Cuando pensamos en utopías, nos vienen a la cabeza sociedades en las que, aunque están regidas por sistemas políticos diferentes, se confía en que la gente en general hará lo que es correcto social y políticamente y que sólo habrá unas cuantas y desafortunadas excepciones a tal regla. Pocos van tan lejos en esa homogeneización aséptica como Addison Peale Russell en Sub-Coelum, donde “la gente no ronca. Se han entrenado a sí mismos para evitar ese acto desagradable”.
Por otra parte, “el sistema policial era inseparable de la organización social. Participaba y permeaba cada parte de ella. Cada individuo, familia u organización estaba expuesto a él. Verdaderamente, había poco que se pudiera calificar de vida privada en toda la Commomwealth. Las costumbres de la gente desanimaban, si no prohibían, la privacidad”.
Una vez más nos encontramos ante una reacción ante el libro seminal de Edward Bellamy, El año 2000: Una visión retrospectiva (1888) que, como vimos en artículos anteriores, tuvo una enorme influencia y dio lugar a multitud de contestaciones literarias, ya fuera siguiendo la misma línea socialista de ese escritor, llegando hasta un mundo de tipo anarquista –Noticias de Ninguna Parte (1890) de William Morris– o bien, planteando mundos que propugnaban valores totalmente opuestos a los de los autores mencionados: sociedades ultraconservadoras. En este sentido, Sub–Coelum es una especie de protesta contra los movimientos socialistas tan de moda en aquellos años y a los que muchos escritores se habían unido.
Calificar a Sub-Coelum de novela es incorrecto. No tiene argumento ni personajes. Es más bien una especie de ensayo fantástico, una meditación sobre la sociedad dividida en 146 capítulos muy cortos, de una página o dos, con un estilo elaborado y descriptivo.
Ciertamente, el mundo de Russell carece de la precisa definición de otras utopías. Tiene el tono de una ensoñación, tanto por su vaguedad como por los detalles que va aportando, tan inconexos como evocadores: “Luz y calor se obtenían del agua… En las grandes ocasiones, la luz generada rivalizaba con la del sol. Toda la atmósfera parecía en llamas. El efecto era mágico. La cosa más pequeña se hacía visible y todo ganaba belleza. Los hombres parecían más varoniles y las mujeres más hermosas. Tónicos vivificantes y aromas arrebatadores se difuminaban en la atmósfera a placer. Se derrochaba talento en producir esencias y tinturas y estimulantes de delicadeza paradisíaca”.
Por otro lado, en la utopía de Russell prima la individualidad por encima de la tutela estatal propia de las idealizaciones socialistas; pero, al mismo tiempo, hay poco espacio para la privacidad. Todos se vigilan unos a otros; los artistas que ofenden a alguien son encarcelados (“el sarcasmo no solía ser bien recibido y eso sólo entre amigos íntimos”) y la represión sexual es la norma (“La pureza, entre todas las cosas, era lo que más celosamente se guardaba. Los impuros incorregibles eran encerrados para siempre. Hombres y mujeres eran tratados igual por la policía y los tribunales”). Para obtener un certificado de matrimonio, la pareja solicitante debía contestar bajo juramento a un largo y serio interrogatorio.
En contraposición a ese ambiente opresivo y policial, el progreso tecnológico y el bienestar material han experimentado un gran salto adelante. La jornada laboral se ha reducido y los extremos de riqueza y pobreza se han eliminado. Incluso el racismo ha sido superado, un detalle este a destacar en una época en la que la actitud hacia los negros en Estados Unidos era cualquier cosa menos amigable.
Habida cuenta de su actitud conservadora, resulta sorprendente y hasta contradictorio la visión de Russell acerca de los roles de género: “Muchos de los hombres intercambiaban su lugar con las mujeres y se convertían esencialmente en amos de casa. Las tareas domésticas, en buena medida, habían pasado a estar en sus manos. Descubrieron su gusto por ellas al mismo tiempo que el otro sexo las detestaba”. En esta inversión de los papeles tradicionales, todos los médicos del país son ya mujeres.
Russell abogaba por una reforma moral más que política. Contrasta el pasado de Sub-Coelum –y presente del escritor–, en el que todos los aspectos de la sociedad son repudiables (clérigos poco formados, abogados corruptos, hábitos sociales veniales y estúpidos…), con su presente, más feliz y eficiente. En el mundo imaginado por Russell, “los vicios, en gran medida, se habían eliminado o habían acabado por desaparecer”. Esto incluía el abuso del alcohol y el tabaco, el juego y los combates deportivos. “Una mejora en el sentido común y la sabiduría práctica fue el destacable resultado de la nueva vida”. Y, sin embargo, con la vaguedad a la que hacíamos referencia, Russell nunca llega a explicar con detalle cómo se lleva a cabo la reforma que dará lugar a esa nueva sociedad.
La fantasía utópica está cargada con un buen montón de excentricidades: la gente mata a los pollos más humanamente: con guillotinas; crían monos inteligentes y construyen hospitales y templos para ellos; plantan árboles y arbustos en los bosques para “darles más variedad”; se domestican ardillas, los cementerios son los lugares más hermosos y se anima a los pájaros a anidar en las tumbas; roncar, silbar y los timbres de las puertas se han eliminado; entrenan a sus cerdos para comer con moderación; hay diez páginas dedicadas a glosar las sorprendentes capacidades de las ratas…
En definitiva, una obra difícil de clasificar. ¿Se toma en serio a sí misma? ¿Es una utopía conservadora o progresista? ¿Ambas a la vez? ¿Creía realmente el autor en las extravagancias con las que salpicó toda la obra?
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.