Juan Malpartida ha publicado el segundo volumen de sus diarios, Estación de cercanías (Fórcola, Madrid, 2015). Un diario es el quedarse a solas el escritor consigo mismo, en una suerte de diálogo donde hay un ausente, según el epígrafe del libro. Esa ausencia es la que incita a la escritura, la que excita su elocuencia. Es un encuentro con las irreductibles obsesiones que son los temas de un escritor. Un autoexamen, si se quiere, aunque la palabra examen esté cargada de connotaciones molestas: un tribunal, alguien que debe ser juzgado, aprobado o reprobado.
Nada de eso ocurre cuando un escritor inventa, o sea que halla lo que no busca y lo examina. Recuerdo al personaje de Novalis, que escarba en una mina de carbón y da con un diamante. A la luz, el carbón la rechaza y el diamante la multiplica. Es lo que consigue Malpartida en su diaria deriva entre unas palabras que no pueden ser sino suyas y se vuelven de todos.
En una apretada nota como ésta sería imposible siquiera describir la riqueza del escritor aficionado a la mineralogía del lenguaje. Me detengo simplemente en una página donde narra su primer encuentro con la poesía. Nada más que un encuentro, nada menos. Corrijo: el Encuentro. Estaba cenando en familia y, de pronto, se sintió extraño. Las conversaciones que oía se tornaron opacas y dejó de escucharlas. Se marchó a su habitación, a seguir leyendo alguna novela recorrida a medias. No lo hizo sino que se sumergió en un libro de poemas. Cito: “Fatalmente sentí que ese lenguaje poseía algo maravilloso y terriblemente especial”. Hay connotaciones: una grieta, una herida bruscamente cicatrizada, la transfiguración del lector en otro, una especie de huérfano que, como en toda orfandad, busca una reparación. Y esa reparación no era el ensimismamiento, la afirmación del yo digo, sino la otredad, lo que ellas, las palabras, me dicen. Soy el entredicho, alguien al cual interpelan.
La poesía, leída, releída ‒seguramente, muchos otros habían leído esos versos antes que él‒ le ha producido una extrañeza y en esa extrañeza se ha reconocido. El poema lo ha obligado a preguntarse quién es. La poesía, reflexiona, es una presencia que alcanza a conformar el ser, una forma de ser. Se sale del movimiento circular de la vida –sigo citando– sin saber hacia dónde vamos pero con una gozosa confianza en la palabra: gozosa, no necesariamente placentera ni doliente. Gozar es perderse para hallarse en un ejercicio de borramiento de los límites. En el uso corriente del lenguaje ponemos confines, significamos. Al poetizar, vamos más allá. Ya veremos hasta dónde llegamos.
Con esta clave puede leerse, quizá, toda la poesía de Malpartida. Desde luego, la narración de la escena, que en un mero prosista habría sido una anécdota, la excede. Es un ejemplo de cómo, sin someterse a examen, sin embargo la poesía examina a la palabra. No se trata de poesía intelectual porque este adjetivo limitaría a priori un espacio y despoetizaría la faena, que consiste en respetar la libertad de la palabra. Se trata de una poesía que alcanza al intelecto, lo cual es lo contrario. Una poesía que intelige, una poesía inteligente, que entiende al decir y no obliga a decir a las palabras. Los poetas a los que frecuentemente alude Malpartida –Octavio Paz en primer lugar pero también Eliot, Valéry, Antonio Machado– lo han hecho. Poesía: orfandad del verbo. Como si nadie nunca hubiera conseguido activar esas palabras que son el poema. De pronto, en el silencio del mundo, el decir empieza. El carbón ilumina la noche porque ya no es carbón sino diamante.
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