Alguna vez admitió Alban Berg: “Al componer, parto de Beethoven y enseguida comprendo que no paso de Bizet”. De pronto, estas palabras se nos aparecen como un ancho gesto de humildad: Berg apunta alto pero dispara bajo y lo reconoce en público. Enseguida surge una duda: ¿por qué es menos Bizet que Beethoven? Ciertamente, el francés no ha sido capaz de componer, por ejemplo, la séptima sinfonía del alemán pero éste tampoco ha sido capaz de hacer una ópera como Carmen. Con lo que nos metemos en la salvaje selva de los palmarés históricos y en el laberinto, oscuro como ninguno, de los gustos, siempre personales porque cada uno de nosotros gusta o se disgusta con su propio cuerpo, que más personal no puede ser. Entonces ¿damos al niño Bach 10 puntos y al niño Haydn sólo 9,50? Peor lo voy a poner: Dante es un poeta considerable pero no tuvo el Premio Nobel. Nos reducimos al absurdo, cambiemos de acera.
Prefiero pensar en algo más general que la personalísima opción de Berg. Si uno de los renovadores más radicales de la música en el siglo XX admite que empieza a trabajar a partir de una referencia histórica y no, por ejemplo, de un maestro contemporáneo como el suyo, Schönberg, entonces estamos ante el fenómeno dialéctico que constituye la relación del presente con el pasado. Porque si para Berg, Beethoven es una referencia y no Mahler o Richard Strauss, que lo preceden un tanto y a los que podría pensar en “superar”, entonces es que Beethoven no está en un pasado con fecha de caducidad sino en un presente continuo, en una intermitencia.
Otro personaje eminente de la época, Stravinski, proclamó en algún momento el retorno a Bach. Con esto, al ponerse bachiano en la década de 1920, lo que don Igor dice es que Bach no estaba en el pasado y que nos vamos hacia atrás en el calendario y nos ponemos peluca y tacón para emparejarnos con él. Más bien dice lo contrario: que Bach siempre estuvo aquí, con nosotros, disponible, al alcance de la mano. No quiero repetir el tópico de que todo arte es la historia del arte sino apuntar con cuidado a los intentos de demolición que fueron tan característicos del siglo XX. Cualquier día, ordenando cajones del escritorio, aparece la foto del bisabuelo, que resulta igualito a mi primo Raimundo, quien acaba de entrar para echar la partida del mus y me está asustando porque parece un resucitado.
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