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‘Una revolución llamada Rasputín’: la fábula del monje loco y la niña hiperracional

Hernán Migoya y Manolo Carot exploran en este soberbio cómic la personalidad de un Rasputín que se aleja de los clichés y se muestra como un defensor de los desfavorecidos

Rusia, 1916: un imperio al borde del abismo, un místico campesino, convertido en gurú de la corte zarista, y una niña, demasiado adulta para su edad, cuyo nombre resonará entre los mitos del capitalismo americano. Una revolución llamada Rasputín, de Hernán Migoya y Manolo Carot, toma este caos y lo despliega en un cómic formidable, que se balancea entre la veracidad histórica y la ficción.

Este Rasputín guionizado por Migoya y espléndidamente dibujado por Carot retrata uno de esos momentos históricos en los que el telón cae para luego elevarse ante un nuevo escenario.

El protagonista es un loco lúcido que quiere hacer las cosas a su modo. Aunque el cine nos lo ha vendido como un tipo rijoso y siniestro, su figura no es aquí un compendio de excesos hollywoodenses, sino algo más complejo. La primera sensación es que Rasputín se hunde en los placeres más mundanos, pero también encuentra algo parecido a la redención al alinear su destino con los desposeídos o con minorías perseguidas, como los judíos.

A su lado, o frente a él, está su pequeña aliada: la futura filósofa Ayn Rand, que por entonces aún se llamaba Alisa Rosenbaum. Una cría que parece haber madurado de forma fulminante, con ese desparpajo temprano que no vuelve a repetirse en la edad adulta.

Un prodigio gráfico

Partiendo de una propuesta inicial de Carot, este retrato de Rasputín y su mundo es un prodigio gráfico. «No podía haber concebido mi guion -dice Migoya– para una destreza con el lápiz y unas acuarelas más delicadas y bellas que las de su dibujante, Manolo Carot. Creo que es una obra para leer y que el lápiz de Manolo la ha convertido en una obra para mirar y remirar. Para perderte mirando en la turbulenta y hermosa Rusia de 1916. Ha sido una de las más ricas experiencias creativas que he vivido y espero que, en alianza con el dibujo exquisito de Carot, se convierta también en una experiencia inolvidable para vosotros».

En lo narrativo, la ambivalencia acompaña al personaje principal en todas las esferas. Aunque todo hace temer por su equilibrio psíquico y moral, también adquiere, como dijimos, una faceta positiva. Por no hablar de que casi tuvo en sus manos el futuro de la dinastía Románov. Así lo plantea Migoya: «Dudé muchos meses sobre cómo abordar la historia que quería contar en Una revolución llamada Rasputín, ya que, pese a su innegable carisma, el Monje Loco resultaba todavía una figura demasiado trágica y tenebrosa, sin mucho contraste en su negra época. Y de pronto caí en que la escritora Ayn Rand también vivió esos años, una niña todavía en los tiempos de Rasputín. Descubrir que a su corta edad se mostraba partidaria de Kérenski en la vía parlamentaria de la Revolución y que ya era atea y antizarista me decidió a convertirla en coprotagonista de nuestro álbum».

Confrontar a este místico y flagelante, demasiado radical para la Iglesia Ortodoxa, un «dionisíaco de 47 años, con una niña hiperracional de 11 en la Rusia prerrevolucionaria de 1916 permitía ese contraste que yo anhelaba: el de cómo dos presuntos polos opuestos pueden terminar respetándose y comprendiéndose en una época de extremos ideológicos y muerte al por mayor».

El lado oscuro del pueblo

La Rusia recreada por Carot con una paleta de acuarelas elegante y precisa adquiere desde las primeras páginas una dimensión dramática. Todo en este relato parece trágico y premonitorio. Las conspiraciones hierven. Y el pueblo, atendiendo a promesas imposibles y pensando en todas esas cosas que iban a ser y no fueron, se convierte en una turba que solo piensa en encender antorchas. Nada que ver con las masas heroicas que filmó Eisenstein.

«Uno de los temas que Manolo Carot y yo enfocamos -señala Migoya– es qué pasa cuando el pueblo muestra su lado primitivo y reaccionario. ¿Miramos para otro lado?
El mundo cultural lo hace masivamente: si el pueblo no vota lo que nos gusta, seguimos diciendo que ese no es el pueblo, o que ha sido engañado o (con un paternalismo un poco ególatra) que necesita ‘ser educado’. ¡Y que seguimos estando del lado del pueblo, aunque el pueblo nos acabe de demostrar que no es así! Pero el pueblo, como la oligarquía, muchas veces es retrógrado y brutal. De eso va también nuestro cómic».

La tragedia de Raisa

Rasputín no es héroe, Rand no es una criatura ingenua. Son fuerzas opuestas, chocando en una trama que no promete justicia ni reconciliación. Lo que hay es una verdad incómoda: en los cambios de época, bajo cualquier bandera ideológica, siempre habrá víctimas.

Una de esas víctimas es un personaje femenino que adquiere fuerza en esta obra, y que como tantos otros compatriotas, va a tientas y acaba tropezando. «La joven Raisa ‒cuenta Migoya‒ desea estudiar en la universidad de Petrogrado (San Petersburgo), pero para ello debe solicitar la ‘cartilla amarilla’, documento que te acredita como prostituta, única manera de que siendo judía las autoridades te permitan vivir legalmente en la gran ciudad. Así era en la Rusia de 1916″.

«Raisa -añade- es casi el único personaje de ficción en este cómic: nació inspirada por la actriz alemana Carola Neher, la coprotagonista de esa joya que es La comedia de la vida, deslumbrante filme de Pabst basado en la obra musical La ópera de tres peniques de Bertolt Brecht y Kurt Weill. La vida de Neher también estuvo marcada por la tragedia».

Neher escapó del Tercer Reich, pero su refugio en la Unión Soviética fue para ella una trampa mortal: «Denunciada como trotskista, en realidad fue condenada a diez años en un campo de trabajo, pero tras un lustro de encierro falleció de tifus. Tenía 41 años.

Cada vez que me invade la melancolía, entro a internet a mirar cómo canta, vestida de novia y henchida de vida, riendo desdeñosa, el famoso tema conocido en inglés como ‘Barbara Song’. Su fuerza, su clase, su gracia, su belleza heterodoxa de diamante sin pulir ¡que por suerte se negó a pulir! me transmiten una paz gozosamente taciturna.

De esa misma energía primaria y tristeza innata, de casi un determinismo funesto, quería imbuir al personaje de Raisa, porque su destino estará también marcado por las políticas nacionales: esa terrible angustia de sentir que los hilos de tu vida han quedado enganchados en el cruel engranaje de los asuntos de Estado y sólo puedes debatirte con angustia en el aire, esperando que la maquinaria te aplaste como a tantos millones más. Los emigrantes conocemos bien esa sensación. El lápiz y el color de Manolo Carot, como siempre, dotaron a Raisa de todas esas cualidades mencionadas y superaron de nuevo mis expectativas».

Una obra poderosa

A estas alturas, ya está claro, supongo, que este álbum pertenece a una categoría elevada. No solo por su calidad artística, sino por su reflejo de una sociedad que toma impulso antes de girar bruscamente.

Una revolución llamada Rasputín es un cómic, sí, pero también una elegía. A un mundo agonizante, a las ideas que nacerían sobre su cadáver.

Como podrán comprobar sus lectores, aquí aflora esa pregunta que se cuela en cada página: ¿qué hacemos con los Rasputines y las pequeñas Rands que nos avisan cuando el gran portón del infierno vuelve a crujir?

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.