[Abro la carpeta de recortes. Los recortes de los artículos y las columnas escritas entre 1998 y 2006. La foto de mi columna me la hizo Nacho Ares en la presentación de mi libro «El Hechizado: Medicina, alquimia y supersticion en la corte de Carlos II (1661-1700)». Recordatorio mental: No consigo encontrar las fotos de esa presentación… Entre los títulos veo un Ruinas… Mmm… Pienso en el texto que escribí hace tres años, el texto que recuperé como epílogo a «Evas alquímicas». Vaya, pienso, ¿qué escribí sobre ruinas hace dieciséis años? Me empiezo a leer. Y pienso: claro que soy la de entonces, yo ya estaba allí…]
Era verano y estábamos en la verde Asturias. Recorrimos la zona de Cangas de Onís, visitando las joyas del románico que, por doquier, salpican un pueblín y otro también. Íbamos provistos de varias guías y un plano facilitado por la oficina de turismo de Cangas. Había caído la típica tormenta veraniega, de esas que en invierno pueden durar varios días pero que en el mes de agosto suelen acabar, como mucho, a la media hora. Caían las últimas gotas cuando decidimos continuar en busca de iglesias y parroquias. Cogimos la carretera que lleva a Cabrales y, sin apenas recorrer nueve kilómetros, nos desviamos a visitar la iglesia de Santa María de Villaverde.
El silencio era absoluto. Los que habitamos grandes urbes, infestadas de ruidos infernales, no dejamos nunca de sorprendernos por el silencio sepulcral de los pueblos. Grandes montones de hierba recién segada cubiertos por enormes bolsas de plástico se apilaban sobre uno de los muros. La maleza crecía en todo su esplendor. Dejamos el coche en la misma entrada de la iglesia y procedimos a acercarnos. Pronto comprobamos que la ruina total amenazaba una construcción que, según nuestras guías, se remontaba el siglo XIII. Un vistazo a través de la reja profanada que daba acceso a la nave nos permitió vislumbrar sus últimos usos: botellones de cerveza, un somier quemado y restos de inmundicias varias, señal inequívoca de que tan majestuoso antepasado arquitectónico había conocido tiempos mejores.
Tras vencer todos mis miedos infantiles, decidí franquear la entrada, no sin pasar varias calamidades previas. Una primera ojeada nos reconfortó con la decisión tomada: las paredes y la bóveda del ábside conservaban restos magníficos de pinturas no muy posteriores a la fecha en que fue levantada la iglesia. Entre otras, un sol extraordinario que, en todo su esplendor, corona la bóveda. Eso, por no hablar de la rica decoración escultórica de los capiteles que sustentaban dos pares de columnas: diversos motivos vegetales y animales que, aunque cubiertos de moho verde, siguen prácticamente intactos.
Después hacer las fotos oportunas y grabar unos cuantos minutos de vídeo, salimos con la impresión de estar rescatando imágenes que en breve serán pasto de destrucción. No creo que la Iglesia consiga mantenerse mucho más tiempo en pie.
Esto me lleva a pensar qué clase de desidia puebla a nuestros ministros, secretarios y subsecretarios de Estado, consejeros y vice consejeros, alcaldes y concejales de cultura y demás personajes de ese inframundo político, que dedican su tiempo y el dinero de los contribuyentes a actos ridículos y dejan que joyas arquitectónicas caigan en el más absoluto de los olvidos, degeneren por la más absoluta de las desidias. El caso relatado solo es uno más de los muchos que he podido ver con mis propios ojos y eso que mi búsqueda no es todo lo extensa que me gustaría.
Las últimas imágenes grabadas en mi retina son las del otrora imponente monasterio de San Antón, en las afueras del burgalés pueblo de Castrojeriz, casa madre de la Orden Antoniana en España. Situado en pleno Camino de Santiago, majestuoso y mágico, hoy es débil sombra de lo que en su día fue. La supresión de la orden, a finales del siglo XVIII, y la subasta pública de sus bienes han conducido a un deterioro absoluto. Sólo pude vislumbrar sus contornos exteriores. El expolio al que fue sometido, los cientos de piedras que han desaparecido, acarreadas por vecinos poco escrupulosos para construir sus propias casas, y la amenaza de sus actuales propietarios son razones más que suficientes para mostrarse pesimista respecto al futuro de nuestro patrimonio cultural.
No todo consiste en mantener las grandes catedrales románicas y góticas. Cada pequeña iglesia, cada escondida ermita, es un libro en piedra donde se recoge el mensaje dejado por aquellos maestros constructores medievales que, sabedores del poder simbólico de las imágenes, cual antiguos publicistas, decidieron plasmar su conocimiento iniciático en sus construcciones arquitectónicas. Lamentablemente, adoramos al becerro de oro y nos olvidamos de los tesoros que pueblan nuestra piel de toro.
Es en estos momentos cuando envidio, y sin que sirva de precedente, a los norteamericanos, orgullosos de su historia, capaces de llamar “excavaciones arqueológicas” a la búsqueda de cuatro platos y tres vasijas fechadas ¡en 1864! ¿Acaso nuestra cultura milenaria nos permite despreciar iglesuchas del tres al cuarto porque tenemos más de una docena de catedrales? Porca miseria…
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