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¿Una república racista?

Todo es un símbolo en esta representación de la Academia de Platón, desde las vestimentas del maestro, que lo equiparan a Jesucristo, a los doce discípulos. El pintor Jean Delville, por supuesto, no destacó en la escuela de Platón, sino en la simbolista.

Sócrates, en la larga conversación que mantiene con Glaucón en el interior de La República de Platón, propone un estado ideal en el que habría tres clases sociales claramente diferenciadas, la de los arcontes o guardianes, la de los auxiliares, en la que se incluiría tanto a los militares como a lo que hoy llamaríamos funcionarios, y el resto, todo el pueblo, artesanos, comerciantes, trabajadores…

Tras intentar resolver el problema del amor a la patria contando a los ciudadanos que todos han nacido de la tierra y que por tanto deben defender esa tierra concreta que les ha dado la vida, sugiere otro mito para que no solo defiendan a la patria, sino para que acepten sus leyes sin discusión. Este nuevo mito afirmaría que la razón por la que el estado se divide en tres clases se debe a que quienes pertenecen a cada una de ellas están compuestos fundamentalmente por oro, plata y bronce, que los dioses han puesto en ellos.

Hay que entender que Sócrates no quiere decir que los dioses hayan puesto literalmente los metales oro, plata y bronce, sino que les han dado cualidades excelsas, buenas y vulgares. Es solo una metáfora visual para entender que unos ciudadanos están mejor dotados que otros ya desde su nacimiento. En ocasiones, Sócrates también distingue entre la raza de bronce, a la que pertenecerían los artesanos, y la raza de hierro, compuesta por los labradores y quizá otros trabajadores.

Los dos mitos parecen contradictorios a primera vista, porque si todos los ciudadanos son hijos de la tierra y hermanos entre sí, no parece razonable que después sean tan distintos: unos de oro, otros de plata y otros de bronce o hierro. Sin embargo, Sócrates enseguida aclara que esas tres razas no lo son por pertenecer a una familia de oro, plata y bronce, es decir no propone un racismo estricto, sino que dice que a las personas que nazcan en su república ideal hay que contarles más o menos la siguiente fábula: “Puesto que todos sois congéneres, la mayoría de las veces engendraréis hijos semejantes a vosotros mismos, pero puede darse el caso de que de un hombre de oro sea engendrado de un hijo de plata, o de uno de plata uno de oro, y de modo análogo entre los hombres diversos”.

Parece, por tanto, que lo más frecuente es que cada clase social engendre hijos de su misma naturaleza, pero no siempre sucederá así y pueden darse accidentes. Tal vez porque los dioses lo han decidido así o quizá porque Sócrates tenía un vago vislumbre de lo que hoy en día llamaríamos mezcla genética con resultados no siempre previsibles. Enseguida veremos que Sócrates, en efecto, llegará a hablar de mejorar la raza de humanos como se mejora una raza de perros.

Lo más probable, sin embargo, es que, al señalar estas excepciones, Platón estuviera pensando en personas a las que había conocido y que destacaron como grandes sabios o valientes guerreros a pesar de ser de origen humilde. No en su propio caso, puesto que él pertenecía a una de las mejores familias de Atenas, emparentada ni más ni menos que con Codro, el último rey de Atenas, pero si pensaba casi con total seguridad en su adorado maestro Sócrates, hijo de una comadrona y un cantero, que es quien expone la teoría en La República y, por ello, resultaría también inexplicable que el creador y legislador de la sociedad perfecta hubiera sido expulsado de su propia utopía debido a su humilde origen. Para evitar que una situación tal se produzca, una de las tareas de los guardianes, la clase gobernante, consistirá en detectar a las personas que, a pesar de nacer en una clase social determinada, posean mezclas importantes de los otros metales. No solo para que los de las clases inferiores accedan a los privilegios de las clases superiores, sino también en el sentido contrario, para que los de las clases superiores sean enviados al lugar que verdaderamente les corresponde:

“En primer lugar y de manera principal, el dios ordena a los gobernantes que de nada sean tan buenos guardianes y nada vigilen tan intensamente como aquel metal que se mezcla en la composición de las almas de sus hijos. E incluso si sus propios hijos nacen con una mezcla de bronce o de hierro, de ningún modo tendrán compasión, sino que, estimando el valor adecuado de sus naturalezas, los arrojarán entre los artesanos o los labradores”.

Sócrates adopta, en cierto modo, uno de los procedimientos más célebres que se aplicaban en Esparta a los niños deformes: arrojarlos por un precipicio para que la raza espartana no se degradara. Pero Sócrates (o su discípulo, Platón, que tanto admiraba a Esparta) no propone que se haga esta selección atendiendo a las cuestiones físicas, sino más bien a las morales e intelectuales. En cuanto a los de las clases más bajas, como ya se ha dicho, “si nace alguno con mezcla de oro o plata, tras tasar su valor, los ascenderán entre los guardianes o los guardias, respectivamente”.

Todas estas operaciones de nivelación social en función de los talentos naturales se sustentarán ideológicamente con otro mito o fábula, y ya van tres: “con la idea de que existe un oráculo según el cual el Estado sucumbirá cuando lo custodie un guardián de hierro o bronce”.

Se podría considerar, quizá dejando aparte el recurso a los mitos, que algunas de las ideas de Platón se aplican en las sociedades modernas, en las que, incluso aunque no haya una separación de clases tan estricta, sí existen mecanismos compensatorios, como las becas y las ayudas estatales o privadas para aquellos estudiantes que, por no haber nacido en una familia pobre, no tienen acceso a los recursos con los que cuentan los ciudadanos más privilegiados. Lo que no se hace casi nunca, que yo sepa, es enviar a los hijos de aristócratas o ricos que no demuestran talento alguno a las minas de carbón, sino que se prefiere enviarlos a los platós de televisión, para que puedan seguir haciendo dinero con los pocos talentos que los dioses, la educación o el destino les han concedido.

Sócrates, en cualquier caso, parece tener en estos asuntos una concepción de la biología humana marcada por un fuerte determinismo, que parece hacer que las personas nazcan  en la clase que les corresponde, aunque con un cierto grado de azar que se debe tener en cuenta.

De todos modos, no basta con los dones naturales, sino que estos deben ser detectados, fomentados y desarrollados mediante una cuidadosa educación, en la que los mitos, de nuevo, jugarán un importante papel

Un mito político

En Una mentira noble me referí al mito que Sócrates propone contar a los hombres que nazcan en su república ideal: que han nacido de la tierra misma y que por ello deben defenderla hasta la muerte, pues es su propia madre. Es una manera de fomentar el patriotismo quizá innecesaria, pues es fácil constatar que pocas cosas se dan con tanta naturalidad y espontaneidad como el sentimiento patriótico.

No parece necesario crear un elaborado mito para que las personas sean patrióticas o nacionalistas, sino que más bien, hay que hacer un tremendo esfuerzo cultural a lo largo no ya de años, sino de siglos, para que los seres humanos se vayan haciendo menos locales y más universales desde el punto de vista moral. Muchos, incluso casi todos los llamados “traidores a la patria”, actúan movidos por ese amor casi fanático a la patria, que solo puede ser sustituido de manera fácil por un amor no menos fanático a la raza, a los dioses o a la ideología.

En realidad, el mito que nos propone Sócrates no tiene el propósito de fomentar el patriotismo o el amor a la madre tierra, sino lograr la obediencia a las leyes de esa República ideal que quiere crear. Conseguir que los ciudadanos no cuestionen los preceptos, la ordenación social, esa división en tres clases (guardianes, auxiliares y pueblo) o las diversas disposiciones que Sócrates quiere establecer en su utopía.

Antes de continuar, se debe recordar que cuando escribo «Sócrates” me estoy refiriendo al Sócrates que habla en el interior de los diálogos de Platón y que, al menos en el caso de La República, sin duda tiene poco que ver con el pensamiento de Sócrates y mucho que ver con el de Platón. Parece haber pocas dudas de que el Sócrates que caminó por Atenas charlando con decenas de amigos, pertenecientes a todas las escuelas filosóficas, era más bien un demócrata crítico, pero un demócrata, tal como se muestra en los diálogos tempranos de Platón, en especial en el Critón, aunque la cuestión está lejos de haber quedado resuelta, pues el juicio a Sócrates fue por negar a los dioses de la ciudad y atentar contra los principios democráticos. En cualquier caso, la utopía que Sócrates propone a Glaucón en La República, parece claramente una invención del hermano de Glaucón, es decir, de Platón.

Regresemos al mito que Sócrates propone para educar a los ciudadanos, porque no consiste solo en decirles que han sido criados en las entrañas de la madre tierra, como los spartoi de Cadmo, sino que incluye otra fábula, que servirá para justificar la división social de esa República utópica: “Vosotros, todos cuantos habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en las de los labradores y demás artesanos”.

El mito, como se ve, sirve para justificar que haya tres clases sociales, una de oro (los arcontes o guardianes), una de plata (los auxiliares o militares y ‘funcionarios’) y una de bronce (el resto de la población). Sin embargo, enseguida veremos que esas tres clases de oro, plata y bronce no están establecidas completamente por la genética, que lo de Platón es, por supuesto, clasismo, pero no racismo estricto. Y todavía, de todos modos, quedará el problema de cómo convencer a los ciudadanos para que crean a pies juntillas en estos mitos.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.