Por todas partes encontramos ejemplos de la proliferación de un color, el verde, que nos recuerda a todas horas la presencia de materia viva en nuestro entorno. El verde, como ya saben, es mucho más que una distinción de las plantas. Podemos comprender su grandeza e importancia sin necesidad de estudiar botánica, y sin embargo, de todas las maneras de observarlo, la más saludable es la que más nos acerca a la naturaleza.
Niños y curiosos se plantean la misma pregunta. ¿Por qué las plantas son verdes? Es más, ¿por qué ese color, y no otro, es el santo y seña del mundo vegetal? Para responder a ambos interrogantes, debemos introducirnos en una máquina del tiempo que nos alejará vertiginosamente de la actualidad.
Retrocediendo en nuestra historia evolutiva, llegaremos a ese momento prodigioso en el que las plantas, por una bendita sucesión de casualidades, comenzaron a colonizar la Tierra. Según el registro fósil, esa fecha del calendario nos situaría a finales del Silúrico, es decir, hace poco más o menos unos 400 millones de años. En esa época, hallamos especies como las del género Cooksonia, una de las primeras plantas terrestres, descubierta en 1937 por el paleobotánico William Henry Lang, de la Universidad de Manchester.
En este punto del Silúrico, la gama de posibilidades evolutivas era más amplia de lo que podamos imaginar. En realidad, la agenda de la vida estaba aún por escribir. La pregunta persiste: ¿verde… y por qué no de otro color? Recordemos lo que nos dice la doctora Nancy Y. Kiang, de la Universidad de Columbia. En su opinión, la búsqueda de vestigios de vida en otros planetas nos invita a especular con formas de vida vegetal negras o azules, que no hayan elegido la gama del verde para prosperar. En este sentido, la presencia de bioseñales en otros mundos ‒por ejemplo, el vapor de agua en aquellos planetas que orbitan más allá del sistema solar‒ no tendría por qué llevar aparejada la presencia de algas o musgos verdes, similares a los que aquí conocemos.
Las cosas son como son: cada escenario conlleva sus necesidades evolutivas. Y en el nuestro, las clorofitas, o algas verdes, dieron lugar a la infinita variedad de las plantas terrestres. El asunto tiene su interés si hablamos de colores, dado que los otros grupos de algas carecían de clorofila como pigmento fotosintético. Y la clorofila es, como quizá recuerden de sus libros de texto, esencial para el flujo de la energía biológica.
Lo resume en pocas palabras Helena Curtis: «La energía radiante de la luz solar es producida por la fusión de átomos de hidrógeno para formar helio. Los cloroplastos de las células vegetales verdes [es decir, los orgánulos de esas células, rodeados de una membrana, donde se encuentra la clorofila, lugar de la fotosíntesis] capturan esta energía y la utilizan para transformar el agua y el anhídrido carbónico en glucosa, almidón y otras moléculas de tipo alimenticio. El oxígeno es devuelto al aire como subproducto de las reacciones químicas. Las mitocondrias de los animales rompen estos compuestos y capturan su energía almacenada en las moléculas de ATP [adenosin trifosfato]. Este proceso produce también anhídrido carbónico y agua, completándose el ciclo» (Biología, Omega, 1972).
Cualquiera de nosotros, a poco que se adentre en un bosque, en una selva o en una pradera, advertirá el efecto casi milagroso de la fotosíntesis. No sólo eso: aún me sorprende el modo en que se sincronizan las fases del crecimiento de las plantas, al ritmo de la luz, la oscuridad y el vaivén de las estaciones.
Pero… un momento. Les decía más arriba que el verdor, en todas sus tonalidades, nos ha tocado en suerte a los terrestres, pero que otros planetas no tienen por qué seguir el mismo protocolo. «En nuestra infancia ‒nos dice Kiang‒, aprendemos que el aire que respiramos se debe al verdor que nos rodea. La clorofila permite a las plantas (y a las algas y cianobacterias) realizar el truco mágico de la fotosíntesis. (…) Un siglo atrás, los astrónomos buscaron patrones de reflectancia verde para tratar de detectar vida en Marte. Hoy sabemos que el color más notable de las plantas no es ese verde tan visible, sino una gama de longitudes de onda invisibles: el infrarrojo cercano. Las plantas se hacen eco de los fotones del infrarrojo cercano, porque son de menor energía, por lo que las plantas no los utilizan. Los satélites pueden ver esta reflectancia brillante en el infrarrojo cercano para decirnos dónde hay vegetación en nuestro planeta. ¿Pero acaso las plantas en otros planetas serán iguales que las de la Tierra? La clorofila convencional es omnipresente en nuestro planeta, y por eso, desde hace mucho tiempo, los científicos pensaban que sólo la luz visible tendría suficiente energía para dividir el agua y producir oxígeno en el ciclo de la fotosíntesis. Sin embargo, un equipo de investigadores japoneses descubrió una extraña cianobacteria, llamada Acaryochloris marina, que absorbe fotones del infrarrojo cercano, y sin embargo, produce oxígeno. Para ello emplea una variedad distinta de clorofila, la clorofila d. (…) Acaryochloris nos ayuda a predecir cómo podría evolucionar la fotosíntesis en otro planeta. (…) Esto tiene, asimismo, implicaciones para la futura evolución de la vida en la Tierra. El árbol genético de Acaryochloris sugiere que evolucionó hace relativamente poco tiempo, probablemente porque se adaptó un nicho de luz resultante de fotones sobrantes de los organismos de clorofila regulares. (…) Tal vez podríamos utilizar la clorofila d para mejorar la productividad de los cultivos, o para aprovechar en mayor medida la energía solar. En este sentido, la búsqueda de vida en el espacio exterior puede hacer que nos encontremos con cosas que pueden mejorar la vida en nuestro planeta».
Resumiendo, los organismos fotosintéticos acuáticos mejor adaptados para captar la luz solar generaron para nosotros un planeta verde, e incidieron en la composición de su atmósfera. La evolución de las plantas es indisociable de la evolución de la fotosíntesis y del cloroplasto, y por consiguiente, del ambiente verde en el que nosotros mismos hemos evolucionado.
Las cosas pudieron haber sido distintas, claro. «La vegetación terrestre y la acuática tienen algo en común ‒escribe Jorge Wagensberg‒: la primera procede de la segunda, es decir, algunas plantas conquistaron tierra firme. No toda criatura es capaz de una proeza tan gloriosa. Muchas debieron de intentarlo durante millones de años, pero el heroísmo está reservados a unos pocos. El heroísmo es un cuello de botella… Entre los exploradores que murieron en el intento de conquistar tierra firme, debía de haber de todos los colores, pero el héroe de dimensión cósmica que lo consiguió, fue, con toda probabilidad… ¡un grupo de algas verdes! Todas las plantas terrestres proceden de un solo grupo de plantas, las algas verdes (…) Una vez en tierra, las plantas se diversificaron con el paso de los siglos, claro, pero aún conservan el color verde como esencia común dentro de la enorme diversidad, una esencia-reliquia mucho más visible que en el caso de la diversidad animal» (El gozo intelectual. Teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza, Tusquets, 2007).
El verde tiene, pues, la sonoridad de aquella lejanísima conquista, y nos obliga a mirar en la misma dirección que aquellas primeras criaturas que se volvieron hacia el sol, frente al mar ancestral, decididas a dispersarse hasta el infinito. Como una jungla. Como un manglar. Como un bosque tapizado de musgo. Como un prado que se desliza hasta la montaña.
Imagen superior: Kevin Gill, CC
Copyright del artículo © Mario Vega. Reservados todos los derechos.