No soy forofo de las obras de denuncia si no las envuelven otros méritos: cuando la denuncia se convierte en un género en sí mismo, a menudo la obra pasa a ser pura explotación comercial de una desgracia, colectiva o no, ajena… y a veces hasta propia. El tiempo revela esa explotación: ¿Hoy se permitiría Spielberg crear suspense folletinesco sobre si de la ducha saldrá agua o gas? Y encima, esa variedad de rapiña suele ser subvencionada, pues da brillo, prestigio y apariencia de preocupación social al gobierno de turno. A los lectores/espectadores menos exigentes les encanta ese subgénero, porque el que la obra venga aparentemente motivada por los buenos sentimientos les parece una virtud artística en sí misma.
Por eso suelo huir del drama como género: si algo no contiene humor, tiende a ser más simplón y/o manipulador, a no ser que la convicción del artista arrase con todo. En cine, pasa poco. Últimamente (je, «últimamente», o sea, hace veinte años) me pasó con Savior (1998), el filme de Predrag Antonijevic sobre el conflicto bosnio, que me dejó clavado en la butaca con sus imágenes sobre la riada de civiles desnucados a mazazos; y con Hotel Rwanda (2004) de Terry George, sobre las masacres entre los tutsi y hutu, donde resultaba imposible no acabar contagiado por el histérico intento de su desafortunado protagonista de mantener la calma entre machetazo y machetazo.
Me ha vuelto a pasar hace poco, con la australiana Sweet Country (2017) de Warwick Thornton. La vi por Sam Neill, porque –al igual que sucede con Pierce Brosnan– sé que si la peli es mala, lo miro a él y ya me distraigo… Pero no, la peli es buenísima.
Y Sam Neill está bien, muy bien, y hasta Bryan ‘Cocktail’ Brown lo está, en su rol de John Wayne en las Antípodas. Pero quien se lleva aquí la palma es Hamilton Morris, el auténtico protagonista.
La historia es la de siempre: nativo que mata a colono y es juzgado con la dureza del sistema que sirve al poder blanco. Uno espera lagrimita y hala, a seguir pagando la hipoteca y tirando de la tarjeta de crédito… La diferencia aquí estriba en la ACTITUD. La del director y la del personaje principal, el acusado aborigen Sam Kelly que encarna Morris.
Para empezar, la actitud de miedo y subordinación cotidianas de Kelly a la jerarquía anglosajona es tan callada y natural que escalofría a lo largo de todo el metraje: esa actitud existe desde tiempo inmemorial, no da pie a estallidos de ira catárticos que nos alivien con su vistosidad… No, así no funciona la cosa en la vida real; por otro, el director sabe permitir que seamos nosotros quienes deduzcamos lo que sucede a base de fijarnos en los detalles y, si queremos, podemos hasta humanizar a todos los personajes. Eso no es habitual. Las secuencias hablan por sí mismas, sin tediosos discursos explícitos. Y por si fuera poco, exudan belleza que a veces quita el aliento, por la belleza en sí y por toda la crueldad que conlleva…
El discurso es el de siempre, pero tan bien expuesto, que duele más. Mucho más.
Aquí no hay lagrimita que valga. Aquí te dicen lo que hay y a ver qué demonios hace uno con ello.
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