El cine es, quizá, el único arte que, estrictamente, ha creado la cultura de la industria. Sería impensable sin ella, aunque los aportes de otras artes precedentes, de la pintura a la historieta, pasando por el teatro, la novela, el ballet y la ópera, fueron decisivos en cuanto al contenido de las imágenes.
Pero nada de ello se habría cristalizado en una pantalla sin la electricidad, el celuloide, las emulsiones, los utillajes de filmación. Un arte del movimiento, mecánico y fantasmal al mismo tiempo, que recuperó algunos espacios con el carácter litúrgico de antiguas religiones.
En efecto, el cine construyó sus propios templos, lujosos y recargados, de una suntuosidad muy por encima de la media cotidiana de sus clientes: lo mismo que una catedral.
Celebró sus ritos en la oscuridad de las cuevas iniciáticas, estableciendo su fauna de dioses luminosos, con gigantescos rastros, en el cuadrado mágico e intangible de la pantalla.
Una multitud de desconocidos, de gente que se aproximaba sin saber nada unos de otros, se apiñó ante el altar de los divos efímeros y comulgó en el silencio de la hipnosis, de la suprema ilusión: una serie de fotografías estáticas generando la impresión del movimiento por un truco de los residuos retinianos.
Es esta liturgia la que se extinguió cuando la gran sala fue sustituida [antes de la llegada del DVD, del Blu-ray o de las plataformas digitales] por la casera sección de vídeo. Aparte de lo que pudieran decir los eruditos acerca de la peor calidad de la imagen (y, sobre todo, del mediocre sonido televisivo, especialmente deficiente en materia de música) y de pérdida del encuadre y la profundidad del campo [Problemas técnicos que los soportes digitales irían solucionando con el paso de los años].
Es un entorno que se pierde: la penumbra henchida de gente sin nombre, el imperio de los fantasmas descomunales, la dispersión de los fieles hacia rincones indescifrables de la gran ciudad, el reconocimiento en el rostro amado de la estrella favorita, como se reconocen los feligreses de un culto determinado por medio de un gesto característico.
En casa, la mediación de los conocidos, la campanilla del timbre, los horarios de la comida, el trajín culinario, interfieren en la hipnosis cinematográfica, reduciendo la ceremonia a un trámite cotidiano.
Es difícil asistir a la escena del balcón entre Romeo y Julieta mientras la niña (la de casa) habla con su novio por teléfono, o conmoverse ante la batalla de Alejandro Nevski contra los teutones si la abuela ha decidido sopar sus galletas en el café. Todo se convierte en sucedáneo posmoderno de un objeto para siempre e infinitamente remoto.
También vamos perdiendo la calle, el tramo intermedio entre la casa y el cine, el pasaje por la luz del día o los focos de alumbrado a la oscuridad de la sala. Perdemos el contacto con el exterior, con los anónimos compañeros de nuestro tiempo y nuestro lugar, perdemos calles, esquinas, arboledas, espacios abiertos. Perdemos la promiscuidad de la urbe, reducida a un murmullo lejano percibido desde nuestro salón donde ruge el televisor.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.