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«Una fantasía del porvenir» («Just Imagine», 1930), de David Butler

La ciencia-ficción era un género de popularidad creciente a finales de los años veinte del pasado siglo gracias no sólo a la literatura pulp, sino a películas de gran impacto visual, como Metrópolis (1926).

Los productores de Hollywood no permanecieron impasibles ante el revuelo que cosechó la cinta de Fritz Lang. Precisamente en 1926 se había proyectado en Estados Unidos la primera película con banda sonora orquestal pregrabada: el romance histórico Don Juan (1926). Un año después, El cantor de jazz añadió, además, diálogos y su inmenso éxito convenció a todos los estudios de Hollywood a pasarse al sonoro sin mirar atrás.

Así que, ¿por qué no hacer una película de ciencia ficción al estilo de Metrópolis pero con un genuino estilo americano? Y no sólo hablada sino en que la música fuera un elemento fundamental. Los productores de la Fox que dieron el visto bueno a Una fantasía del porvenir decidieron obviar el incómodo hecho de que Metrópolis no sólo había sido un triunfo creativo, sino también una catástrofe financiera.

Cuando se estrenó esta película, tan solo habían pasado tres años desde que el cine había cambiado por completo gracias a la introducción del sonido. Sin embargo, aunque la metamorfosis fue rápida no fue instantánea y el medio se hallaba todavía en un estado de transición. Los cambios fueron más profundos de los que un análisis superficial pudiera revelar. Por ejemplo, las películas mudas podían rodarse y proyectarse en cualquier país del mundo sin más que cambiar los intertítulos. El cine sonoro, aunque podía doblarse o subtitularse, era mucho menos exportable; la cultura del país que lo había producido quedaba impresa en el celuloide con mayor nitidez y profundidad que en el cine mudo. La inmediata consecuencia para el cine de ciencia ficción, fue que la mayoría de los films de este género desde los años treinta fueron producidos en países anglófonos. Si, también había buenas obras rodadas en otras lenguas, pero en un siglo XX dominado por el inglés, su poder de penetración en el mercado sajón era muy reducido.

Por otra parte, en esta nueva era los cineastas intentaban sacar partido del recién descubierto sonido buscando inspiración y recursos en otros medios expresivos, como la radio o el vodevil. Los productores/guionistas/compositores de Una fantasía del porvenirLew BrownG.G. DeSylva y Ray Henderson se habían labrado su reputación como equipo creativo de varios espectáculos de Broadway antes de debutar en la gran pantalla con un éxito, Sunny Side Up (1929), un ligero musical romántico. Así, más que de la ciencia-ficción literaria más purista, es de esa tradición de musical teatral de donde extrae su base Una fantasía del porvenir, película a la que se ha definido en más de una ocasión como una Metrópolis reinterpretada según el gusto de Broadway.

La película recurre a una figura clásica de la ciencia-ficción: el del durmiente viajero en el tiempo. Desde el Rip Van Winkle de Washington Irving hasta El dormilón (1973) de Woody Allen, fueron muchos los autores que se sirvieron de esa inverosímil herramienta narrativa que permitía trasladarse al futuro sin necesidad de tecnología alguna: Mary W. ShelleyMark TwainW.H. HudsonEdward Bellamy o H.G. Wells por nombrar sólo algunos de los escritores reseñados en este espacio.

Aunque ya era algo obsoleto en el ámbito de la literatura (si bien en otros campos seguía vigente, recordemos el héroe del cómic Buck Rogers, creado tan solo un año antes del estreno de esta película), los guionistas no quisieron complicar las cosas para el espectador y volvieron a utilizar la misma herramienta: en los años treinta, un hombre (El Brendel) es alcanzado por un rayo mientras juega al golf. Reanimado por los científicos del Nueva York de 1980, se encuentra con un espectacular mundo de maravillas tecnológicas en el que los vehículos aéreos han reemplazado al tráfico rodado, la arquitectura colosal exhibe edificios que alcanzan los doscientos pisos de altura, la comida viene presentada en forma de píldoras, los bebés se extraen de máquinas expendedoras y la gente ha abandonado los nombres, utilizando sólo series de letras y números. Hay puertas de apertura automática, comunicación visual a distancia al estilo Skype, secadores de mano…

J–21 (John Garrick), el hombre con el que hace amistad nuestro viajero –al que rebautizan como Single–0–, se declara a una chica, LN18 (Maureen O’Sullivan), pero su enlace matrimonial es rechazado por las autoridades al ser considerado inadecuado (y es que ni siquiera en este futuro aparentemente perfecto, el gobierno puede dejar de entrometerse, dando o negando consentimiento a las pretensiones matrimoniales). Así, J21 decide alistarse en la primera misión tripulada a Marte y probarse digno de su amada. Sus amigos Single–0 y RT–42 le acompañan en la aventura.

En el planeta rojo se encuentran con el recibimiento de atractivas marcianas de rasgos orientales y peluca afro que les deleitan con diversos números musicales. La población está compuesta por gemelos de divergente orientación ética: el uno tiende al Bien y el otro al Mal. Por supuesto, los protagonistas, convertidos ahora en héroes mundiales, lograrán regresar a tiempo para evitar la forzada boda de LN–18 y ofrecer al espectador el esperado final feliz a tono con el ligero desenvolvimiento del resto de la historia.

Era la época de las Exposiciones Universales futuristas y la fiebre de los rascacielos ciclópeos. Henry Ford había revolucionado el concepto de la fabricación en cadena con su Ford T. Nuevos electrodomésticos comenzaban a estar disponibles… Una fantasía del porvenir abraza el modernismo, la industrialización y la automatización en mucho mayor grado de lo que lo hizo Metrópolis –aunque con menor genio innovador–. Eso sí, lo hace con un claro barniz humorístico, especialmente en lo que se refiere a la Prohibición (entonces en vigor) y, sobre todo, la fiebre por la automatización: las píldoras alimenticias, los aeroplanos personales que sustituyen a los coches (cuyos modelos tienen nombres judíos, una referencia directa e hiriente al declarado antisemitismo de Henry Ford)… Incluso las parejas pueden conseguir sus retoños de máquinas expendedoras.

Desgraciadamente, los chistes son tontos, algunos de los juegos de palabras embarazosos de tan malos y el argumento absolutamente trivial y olvidable, punteado por números musicales como el titulado «I Wish I Could Meet A Gal Like Grandma» (Ojalá conociera a una chica como mi abuelita), propios de una tradición, la del vaudeville, hoy definitivamente caduca.

En términos de ciencia-ficción, hay poca reflexión que hacer para tanto esfuerzo en recrear de forma realista el aspecto visual de la ciudad del futuro. Por ejemplo, el restringido número de habitantes que debe haber si tenemos en cuenta la cifra límite de combinaciones letra/número que forman sus nombres); los astronautas no necesitan casco ni traje de presión en Marte y, aparentemente, toda la población del mundo del futuro será caucásica: sólo durante un breve momento vemos a un científico de raza asiática.

El aspecto visual del film es hoy todo un icono del futuro modernista. Los responsables del diseño de producción, dado la poca enjundia del argumento, hicieron un trabajo sobresaliente. Los efectos visuales –a cargo de Ralph Hammeras y Kenneth Strickfaden– y los decorados art-deco –creados por Stephen Goosen– son impresionantes y logrados a base de vaciar el monedero: sólo la construcción de la maqueta de Nueva York requirió el alquiler de un hangar para dirigibles y el desembolso de un cuarto de millón de dólares, cifra muy abultada en aquella época. Las escenas en Marte cuentan no sólo con algunas coreografías bastante elaboradas sino con unos bellos interiores modernistas y un estrafalario vestuario que hay que ver para creer. Goosen (cuyo nombre figuraría en otros clásicos del género como Gilda o Sucedió una noche) fue nominado con toda justicia a un Oscar por este trabajo. De hecho, sus maquetas y fotografías fueron reutilizadas por otras obras del género en años venideros, como los seriales de Buck Rogers y Flash Gordon.

¿Y los actores? Bueno, el papel principal de Single-O, de corte cómico, recae sobre El Brendel, un humorista que había basado sus shows en monólogos ejecutados con un ridículo acento sueco y que ya había aparecido en la anterior comedia musical del equipo creativo, Sunnyside Up. Lo mejor que se puede decir de su intervención en Una fantasía… es que llega a ser exasperante. Lo más destacable del reparto es la presencia de Maureen O’Sullivan dos años antes de que pasara a la inmortalidad gracias a su personaje de Jane en Tarzán de los Monos (1932) junto a Johnny Weissmuller.

Una fantasía del porvenir es hoy sólo recomendable para muy cinéfilos, pero aún así merece un lugar en cualquier historia del género por dos motivos: por ser el primer musical de ciencia–ficición… y por ser el último –al menos durante un largo periodo–. Y es que la película supuso un terrible descalabro. ¿Por qué? Bueno, cuando uno ve números de baile como «Never Swat a Fly», cuya coreografía incluía matamoscas, uno puede imaginarse la razón. Como ya había sucedido antes en Metrópolis y luego volvería a repetirse en It’s Great to Be Alive (1933, una extravagancia musical aún mayor ambientada en un mundo postapocalíptico en el que las mujeres pelean por aparearse con el último hombre fértil), el dinero gastado en la construcción de un mundo urbano futurista había sobrepasado con mucho los ingresos conseguidos en taquilla, ya tuviera la cinta éxito o no. Y en este caso, para más inri, no lo tuvo en absoluto: fue un fracaso total.

Ni la música ni el elemental argumento causaron la menor impresión en el público. La consecuencia inmediata fue que la ciencia-ficción pasó a figurar en la lista negra de los grandes estudios como género ruinoso por el que no merecía la pena apostar más allá de producciones de serie B o seriales con una relación coste-ingreso menos arriesgada. Hasta la década de los cincuenta, la ciencia ficción no conseguiría romper los muros del guetto de serie B.

En otro orden de cosas, habrían de transcurrir casi cincuenta años hasta que The Rocky Horror Picture Show (1975) se atreviera a fundir de nuevo el género fantástico con el musical. Con todo, no parece que los números musicales y la ciencia ficción sean algo que veamos con asiduidad en el futuro. Si alguna vez ocurre, deberemos recordar que Una fantasía del porvenir fue la primera.

Sobre todo, esta película es una ventana a otro tiempo, una reliquia a la que las generaciones presentes y futuras podrán mirar para ver cómo los americanos de los años treinta soñaban, con tanto optimismo como ingenuidad, en lo que pensaban sería su brillante futuro, una actitud inspirada por el New Deal en unos años profundamente negros para el país tras el crack bursátil de 1929.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".