A lo largo de su prolongada historia y especialmente durante los años cincuenta, DC Comics presentó en sus series un buen número de personajes espaciales que sirvieron de puente entre la Golden Age de los treinta y la reinvención del género superheróico o Silver Age de mediados de los cincuenta: Star Hawkins, Tommy Tomorrow, Space Ranger, los Star Rovers, Manhunter 2070, los Caballeros Atómicos, Adam Strange, el Capitán Cometa… Entrada la década de los setenta, prácticamente todos había sido relegados al olvido.
Aquellos fueron personajes cuyas aventuras oscilaban entre la especulación científica y el pesimismo más amargo, reflejo de los tópicos propios de su origen último, la ciencia ficción pulp y la propia evolución que experimentó la actitud norteamericana hacia la exploración del espacio. Y a pesar del nivel artístico que aquellas series llegaron a alcanzar puntualmente (gracias a profesionales de la talla de Jack Kirby, Gil Kane, Murphy Anderson, Virgil Finlay, Frank Frazetta, Alex Toth o Joe Kubert), lo cierto es que nunca dejaron de ser obras menores que recurrían con demasiada frecuencia a los enfrentamientos canónicos con malvados alienígenas y cuyos protagonistas eran una especie de boy scouts idealistas sin demasiado carisma.
No es de extrañar por tanto que se demostraran incapaces de resistir la marea superheroica que a partir de los sesenta y con origen en Marvel comenzó a barrer el cómic norteamericano. Aunque sus historias conservaron el encanto de la inocencia y el espíritu de una época –y no pocas de ellas contenían muy buenas ideas–, fueron apartadas a una esquina del catálogo DC en favor de los justicieros enmascarados del presente.
Ni siquiera cuando la editorial procedió a la radical reestructuración de su universo en 1985 con Crisis en Tierras Infinitas se acordó de ellos. Al fin y al cabo, sus aventuras transcurrían en una línea temporal lejana que apenas afectaba al presente superheroico. Autores de renombre fueron llamados para actualizar a los grandes de la editorial, se publicaron miniseries para reintroducir segmentos enteros del universo DC (el Cuarto Mundo, el Escuadrón Suicida y la Liga de la Justicia en Legends, los personajes místicos en Los Libros de la Magia …). Pero los héroes espaciales continuaron dormitando en el limbo.
Hasta que, por fin, en 1990, el siempre polémico Howard Chaykin recibe el encargo de recuperar esas reliquias del pasado de DC y actualizarlas… a su manera. El resultado fue Twilight (Crepúsculo), una miniserie de tres volúmenes en formato prestigio dibujados por Jose Luis García López y coloreados por Steve Oliff.
El primer número, La última frontera, comienza con un antiguo Star Rover, Homero Glint, envejecido y persiguiendo de forma poco digna al gato inteligente que le sirve de cámara a través de la cual compensa su perdida visión. Glint, el cronista de las historias de los Star Rover de la Silver Age, es quien se encarga de narrar en primera persona su versión de los acontecimientos que se nos cuentan en esta historia. Esas primeras viñetas sirven para ponernos sobre la pista del tono y la intención de Chaykin: desmitificar y despojar de su capa heroica a los antiguos personajes, arrojándolos de forma despiadada a un torbellino de muerte, sexo, amor, obsesión y poder.
Desde luego, un conocimiento previo de aquellos personajes enriquece la lectura y le proporciona un significado más completo, pero en realidad a Chaykin no le importa si el lector sabe o no quién fue Homero Glint –o cualquier otro de los protagonistas–, porque lo que narra no está en realidad integrado en continuidad alguna. Se limita a coger los veteranos héroes y hacerlos convivir en un continuo temporal a su conveniencia (algunos de estos personajes vivían originalmente en épocas separadas cientos de años unas de otras).
Tras la apertura, nos trasladamos al pasado de Homero, a una escena localizada en una selva en las afueras de un poblado donde resisten un puñado de animales y biomecánicos. En la visión del futuro de Chaykin, los avances en genética y robótica no sólo han dado como fruto animales y robots inteligentes (si es que animales y robots siguen siendo denominaciones válidas para seres con cerebros similares a los humanos) sino la aparición de nuevas formas de intolerancia y odio racial. Éstas, a su vez, han llevado a que animales y robots inicien un movimiento de resistencia armada contra la Humanidad.
En este punto conocemos a un grupo de periodistas aventureros, los Star Rovers –un joven Homero Glint, el necio y vanidoso Rick Purvis y la prepotente y hermosa Karel Sorensen–, discutiendo sobre el fracaso de la diplomacia con Bruno, un gorila inteligente y líder de los rebeldes. Desde el principio, los autores dejan claro que estos no son los personajes de hace cuarenta años: indignado al enterarse de que su compañera ha mantenido relaciones sexuales con el simio, Rick Purvis decapita a Bruno. La imagen es retransmitida por toda la galaxia pero la habilidad mediática de Homero Glint convierte a Rick Purvis en un héroe popular. Efectivamente, como su tocayo clásico, perpetuador de los mitos de Troya y Ulises, Glint admite sin reparos que su trabajo es «fabricar héroes«.
Este es uno de los temas centrales de Twilight . Durante los tres números de la miniserie, veremos cómo Glint –cuya fiabilidad como narrador objetivo es más que cuestionable– cambia y manipula la Historia –no siempre por propia voluntad– al trocar para las masas unos eventos trágicos, ridículos o directamente atroces, en acciones heroicas dignas de alabanza. No hay auténticos héroes en el mundo de Chaykin; los que pasan por tales son artificiales, modelados a propósito para dar a las multitudes lo que quieren.
El personaje que mejor encarna esta filosofía del héroe manufacturado es Tommy Tomorrow quien en manos de Chaykin se convierte en el perfecto fascista espacial. Siempre hubo algo de rigidez militar en el Tomorrow clásico, con sus botas de caña y su cuello almidonado, pero desde el momento en que hace su primera aparición en Twilight quedan más que claras las referencias nazis: ataviado con ropa militar negra y rodeado por estandartes diseñados como esvásticas estilizadas y puños cerrados sosteniendo rayos. Como explica Glint: «Tomorrow nunca superó el ser huérfano, el no saber si era nacido de una mujer o de una pobreta… eso le convirtió en un monstruo xenófobo, obsesionado con la vida eterna». Tal opinión no impide que el propio Glint lo convierta en un héroe disfrazando de glamour y romanticismo sus violentas intervenciones durante la Primera Guerra Interplanetaria.
Otros personajes espaciales recuperados por Chaykin en el primer libro son el detective Star Hawkins y Manhunter 2070 . El guionista los convierte aquí en hermanos –originalmente no tenían relación familiar–, Axel y John Starker, construyendo un dramático conflicto entre ambos al situarlos en los vértices de un imposible triángulo amoroso completado por Ilda, la secretaria–robot de Axel. También vemos fugazmente a Ironwolf –un personaje de los setenta cuyas aventuras fueron entonces narradas por el propio Chaykin– y el Taxista Espacial. El Museo del Espacio –maravillosamente dibujado por García López en su progreso a lo largo de los siglos– sirve de centro de la acción. Los animales evolucionados remiten a los que poblaban el mundo postapocalíptico de Kamandi. Hay también otros simpáticos guiños al género, como el dueño de ese burdel robótico llamado Čapek (Karel Čapek creó para la ciencia ficción la palabra robot) o los cristales–Moebius que sirven como moneda de cambio.
El autor integra a todos ellos y sus respectivas historias en un amplio tapiz futurista que abarca siglos. Pero en lugar de limitarse a echar por tierra la imagen de futuro idealizado de brillantes cohetes y pistolas láser con que tanto habían disfrutado los lectores de los cincuenta y enfrentar a unos personajes con otros, Chaykin remata el primer volumen introduciendo el tema de la divinidad y la transcendencia humana.
Gracias al glorificado homicidio perpetrado por Purvis, los Star Rovers reciben un prometedor cometido: encontrar a los Matusaloides, una raza alienígena aparentemente inmortal. Lo consiguen, pero Tommy Tomorrow les sigue la pista y sabotean el encuentro. El cuerpo de Karel Sorensen, víctima de una explosión provocada por Tomorrow, se desintegra y funde con el de los Matusaloides. A resultas de ello, Purvis muere, Homero pierde la vista y Karel trasciende su condición mortal y se convierte en diosa que, como una nueva mesías, comparte su recién adquirida inmortalidad con el resto de la Humanidad.
El libro segundo, Los Señores de la Sombra Alargada, además de mostrarnos cómo los personajes se sumergen aún más en sus demonios internos, nos narra las consecuencias que sobre la Humanidad tiene la nueva encarnación de Karel como ser trascendente –debidamente publicitada por Homero Glint–. Aunque nuestra especie ha accedido a la inmortalidad, ello no ha hecho sino generar un sentimiento de fatalismo que se extiende por la galaxia y que se manifiesta bajo la forma de guerras religiosas, suicidios colectivos y fanatismo. De ello se aprovecha Tommy Tomorrow, convertido en un maniaco obsesionado por destruir a Karel y arrebatarle su divinidad. La situación se agrava en el libro tercero, Sangre en las estrellas, que marca la confluencia de los tres hilos narrativos (el de los Star Rovers, el de Tomorrow y el de los Hawkins) en un explosivo clímax final.
La opción de Chaykin es en principio válida: coger unos personajes antiguos, casi desahuciados y sobre los que no existe presión alguna en cuanto a lo que se puede y no se puede hacer, y transformar su auténtica inocencia en una grotesca broma. Tampoco hay nada objetable en incluir un elenco de protagonistas más extenso de lo que suele ser habitual o introducir escenas de claro contenido adulto por el nivel de violencia, el sexo explícito o el lenguaje malsonante. La clave está, como siempre, en el mensaje y en cómo se transmite. Y en esta ocasión Chaykin no consigue equilibrar todos los elementos con los que quiere jugar.
En Twilight la narración se estructura en base a una serie de flashbacks –la historia la cuenta en primera persona un ya anciano Homero Glint–, amplias elipsis, a veces con saltos temporales que abarcan décadas, y tramas paralelas. A lo que hay que añadir que el lector debe superar la complicación inicial que supone la introducción sin preámbulos ni explicaciones de toda una caterva de personajes desconocidos.
Chaykin siempre ha sido un autor para lectores inteligentes. Sus argumentos son a menudo enrevesados y la peculiar forma que tiene de desarrollarlos exige un esfuerzo especial por parte del lector. Pero en esta ocasión el problema reside no en éste, sino en la obra. Las tramas paralelas no tienen nada que ver entre sí (la historia de los hermanos Starker parece otro comic completamente distinto) y sólo confluyen al final, un final que es absurdo, confuso y pretencioso. Para colmo, el particular estilo de Chaykin, inundando de bocadillos las viñetas, intercalando comentarios irónicos y desgranando las frases en bocadillos distribuidos por toda la página, no ayuda a conseguir una narración fluida.
Pero el problema reside no tanto en la planificación narrativa como en la ambición conceptual. Chaykin quiere abarcar demasiado para el limitado espacio con el que cuenta. La naturaleza de lo divino y lo humano, el poder de la sugestión, la necesidad de ídolos frente a la inexistencia de los mismos, las relaciones entre especies, la caída de los dioses, los prejuicios de la raza humana, las consecuencias de la inmortalidad, el pecado y la expiación, la Historia como falacia, el Mesías y el Anticristo, el amor enfermizo, la automutilación, el límite del potencial humano, la guerra religiosa, la estupidez de las masas… Son, sencillamente, demasiados temas como para poder desarrollarlos de forma simultánea con un mínimo de profundidad, orden y coherencia. La sensación es la de ir saltando de una cosa a otra, pero de puntillas; con observaciones ingeniosas y hasta brillantes, sí, pero sin rematar nada.
La procacidad y humor negro estuvieron aparecieron en la obra de Chaykin antes de que el cinismo inundara los cómics norteamericanos tras la publicación de Watchmen y Dark Knight Returns (basta con revisar su American Flagg! para darse cuenta de ello). No es, pues, un imitador de nadie ni un seguidor de la moda de corroer la pátina superheroica de los personajes clásicos que tanto daño hizo en los últimos ochenta y principios de los noventa, no tanto por la invalidez del concepto como por la incompetencia de muchos de sus discípulos.
Sin embargo, en esta obra Chaykin fuerza la mano. Al querer desmitificar a los héroes y mostrar que también son humanos, exagera tanto sus defectos que acaban convertidos en rocambolescos seres de decrepitud ética terminal. Purvis es un estúpido vanidoso; Karel fría y ambiciosa; Axel Starker un auténtico bastardo que sólo por casualidad está del lado de los buenos; su hermano John es un desgraciado incapaz de superar sus obsesiones; Brent Wood es un rígido fanático sin personalidad al que los remordimientos arrastran a la locura; la inexistente autoestima de Ilda, el robot de tintes trágicos, la convierte en esclava de Axel… Por no hablar del que teóricamente es el villano principal, Tommy Tomorrow, cuyo histrionismo pasado de rosca oscila de lo simplemente ridículo a lo patético.
Homero Glint y Brenda, la ex–mujer de Tomorrow, son los únicos personajes que casi se salvan del hacha de Chaykin. Glint, a pesar de su papel activo en el ascenso de personajes que no son más que desgracias para la Humanidad, se granjea las simpatías del lector gracias a su visión clara y cínica de la vida y una serenidad mental que contrasta con la locura que le rodea –y de la que en buena medida es responsable–. Esos matices son compartidos por Brenda, quien en virtud de su relación con los Matusaloides se mantiene alejada de la corriente principal de acontecimientos durante buena parte del relato. A diferencia de Glint, sin embargo, su cinismo no adopta la forma de socarronería hiriente, sino de cierto descaro egoísta.
Hay, eso sí, ideas muy interesantes. Por ejemplo, el conflicto entre los Caballeros de la Galaxia, fieles protectores de la diosa Karel, y los Planetarios de Tommy Tomorrow, el papel del Museo del Espacio en las intrigas intergalácticas o la obsesión enfermiza de John Starker con los robots –que nos ofrece algunos de los momentos más intensos de la miniserie– y la relación con su hermano. Todas ellas podrían ser, por sí solas, objeto de interesantísimas historias independientes. Pero, por desgracia, en Twilight ninguna de ellas llega a desarrollarse lo suficiente y parecen encajadas a golpes en la trama principal para luego pasar por encima de ellas sin prestarles la merecida atención. Chaykin parece más interesado en engordar todo a base de cinismo corrosivo y defender que la epopeya cósmica no es más que una gran farsa protagonizada por seres patéticos.
Twilight queda hasta cierto punto redimido por el talento de su dibujante, José Luis García López. Considerado por muchos como un artesano clásico y por otros como el artista corporativo de DC (muchas de sus ilustraciones fueron durante años la base de innumerables productos de merchandising de la editorial), es, en mi opinión, un sobresaliente profesional de limpio estilo naturalista que nunca ha recibido el reconocimiento que merece. Su trabajo en Atari Force o Cinder y Ashe ha soportado asombrosamente bien el paso del tiempo y las modas. Lo mismo sucede con Twilight, al que embellece con un dibujo y un entintado realmente bello, elegante incluso en las escenas más sórdidas.
Es cierto que en esta ocasión García López se deja influir en su composición y técnica narrativa por pasados trabajos de Chaykin como dibujante –ver American Flagg–: viñetas de primeros planos insertadas en otras más grandes o las poses de personajes masculinos de mandíbula cuadrada y femeninos de evidente erotismo. Pero, con todo, Twilight es un trabajo que lleva su firma, garantía de calidad. Es un artista capaz de resolver con igual facilidad una escena íntima y cotidiana que una panorámica repleta de personajes; o representar con igual naturalidad una pareja de amantes y una flota estelar, un sencillo gato o un robot futurista. Su lápiz es el responsable de que el universo salido de la imaginación de Chaykin tenga un aspecto consistente y que todos sus personajes queden perfectamente definidos tanto por su fisonomía como por su atuendo. Atuendo, por cierto, que –como las naves, las ciudades o las armas– exhiben cierto aire retrofuturista, homenaje a las historias clásicas, sin prescindir del diseño moderno y elegante. Mención aparte merecen las llamativas portadas, sombreadas a lápiz para darles efecto de piedra tallada.
José Luis García López es un dibujante que, a diferencia de muchos de sus colegas de profesión, no opta por tomar atajos gráficos propios de la incapacidad o la pereza. Dibuja todo lo que sea necesario dibujar. Y lo hace bien, con detalle, precisión y sin manierismos ni tics. Casi un cuarto de siglo después de su publicación, los diseños de García López no han perdido validez.
Si algún reproche puede hacérsele al apartado gráfico no es tanto achacable a García López como a Howard Chaykin. Y es que la verborrea de éste ha de acomodarse en tantos globos de diálogo y cartuchos de texto que en ocasiones se amontonan en y entre las viñetas entorpeciendo la visión del propio dibujo o bien formando con él un conjunto algo indigesto
Sea como fuere, lo cierto es que aquellos personajes brillaron por un momento cuarenta años después de su nacimiento, para luego sumergirse de nuevo en ese crepúsculo al que hace referencia el título de la obra. El intento de la editorial por insuflarles nueva vida fracasó sin que los lectores ni otros autores parecieran haberse dado por enterados ¿Por qué? ¿No sirvió de nada el esfuerzo de Chaykin? No hay manera de saberlo con certeza, claro, pero varios pudieron ser los factores.
En primer lugar, los personajes de Twilight llevaban mucho tiempo fuera de órbita y la mayor parte de sus lectores originales hacía años, décadas quizá, que ya no leían comics. Los nuevos aficionados desconocían las aventuras clásicas de aquellos héroes y a todos los efectos los consideraban de nueva creación. Además de carecer por tanto del atractivo de héroes más conocidos y consolidados, estos nuevos lectores eran incapaces de apreciar las profundas diferencias con sus antiguas contrapartidas ni entender la ironía que escondía su nueva versión.
Es más, un lector veterano que hubiera disfrutado en su infancia con aquellas aventuras, probablemente se hubiera sentido ofendido por el tratamiento que les dio Chaykin: despojarlos de su aura heroica, barnizarlos de locura, egoísmo, lujuria y ambición y luego volarlo todo por los aires –aunque lo hiciera desde el afecto que siente por ellos. No olvidemos que Chaykin se labró parte de su fama gracias a los cómics de ciencia-ficción en los setenta y ochenta–.
Sea como fuere, los lectores no debieron quedar lo suficientemente impresionados como para inundar de cartas la editorial solicitando saber más de esos personajes. Así, Twilight no tuvo continuidad y acabó relegado a los cajones de saldo. Otros autores tampoco manifestaron deseos de contar nuevas aventuras protagonizadas por aquéllos, quizá porque Chaykin los había convertido en unos indeseables con los que nadie sabía muy bien qué hacer. La mejor opción parecía ser fingir que nada de eso había pasado y olvidarse de los mundos futuros de la editorial.
En conclusión, Twilight es una deconstrucción de parte de los tópicos propios de la Silver Age del cómic y una space opera distópica, pero también una celebración de los ideales más trascendentes de la ciencia ficción. Una obra parcialmente fallida en su ejecución, pero aún así de lectura recomendable por su belleza plástica y el potencial –no totalmente desarrollado– de sus personajes.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.