Hace cien años Benito Mussolini acuñó y difundió la palabra del título. Hoy nos parece una antigualla del siglo pasado o una invectiva contra los gobiernos a los que se les va la mano en el ejercicio de su autoridad. No obstante, en la época resultó novedosa e innovadora pues aparentaba resolver los problemas de seguridad y estabilidad en los países hasta entonces regidos por democracias liberales. Eran las fechas en que Paul Valéry se refería a la dictadura como propia del espíritu de su tiempo, reuniendo en la categoría no sólo al ya citado italiano sino también a Hitler, Stalin y Roosevelt.
En rigor, Mussolini proponía –en su caso, además, imponía– la indisoluble identificación en la Nación y el Estado. La una era el todo del otro y viceversa. De tal modo, quien no pertenecía al Estado quedaba fuera de la Nación y era tratado como un extranjero o, eventualmente, como un enemigo. Así se aseguraba la solidez del conjunto social pues el Estado totalizaba la vida pública y privada de sus individuos. Había un solo partido político, un solo sindicato por gremio, una religión de ese Estado totalizante que lo convertía también en una entidad religiosa. Era tal entidad la que controlaba la higiene física y moral, la educación, la producción cultural y el quehacer económico por medio de los monopolios estatales.
Naturalmente, el Estado en sí mismo es una abstracción, una entelequia. Su encarnación estaba, como sigue estando, concretada en la administración, que es una corporación de funcionarios y empleados, de modo que la totalización era, especialmente, una tarea policial. La policía era capaz de llegar repentinamente a la reunión directiva de un club de ajedrecistas como al ensayo de una orquesta sinfónica o a la habitación de un hotel donde un par de señores compartían una cama. Así se totalizaban las distracciones, el gusto estético y la moral sexual de todo el mundo. su conjunto ya no era una suma de individuos y de clases, sino un todo, una unidad, un magma llamado pueblo que se estructuraba en la entidad estatal. El pensamiento y el decir del pueblo sólo podían ser únicos y estaban personificadas por el Conductor. Lo que Él pensaba era la verdad y lo que Él decía era la razón. Así se aseguraban la permanencia de las instituciones y la tranquilidad de la sociedad, aunque siempre alertada y dispuesta para defenderse de sus enemigos –todos ellos, ancestrales– como un ejército, el pueblo en armas.
Mussolini consiguió sus fines y logró un consenso que le permitió ejercer su totalitarismo. Hasta sus opositores – todos clandestinos, prisioneros o exilados – reconocieron que había puesto de su parte a la mayoría aplastante de los italianos y una cantidad de admiradores de variado color, desde el Mahatma Gandhi hasta Igor Stravinski y Winston Churchill. Fue en el ramo de las corporaciones –no las de nuevo cuño que él fundó sino las históricas– donde sus poderes se agrietaron y el edificio se vino abajo en una guerra disparatada y desastrosa. La Iglesia, la Corona y las fuerzas armadas nunca lo admitieron del todo. Cuando confió en su apoyo entusiasta o fingido, le dieron la espalda y debió abandonar el escenario.
Hoy todo aquello nos parece lejano. Incluso cuando vemos películas documentales donde aparecen los dictadores de esas fechas, se nos antojan ridículos y nos preguntamos cómo la gente pudo tomarlos en serio. No obstante seguimos usando vocablos como totalitario o fascista con fácil constancia, lo cual prueba que nos importa su gravedad. Los populismos vuelven a conmover a las masas con su sesgo religioso. Las corporaciones manejan buena parte de la maquinaria globalizadora. La mano dura continúa gozando de su fama eficaz cuando amenaza el desorden. No somos racistas como aquéllos, pero los inmigrantes nos despiertan sospechas y es mejor que no vengan. Hablamos demasiado de las democracias iliberales donde el sufragio libre lleva al poder a sus enemigos. Finalmente, Hitler y Mussolini ganaron sus respectivas elecciones aunque amenazando a los demás –los que no entraban en su sacrosanto Estado– con el garrote enhiesto. Es entonces cuando la democracia nos parece charlatana y corrupta, las libertades son mero descontrol libertino y es mejor que alguien decidido nos conduzca porque entregados a nuestros arbitrios no sabemos gobernarnos. Ha llegado la hora del Todo que todo lo arregla y nos conduce al Paraíso Perdido donde nunca habitamos.
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