos.