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Una rosa es una rosa

Nunca había devorado un clásico del manga con tanta ansiedad ni obtenido la fruición que me ha procurado el volumen 1 de La Rosa de Versalles (1972), de Riyoko Ikeda (Azake Ediciones). Nunca había prescindido con tanta premura del esfuerzo inherente que todo clásico suele requerir en su lectura y que aquí deviene precaución estéril, lastre de más. Nunca me había resultado tan fácil zambullirme en páginas añejas con devoción religiosa, y creo que ello lo dice todo respecto a la modernidad que reafirma esta obra casi 40 años después de su confección.

Cada vez me interesa más la narración popular para mujeres, dado que constituye un género (o muchos) en sí mismo, y los demás empiezan a hastiarme. Desde un punto de vista ajeno a mi propia piel, podríamos considerar el género negro, la acción, el suspense, el terror y el western como géneros para hombres, al menos tal como han sido establecidos en la práctica. Desde luego, si los cultivaran más mujeres, algunos lugares comunes serían indefectiblemente otros (pienso en el hombre maduro como figura paterna deseada/repudiada que siempre suele aparecer en las estilizadas películas de Jane Campion o Sofia Coppola, un estereotipo que no existe en la imaginería popular masculina; o, en la novela negra escrita por mujeres, el del guapo sospechoso visto como amenaza –posible violador/asesino– y objeto de deseo –posible amante/salvador– a un tiempo, dicotomía que puebla tantas y tantas fantasías femeninas).

En el caso del género romántico, las reglas son tan claras como en los demás. Los elementos argumentales, lejos de los “relatos de supervivencia física inmediata” como motivación primera a que tan acostumbrados nos tienen tantas historias hechas por y para hombres, basan sus principales armas en otras cuestiones: la apariencia, la relación social, la búsqueda de amor, el infundio, el desengaño (amoroso, pero no siempre)…

Sin ir más lejos, la boda es a la obra romántica lo que el duelo a la del Oeste, tal y como la épica es un falo enhiesto frente al regodeo viscoso del romance. Ni una saga tan “moderna” como Sex and the City puede prescindir de pagar el peaje de ese punto de clímax inevitable…

Todo ello puede parecer perogrullada y, desde luego, toda clasificación peca de reduccionista, pero para reduccionismo la dificultad que muchos varones demostramos a la hora de cruzar la frontera de género, artístico y sexual, y consumir sin objeciones cualquier obra del otro bando: sólo hace falta ver la indiferencia (y la ignorancia) teórica que ha rodeado al cómic español por y para mujeres del siglo XX o, sin ir más lejos, la considerable reducción de comentarios que provoca cada entrada de este blog cuando hace referencia a alguna obra de consumo eminentemente femenino. ¡Si hasta amigos cinéfilos de probada lucidez se deshacen en comentarios chabacanos y machistas, arguyendo paparrucha propia de formaciones intelectuales maculadas por alguna tara fetal, para justificar su desinterés hacia obras caras a mi entender, si bien de filiación genérica tradicionalmente femenina!

En mi caso, para la elaboración del guión de Olimpita (2008), me fue muy útil por ejemplo leer novela romántica estándar escrita por autoras, descubrir la manera solapada en que abordan el erotismo (pero cuando se desatan, ríete de Henry Miller: como en la vida misma) o la facilidad con que rehúyen concretizar los momentos de crueldad física. Eso fue lo que me decidió, por ejemplo, a que nunca viéramos explícitamente el maltrato sufrido por nuestra protagonista; o que la connotación “libidinosa” de la historia viniera dada exclusivamente por su punto de vista. Por ilustrarlo de manera clara: la cámara nunca se regodea en el cuerpo de Olimpita, más bien en los cuerpos que ella admira.

La Rosa de Versalles es un completo catálogo de subrayados femeninos: donde el autor masculino tradicional tiende inconscientemente a acentuar las acciones puras, el movimiento, el acto de violencia, el riesgo, la espectacularidad meramente visual y el detalle escabroso, la autora suele optar por el congelado de SENTIMIENTOS de afecto u odio, la estampa amorosa y el detalle de ropajes, especialmente de vestidos lujosos y elaborados peinados. Si añadimos el hecho de que muchos personajes femeninos de este manga poseen casi exactamente los mismos rasgos faciales y a veces solamente podemos distinguirlos por sus ropajes y/o cabellos, recibiremos mucho más vívida aún esa sensación de estar asistiendo a un completo catálogo de vestuario y estilismo del siglo XVIII, mediante clones-base idénticos entre sí, semejantes a “maniquíes” desnudos (los personajes-tipo del manga), o una suerte de Airgam Gals que adquieren personalidad diferenciada con el envoltorio (peluca y traje) que la autora otorga a cada una.

La Rosa de Versalles cuenta con un aliciente que para mí la hace una obra maravillosa: como relato visual, es una montaña rusa capaz de procurar un goce insuperable al lector. Aunque en él esté posiblemente el germen de todo, ni en Osamu Tezuka (al menos en las obras suyas que yo he consultado) he podido hallar tal alud de juegos (narrativos) reunidos: yuxtaposiciones de perspectivas, rostros o acciones; metonimias visuales; síntesis abrumadoras; imbricación de personajes en más de una viñeta… todo ello conviviendo muchas veces, de forma feliz, en la misma página.

Esta obra es un cursillo acelerado de cómo narrar en cómic, aprovechando al máximo las posibilidades formales del medio físico, antes que limitándose a usar el encuadre y el marco de las viñetas como mera cámara y pantalla cinematográficas. Si hubiera que representar La Rosa de Versalles, literalmente, sobre una pantalla de TV o cine, a los dos minutos los espectadores no soportarían tal avalancha informativa, hasta tal punto la superposición de imágenes y el recorrido de la mirada son sumamente vitales en su decodificación. La exposición de esta obra está milimétricamente pensada como cómic. Sería fallido e inútil trasladarla tal cual al medio cinematográfico: al contrario que tantos y tantos cómics, que pueden “cortarse y pegarse” como cine, porque antes ya eran una película.

Obviamente, claro que sí, la sombra de Tezuka sobrevuela también sobre La Rosa de Versalles: desde el motivo temático que define al personaje principal (la confusión de la identidad sexual, un referente clásico de la literatura universal, que Tezuka trató en La Princesa Caballero y al que Ikeda saca tanto morboso provecho en La Rosa…), ese Lady Oscar que, al igual que las casquivanas cortesanas de palacio, jamás consigo imaginarme como mujer; a la caricaturización de los “actores” en escena cuando tocan momentos bufos… Y, probablemente, la mayoría de recursos narrativos también procedan del maestro.

Pero Ikeda multiplica por mil dichos recursos y su perspectiva esencial es distinta a la del creador de Astro Boy.

Le he estado dando muchas vueltas al motivo por el que La Rosa de Versalles es tan radicalmente distinta a cualquier obra de Tezuka que yo haya leído. Solamente se me ocurre una explicación: la limitación como dibujante de Riyoko Ikeda. Allí donde Tezuka utiliza el plano general para detallar en todo su esplendor la descripción de una acción espectacular, Ikeda, por limitaciones artísticas –sus personajes no se mueven con la “soltura” de los de Tezuka, suelen pecar de cierto hieratismo, y sus fondos son mínimos, casi de dibujante fanzinero– o por interés específico, articula su fábula en torno a cientos de primeros planos, al vórtice particularizado de cada situación, al aislamiento de elementos visuales y otras mil variantes concretas que indican, que “representan” indirectamente todo lo que está ocurriendo alrededor, recogiendo el eco de la acción circunstancial que, como en el teatro, la mayor parte de las veces se da “fuera de campo” o escenario. Naturalmente, como suele pasar en todo medio artístico, de la limitación inicial proviene muchas veces una mayor creatividad, que sustituye –multiplicando en ocasiones su resonancia estética y expresiva– lo que el talento directo no permite. Ello hace mucho más interesante el método de Ikeda que el de la mayoría de mangakas virtuosos.

Además, Ikeda propone un ESTATISMO eminentemente femenino frente al DINAMISMO tezukano. Los sentimientos son lo importante, antes que las acciones que esos sentimientos generan. La congelación del instante emotivo prima sobre la exacerbación del movimiento. La emoción es generada desde la pose antes que desde la acción.

Todo ello me resulta apasionante desde un punto de vista teórico y su volcado práctico. Sea cual sea la razón última, el “duende” de Ikeda se traduce en páginas de un entreverado formal que para el muy profano puede resultar inextricable o cansino, pero que aporta un sabor único y excepcional a la obra.

Por extensión, partiendo del modelo establecido con La Rosa de Versalles, también me resulta fascinante la dificultad que supone para un tándem creativo (esto es, guionista y dibujante) desarrollar cómics cuyo reto formal constituya seguir esa senda: desde el punto de vista narrativo, fundamentalmente. Casi todos los guionistas de cómic que trabajan con dibujante se ocupan de desarrollar lo que se da en llamar “la historia” (la trama argumental), pero raramente se preocupan del enunciado formal de las páginas: son/somos, como si dijéramos, artesanos de contenidos, pero poquísimas veces diseñadores de continentes, tarea que el propio dibujante suele apropiarse por motivos no siempre tan evidentes: ¿sólo porque la vertebración de la página en viñetas es una decisión de cariz visual? Existen muchísimas excepciones de guionistas que sí se involucran en el “dibujo” de la planificación de página, como un Alan Moore o un Carlos Portela, pero también existen muchísimos más casos que corroboran la otra práctica: entre otras razones, porque no forma parte del interés artístico de los autores o/y, asimismo, porque muchas veces resulta dificilísimo encontrar el engranaje de comunicación adecuado que permita al guionista aplicar decisiones de planificación formal junto al dibujante, cuando no es éste quien se arroga automáticamente todas las cuestiones referentes a ese campo. Por motivos de pura viabilidad, siempre será más fácil tomar decisiones plásticas –y sobre todo las específicas del diseño de viñetas y página– cuando el autor del cómic es uno solo. Pero deberíamos luchar (al menos todos los que, como yo, estamos “condenados” a trabajar en equipo) por que no fuera así.

Después del buen recibimiento que está obteniendo Olimpita, a Joan Marín y a mí nos han planteado desarrollar una nueva novela gráfica para Norma Comics. Personalmente, y aprovechando la ventaja visual que proporciona el que casi siempre elabore mis guiones en forma de storyboard, estoy en situación de ir un poco más allá de lo que el formato de guión mecanografiado –herramienta casi idéntica a la cinematográfica y que aun hoy muchísimos guionistas utilizan como vehículo básico de comunicación con el dibujante– suele permitir expresar. Joan y yo ya estamos más fogueados como equipo y el objetivo que nos hemos marcado promete mucho, al menos a nuestros propios ojos. Así que ya solamente es cuestión de sentarse a la mesa con una resma, un lápiz y un sacapuntas. Ah, y una goma de borrar, cuyo aroma es lo que más me gusta del proceso. Cada vez que guionizo un cómic me siento como si volviera al colegio. A una parte grata del colegio, se entiende.

La Rosa de Versalles es un modelo de narración historietística y de inspiración creativa que recomiendo fehacientemente a cualquier aficionado.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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