Ya saben todos los fieles de este Desván la devoción que en esta casa se siente por África. No por la de verdad, desde luego, que bien conocen cuán preferible es lo soñado a lo corpóreo, sino por aquello que eufónicamente se llamaba el Continente Misterioso, mapa sin trazar de leyendas y exotismos, confortador espejismo del tópico donde sólo la mentira tiene cabida. No se extrañe nadie, pues, si con periódica regularidad ve que una y otra vez vuelvo al encuentro con Tarzán, paradigma y rey de este territorio, inmejorable guía para conocer selvas inexploradas y pueblos sin amarguras.
Nada como el universo que Burroughs esbozara en sus veinticuatro novelas para mejor comprender el proceso por el que una tierra existente entró, gloriosamente, en la categoría de lo inexistente. Épica colonial, consuelo del mequetrefe urbanita que no tenemos más remedio que ser, Tarzán nos es necesario. Aunque la mayor parte de veces el cine lo haya tratado tan mal: ya se lo expliqué antes en numerosas ocasiones. Lord Greystoke dista mucho de ser el tonto encantador encarnado por Weissmuller, el zafio fortachón Gordon Scott o el repeinado y comedido Lex Barker. A decir verdad, sólo el cine mudo le hizo alguna vez justicia.
Este filme de 1927 es de los pocos que contara con la aprobación del escritor. No es extraño, pues hasta la médula es fiel con el espíritu de sus novelas. Ritmo frenético, estructura narrativa, temas, ansias de espectacularidad: todo refleja la cosmovisión de don Edgar Rice Burroughs. Una realización técnica perfecta, una cámara ágil como pocas, un montaje estupendo, atento siempre a la acción y mayores medios de los que el cicatero universo tarzánido del cine nos tiene acostumbrados, contribuyen poderosamente al éxito.
Salen, cómo no, civilizaciones perdidas de las que son puro carnaval, los Hijos del Sol se llaman en esta ocasión; animales salvajes, negros que por una vez lo son (y no tristes blancos pintados) con sus plumas, sus lanzas y sus huesos en la nariz; un Sumo Sacerdote interpretado por un gigante de feria que sacrifica doncellas vestidas de vedette ante un león sagrado, exploradores malvados, blancos heroicos y montañas de diamantes. Y asoma encima Boris Karloff, cuatro años antes de calzarse las botas del monstruo, tocado aquí con un gorro de cuernos y calaveras e interpretando al siniestro hechicero con el que toda tribu fetén debe contar.
Y todo narrado sin fisuras, con respeto máximo al espectador, que asiste agradecido a tan desacostumbradas atenciones: el frecuentador de los filmes selváticos está habituado a que lo ninguneen como si fuera medio lelo. Jim Pierce compone un buen Tarzán sea vestido de frac o de taparrabos; por mucho que declarase sentirse disgustado con el resultado del filme, acabó casándose con la hija de Burroughs poco después del rodaje. Cine enérgico, cándido y viril como las obras literarias que lo inspiran. Puras ficciones pulp.
Director: J. P. McGowan. Con James Pierce, Edna Murphy, Frederick Peters y Boris Karloff. EEUU, 1927
Copyright del artículo © Pedro Porcel. Publicado previamente en El Desván del Abuelito y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.