María de la O Lejárraga. Nacida en el riojano San Millán de la Cogolla, en 1874. Una de las mujeres españolas más injustamente silenciadas y olvidadas del siglo XX, tanto desde el punto de vista literario como del compromiso social.
Diputada socialista por Granada en las cortes republicanas de 1933. Literata, política, feminista, periodista, traductora y cofundadora de revistas modernistas. En 1899 publica su primer libro, sus Cuentos breves: lecturas recreativas para niños. Ante la indiferencia con que fue recibida su publicación, por parte de sus familiares, prometió «no volveréis jamás a ver mi nombre impreso en la portada de un libro». Promesa que cumplió.
En 1900 se casa con Gregorio Martínez Sierra quien, con los años, se transformará en un célebre dramaturgo y empresario teatral. Célebre, merced a las obras que escribe… su mujer. ¿Por qué una mujer culta, inteligente, adelantada, decidió silenciar su autoría? Tan sólo nos queda el escueto testimonio que ella misma nos dejó:
«Casada, joven y feliz, acometióme ese orgullo de humildad que domina a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre. Pues que nuestras obras son hijas de legítimo matrimonio, con el nombre del padre tienen bastante»
Un legítimo matrimonio que, apenas pasados cinco años, comenzó a hacer aguas, aunque tardaría algunos más en deshacerse. Años y más años en que toda la creatividad de María va firmada por el nombre de su marido. Y no sólo las obras dramáticas, como esa Canción de cuna, estrenada en el Teatro Lara de Madrid, en 1911, y que significará el encumbramiento definitivo de Gregorio Martínez Sierra. También, con su nombre, aparecerán artículos periodísticos tan comprometidos como «Clubs de mujeres», publicados por Blanco y Negro, en febrero de 1915, donde María, por boca de su todavía marido, dice aquello de
«(…) El feminismo norteamericano es claro, burgués, práctico, y transparente. Podría decirse que es el ‘feminismo de las amas de casa’. Y por ahí empezó: por la reunión de unas cuántas amas de casa que, después de cumplidos sus deberes, criados y educados sus hijos, reglamentada en perfecta ordenación la rutina del arreglo doméstico, cumplidos ya, o a punto de cumplirse, los cuarenta, curadas de amor, se encontraron, ya no tan bonitas, pero sí tan fuertes y tan sanas como a los veinte, con el entendimiento más abierto y el corazón más generoso, y no quisieron resignarse a retirarse a un rincón de la vida como trastos inútiles, y a pasarse los veinte años de espléndida salud que aún les quedaban tristemente aburridas en compañía de una labor de media o de crochet, o adorando a un gato o a un loro, o ridículamente obstinadas en darse colorete, teñirse el pelo y apretarse el corsé, para ir de salón en teatro, en el necio y lamentable empeño de hacer creer en la eternidad de unos treinta y cinco desvanecidos para siempre. (…) Por eso, los primeros clubs, es decir, las primeras reuniones de mujeres para un fin común que se fundaron en Norteamérica, fueron clubs de estudio y de cultura. ¿No creen ustedes que éstos debieran ser los primeros que se fundasen en España? Un rincón con un poco de lumbre, silencio y muchos libros, donde las mujeres pudieran aprender por su cuenta algo de lo mucho que ni la familia ni el Estado se han preocupado de enseñarles.»
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