Alien: el octavo pasajero (1979) es un clásico indiscutible de la ciencia ficción, uno de los tres o cuatro films más copiados de toda la historia del género.
Lanzó o consolidó las carreras de casi todos los que en ella intervinieron, incluyendo a Sigourney Weaver en su debut cinematográfico, el guionista Dan O’Bannon, el artista H.R. Giger y especialmente el director Ridley Scott. La idea de unas estilizadas criaturas negras cazando humanos por corredores oscuros y el aspecto sucio e industrial de la nave Nostromo se copiaron tanto que acabaron convirtiéndose en clichés.
A finales de los setenta, todo esto eran conceptos innovadores. El éxito de la película fue de tal calibre que generó una cadena de secuelas que se estrenaban cada cinco o seis años. La primera, Aliens (1986), estuvo a cargo de James Cameron y cosechó tanto éxito y buenas críticas como su predecesora. La calidad de las siguientes,Alien 3 (1992) y Alien: Resurrección (1997) fue en declive, cayendo en la mediocridad absoluta con los crossovers con la franquicia de Predator: AVP: Alien vs Predator (2004) y AVPR: Aliens vs Predator Requiem (2007).
Entretanto, en las tres décadas que separaron Alien de Prometheus, Ridley Scott se convirtió en uno de los directores más interesantes y rentables de Hollywood. Siguió cultivando el cine de género durante la primera mitad de los ochenta con Blade Runner (1982) y la menos exitosa Legend (1985), con las que reinventó tópicos de la ciencia ficción y fantasía de una forma tan novedosa como había hecho en Alien. Pero después, con la excepción de la reciente El Marciano (2015), Scott abandonó la ciencia ficción y la fantasía a favor de géneros más populares y temáticas más mainstream.
Mientras que algunos de los títulos de su filmografía son de una muy alta calidad (como Thelma y Louise, 1991; Black Hawk Derribado, 2002, o American Gangster, 2007) y otros son, como mínimo, muy entretenidos, parece que nunca ha vuelto a recuperar completamente la elegancia visual, la perfecta simbiosis entre artista y artesano, la magnífica comprensión de la luz y el diseño, que se pudieron ver en sus primeros filmes. Parece como si el ya muy maduro Scott se hubiera conformado con ser un sólido director comercial.
Aunque se involucró en mayor o menor medida en otras producciones de género ‒incluyendo Dune (1984), la fallida Zona caliente, sobre la crisis del ébola, Tristán e Isolda (2006) o Soy Leyenda (2007)‒, Prometheus supuso el auténtico regreso de Scott al cine fantástico después de veintisiete años
En el año 2089, en la isla escocesa de Skye, los arqueólogos Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) y Charlie Holloway (Logan Marshall-Green) descubren unas pinturas rupestres idénticas a las que se han encontrado en otros lugares del mundo, elaboradas por civilizaciones diferentes en momentos históricos distintos. Cada pintura representa un humanoide gigante señalando a un sistema solar dibujado sobre su cabeza.
Cuatro años después, la Corporación Weyland envía la nave Prometheus a una misión al espacio profundo. En el momento programado, la tripulación es despertada de su criosueño y Elizabeth y Charlie, que han convencido a Peter Weyland (Guy Pearce) para que les incluya como jefes científicos a bordo, les explican que la misión se dirige al sistema estelar indicado en las pinturas siguiendo lo que parece una señal dejada por unos extraterrestres que pudieron ser los creadores de la especie humana y a los que llaman los Ingenieros.
El Prometheus llega a su destino y aterriza en la superficie del único planeta del sistema. El grupo empieza a buscar en el interior ruinoso de un complejo abandonado de origen alienígena. Descubren los restos de unos seres extraterrestres cuyo ADN les relaciona con los humanos. Sin embargo, también hay criaturas vivas en el lugar, una especie de serpientes que atacan a dos miembros de la tripulación. Igualmente inquietante es que el androide que viaja en la nave, David (Michael Fassbender) oculte el verdadero propósito de la misión y desarrolle su propia agenda al margen de sus compañeros. Llega incluso a infectar a Charlie Holloway con una muestra que había extraído de las ruinas, provocándole una horrenda metamorfosis y posterior muerte. La investigación toma otro cariz cuando se descubre que uno de los Ingenieros todavía vive…
Como era de esperar, desde el momento en que se hizo público el proyecto se generó una enorme expectación acompañada de una no despreciable confusión, puesto que al principio se anunció que iba a ser una historia original en dos partes, luego una secuela a Alien: el octavo pasajero y, finalmente, algo que transcurría en el mismo universo pero que no estaba directamente relacionado con los acontecimientos vistos en las películas de la franquicia. Hubo rumores y especulaciones. El tráiler animó aún más a los aficionados. Todo el mundo quería saber más de un proyecto que llevaba años cocinándose y que, sobre todo, suponía el retorno de Scott al universo que él mismo creó y que tan influyente se había demostrado.
El guión venía firmado por Jon Spaihts, que previamente había escrito la mediocre historia de invasiones alienígenas La hora más oscura (2011); y Damon Lindelof, un antiguo guionista televisivo que se ganó cierta fama tras convertirse en principal escritor y productor ejecutivo de Perdidos (2004-10) y que también produjo la muy floja Cowboys and Aliens (2011). El segundo se ocupó de reescribir, con la colaboración de Scott, el guión del primero y es muy probable que los problemas que registra la historia y que mencionaremos en este artículo se deban al choque de dos enfoques muy diferentes sobre lo que debía ser esta película.
Prometheus es básicamente una expansión del universo de Alien. En la película original, Scott había logrado algo único en la ciencia ficción cinematográfica al desmitificar la aventura espacial, insertando en ella a unos simples empleados de una corporación que viajaban no a bordo de una lustrosa nave de elegantes líneas y brillante iluminación, sino de una especie de fábrica oscura y sucia. Y, desde luego, presentar a la criatura, inquietante, repelente y abiertamente sexualizada, imaginada por H.R. Giger. Pues bien, en Prometheus tenemos el enfoque opuesto: una nave limpia con monitores holográficos en lugar de parpadeantes pantallas de televisión, en la que todo funciona a la perfección y en la que el camarote de Meredith Vickers (Charlize Theron) cuenta con un diseño muy cuidado que incluye un piano de cola y pantallas gigantes con imágenes cambiantes de paisajes terrestres. Ciertamente, tenemos aquí la misma fascinación por el detalle y la plasmación verosímil de un futuro tecnológico, pero la aproximación conceptual y visual dista de ser novedosa.
Eso sí, los efectos especiales son de una calidad sobresaliente. Scott los combina con tomas de entornos naturales y planos de los personajes para rodear al espectador de un lujoso entorno visual.
Igualmente impecables son los decorados y la inclusión de algunos nuevos diseños de H.R. Giger junto a otros de sus clásicos, algo que satisfará a los amantes veteranos de la saga. Prometheus es un festín visual, sí, pero Scott sabe utilizar esos efectos para que no se conviertan en un mero artificio exhibicionista, sino que cumplan su función como herramienta para el desarrollo y ambientación de la historia.
Y hablando de la historia, ¿está a la altura de esos maravillosos efectos especiales?
En lo que se refiere a su aspecto de precuela, Scott acierta al no ceder a la siempre presente tentación de contentar a los fans con guiños evidentes o cameos del antiguo reparto. Hay algunos detalles que enlazan la película con la continuidad establecida en la franquicia –el papel de la Corporación Weyland, la aparición de un embrión alien al final‒, pero en su mayor parte la historia sortea las múltiples oportunidades de introducir referencias a las primeras películas.
La premisa sobre la que se planteó Prometheus giraba alrededor del misterio de la identidad del space-jockey, el ser alienígena que los tripulantes del Nostromo en Alien habían encontrado muerto en el interior de una nave, sentado a los mandos de lo que parecía ser una suerte de telescopio. Los exploradores de la Prometheus se aventuran en zonas diferentes de la nave y encuentran las causas por las que se estrelló y la especie a la que pertenecía ese ser: los Ingenieros, creadores de la especie humana millones de años atrás. Por desgracia, para resolver un par de misterios sobre los que los fans llevaban años especulando, el guión plantea muchos más, con lo que el espectador termina la película con la sensación de que ha visto algo profundamente incompleto.
De todas las secuelas de Alien, Prometheus es la que se relaciona de forma más cercana con el film original: nave y tripulación aterrizan en un planeta e investigan una estructura alienígena en la que se infectan con una forma de vida que rápidamente se apodera de la nave y empieza a eliminar a la tripulación, dejando solamente una superviviente femenina que debe luchar contra la criatura en el reducido espacio de una cápsula de salvamento, a lo que se une el androide con un siniestro propósito al servicio de los intereses de una poderosa compañía a la que no le importan lo más mínimo las vidas de sus empleados.
La principal diferencia en esta ocasión es que el propósito de la misión es –aparentemente‒ arqueológico y que el objeto de dicha búsqueda son Los Ingenieros más que un feroz alienígena que acecha por los rincones oscuros. Y éste acaba siendo, precisamente, uno de los aspectos menos satisfactorios de la película: la historia comienza y se desarrolla en su primera mitad como una aventura épica a la búsqueda de respuestas a los grandes misterios cosmológicos y al origen de la propia humanidad, algo que en la segunda parte se deja de lado casi por completo para pasar a imitar los tópicos de la franquicia Alien y hacer que unos tripulantes se infecten, otros se vean atacados por aliens e incluso que la protagonista –como Ripley en Alien 3‒ quede “embarazada” de un feto monstruoso.
En relación a esto último, el momento en que la doctora Shaw trata de provocarse un aborto en la cápsula médica para sacarse la criatura, recuerda de manera nada casual a la inolvidable escena en la que el monstruo salía del cuerpo de John Hurt en Alien. Scott solventa la escena con maestría y sin duda consigue provocar angustia y asco en el espectador, pero en ningún momento tiene la altura ni la categoría de clásico de lo que en su momento supuso aquel sanguinolento instante a bordo del Nostromo.
Pero es que, además, la amenaza con la que han de enfrentarse los hombres de la Prometheus está mucho peor definida que en la saga Alien. En ésta habían ido estableciéndose de forma muy precisa, verosímil y comprensible las formas en las que los huevos alien puestos por una reina infectaban a sus víctimas, las parasitaban con una suerte de larva para mutar a continuación a su estadio adulto de acuerdo al código genético del huésped. Ahora, sin embargo, todo sucede siguiendo unas reglas incomprensibles y caprichosas que hacen que las criaturas parezcan provenir de una especie de caldo negruzco para adoptar la forma de serpientes, o se transmitan por vía sexual para transformarse en una suerte de pulpo en el vientre de la doctora Shaw que, además, una vez extirpado, acaba adquiriendo unas dimensiones colosales en un tiempo récord y sin alimento alguno.
Tampoco se aclara nada, sino todo lo contrario, respecto a la figura de Los Ingenieros. La película se abre con unas escenas de tono épico sobre el fondo de los impresionantes paisajes islandeses en el que vemos a uno de Los Ingenieros beber una sustancia que desintegra su cuerpo y permite que su ADN pase al ecosistema, iniciando de esta manera un proceso evolutivo que millones de años después dará lugar al ser humano. Tal premisa puede resultar como mínimo discutible, pero no es nada comparado con lo que se asume a continuación. Desde el momento en que los arqueólogos descubren las pinturas rupestres que retratan a los Ingenieros, piensan –acertadamente, según el guión‒ que los alienígenas no sólo nos crearon, sino que nos visitaron en un periodo relativamente próximo de nuestra historia para indicarnos hacia dónde debíamos dirigirnos.
Ello supone introducir en el guión las tesis de Erich Von Däniken sobre los astronautas del pasado. Éste fue un autor suizo muy popular en los setenta que empezó a divulgar sus teorías pseudocientíficas y pseudohistóricas con su libro Chariots of the Gods (1969), al que siguieron otros dieciséis títulos. En ellos postulaba la hipótesis de que los alienígenas habían visitado la Tierra en el pasado y ayudado y guiado a las antiguas civilizaciones, siendo los verdaderos responsables tras la construcción de, por ejemplo, las Pirámides de Egipto o Stonehenge, y cuyos rastros pueden encontrarse en los textos de la Biblia, las cabezas de la Isla de Pascua o las líneas de Nazca.
Estas ideas han sido ridiculizadas por los expertos de diferentes materias desde el mismo momento de su aparición, pero aun así han probado tener una capacidad de fascinación considerable al que no ha escapado la ciencia ficción, como lo demuestran películas como Invasión de las Estrellas (1977), Hangar 18 (1980), Stargate (1994), Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008), 10.000 B.C. (2008) etc., o series de televisión como Battlestar Galactica (1978-79) y la franquicia Stargate. Resulta algo decepcionante que alguien como Ridley Scott, que en su momento elevó la ciencia ficción cinematográfica a nuevos niveles de calidad y verosimilitud, se deje seducir por estas estrafalarias y rancias teorías que, además y como acabo de apuntar, han sido ya desarrolladas múltiples veces en el cine y la televisión (al menos, ello le permite encajar Prometheus en la continuidad de AVP: Aliens vs Predator, que se apoyaba en las mismas ideas de Däniken).
Pero es que aparte de plantear esa hipótesis, la película no resuelve ninguna cuestión asociada con la misma: ¿Cuáles fueron las intenciones de los Ingenieros al diseminar su ADN por la Tierra? ¿Actuó sólo el individuo que vemos al comienzo o formaba parte de algún plan científico o religioso? ¿Por qué entonces desarrollaron miles de años después lo que parece ser un arma biológica –los aliens‒ dirigida contra la Tierra? Es más, ¿por qué dejaron señales en nuestro planeta que apuntaban precisamente al sistema donde se hallaba un simple laboratorio y almacén de armas biológicas? ¿A qué viene esa reacción violenta del Ingeniero al que despierta David? No hay ninguna explicación a todas esas importantes cuestiones de la trama, ni siquiera teorías a partir de las cuales poder debatir.
Asimismo, resulta inverosímil que nadie con un mínimo sentido común seleccionara a semejante grupo de individuos disfuncionales para algo que, además de los riesgos inherentes a cualquier viaje espacial, podría terminar siendo un primer contacto con una especie alienígena. En lugar de científicos y astronautas cualificados psicológicamente y adiestrados para lidiar con un amplio rango de crisis, tenemos unos tipos conflictivos como el geólogo Fifield (Sean Harris), que nada más descubrir el cuerpo petrificado de un alienígena sufre un ataque de pánico y quiere regresar a la nave. Otro científico, Milburn (Rafe Spall) cree que es una buena idea acariciar a una criatura con forma de serpiente que surge de un líquido oscuro desconocido… con las previsibles consecuencias que, excepto él, todos los espectadores se imaginaban.
Otro ejemplo de conducta absolutamente estúpida y fuera de contexto lo encontramos en la escena en la que Charlie se emborracha y se sumerge en una depresión tras descubrir que los Ingenieros encontrados en el planeta parecen llevar mucho tiempo muertos. Tras explorar solamente la primera de las quizá diez estructuras gigantes construidas por esa especie, ya se ha rendido y entregado al alcohol para ahogar sus penas. ¿Este era el científico que solo tres años antes se quedaba extasiado tras encontrar una simple pintura rupestre? Incluso después de recuperar la cabeza fósil de un alienígena y tener todo un planeta para explorar, ya no parece interesado en nada. ¿Por qué? ¿Hubo quizá tanta reescritura de guión que los detalles que explicaban tal actitud no llegaron al montaje final? ¿O estaban Scott y sus guionistas tratando de añadir una porción extra de drama humano aun cuando no tuviera sentido alguno ni para los personajes ni para la historia?
Igualmente inverosímil resulta que casi todos se ofrecieran voluntarios para la expedición sin conocer de antemano su propósito o los riesgos que entrañaba. En realidad, salvo la pareja de científicos protagonistas, Meredith Vickers y Peter Weyland, todos parecen estar allí más por el dinero prometido que por otra cosa. Y cuando se intenta justificar alguna otra motivación, suena falso, como cuando Elizabeth le pregunta al capitán Janek por sus razones para estar allí y él le responde claramente que para proteger a la Tierra de cualquier amenaza que ese planeta pudiera suponer para la Tierra. En ese punto de la historia ya resulta evidente que el personaje acabará viéndose envuelto en una situación que le permitirá ejercer tal papel. Es una escena claramente añadida para explicar el clímax final y que no resulta en absoluto auténtica.
Mientras que en Alien vimos como el androide Ash provocaba intencionadamente la catástrofe en el Nostromo, contraviniendo los acertados instintos de sus superiores humanos, Prometheus ofrece toda una sinfonía de la estupidez y la confusión en la que nada está claro, ni siquiera quién manda. Para empezar, hay tres líderes diferentes cuyas atribuciones no están definidas: el capitán Janek, la gélida representante corporativa Meredith y los jefes científicos, Shaw y Holloway. Ninguno de ellos parece saber qué están haciendo los demás o intenta establecer un control real sobre la crisis que se les viene encima, como demuestra que David haga lo que desea sin dar cuenta a nadie y a espaldas de todo el mundo; o que la expedición salga del Templo sin darse cuenta de que han dejado atrás, perdidos, a dos de sus miembros. Toda la cadena de decisiones equivocadas a la que asiste el espectador obedece en último término a la impaciencia por hacer avanzar la historia a costa de los personajes.
Tampoco el final resulta satisfactorio. Por una parte, la decisión que toma la única superviviente resulta de todo punto inverosímil habida cuenta de la experiencia que acaba de sufrir. Pero es que además de no poner un punto final a la historia y dejar a los espectadores pendientes de una segunda parte, la conclusión tampoco acaba de encajar en la continuidad esperada de la saga: cuando parecía que todo iba a quedar dispuesto para enlazar con Alien: el octavo pasajero, cuya acción transcurría treinta años después, Scott lo desbarata todo inexplicable e innecesariamente. El propio director admitió más tarde que necesitaría otras dos películas ‒¡dos nada menos!‒ para enlazar con los acontecimientos narrados en Alien.
Así que al final, ni siquiera quedó claro si nos encontrábamos ante una precuela, una película nueva o una mezcla de ambas. Personalmente, y con todas las pegas descritas, yo diría que Prometheus cumple la función de lo primero, pero con un tono de lo segundo, tanto conceptual como visual. No sólo da más peso a cuestiones trascendentes que al thriller terrorífico (al menos en su primera parte), sino que mientras que las películas de Alien se apoyaban sobre la claustrofobia, la soledad y la oscuridad, Prometheus ofrece espacios abiertos, bullicio y luz.
Ha habido quien ha tachado a Prometheus de pretenciosa por introducir en la trama cuestiones como la religión o la naturaleza y fuente de la inteligencia, sin luego darles respuesta. Es una crítica que, expuesta en tales términos, considero injusta. Ridley Scott es un realizador cuya ciencia ficción se ha situado intelectualmente entre Stanley Kubrick y James Cameron. Está más interesado en la acción que Kubrick (2001: Una Odisea del Espacio, La naranja mecánica) y más interesado en las ideas que Cameron (Terminator, Avatar). Desde luego, en Prometheus está más cuidado el aspecto visual que el contenido, pero éste no está ausente en absoluto y, de hecho y para quien así lo sepa ver, ofrece cuestiones dignas de debate.
Tomemos el caso de la religión, por ejemplo, un tema que ha estado presente en muchísimos trabajos de ciencia ficción, algunos de los cuales se han examinado con detalle en este mismo blog. La trama que plantea la película ya exige una reflexión al respecto: que nuestro origen no tenga nada de “divino” sino que sea obra de una especie más avanzada tecnológicamente, pone en entredicho la práctica totalidad de las creencias religiosas humanas. Es lógico, por tanto, abordar la cuestión, en este caso mediante un personaje, la doctora Shaw, de firmes creencias cristianas, que articulará en sus diálogos con otros personajes su propia interpretación de los acontecimientos.
La buena ciencia ficción es la que ofrece al lector-espectador ideas atrevidas, incluso polémicas, para que medite y debata sobre ellas. Y Prometheus lo hace. Lo que no se le puede pedir al guión, porque es imposible e intentarlo sí que sería pretencioso, es que de respuestas a esas preguntas. Sencillamente, no se puede. En el mejor de los casos, podría haberse intentado mostrar, si es que existen, el tipo de creencias que profesan los Ingenieros y ver si en algo se asemejan a las terrestres, pero ello escapa al objeto de la historia.
Otra de las cuestiones que se plantean es si conocer a nuestros hipotéticos creadores, en caso de que surgiera tal oportunidad, sería una buena idea. En la película, aquellos que lo intentan lo hacen impulsados por motivos no sólo diversos, sino contradictorios: la búsqueda de lo trascendental, el conocimiento científico, la curiosidad, el miedo a la muerte, el dinero… Con tantos y tan dispares intereses en juego, el conflicto está servido y resulta muy difícil afirmar con rotundidad que la especie humana se encuentre preparada para semejante encuentro.
Como en Blade Runner, Scott apunta aquí algunas interesantes cuestiones relacionadas con la inteligencia artificial sirviéndose del androide David. Puesto que nosotros mismos –según la película- somos creaciones de una especie más avanzada pero no por ello dejamos de ser inteligentes y autónomos, ¿acaso no son los androides como David seres con sus propios pensamientos, con su propia, podríamos decir, alma? Nosotros estamos condicionados en buena medida por nuestro ADN, pero dentro de esa programación somos capaces de adaptarnos y desarrollar una gran flexibilidad y diversidad de comportamientos. La programación de David no viene dada por una cadena de nucleótidos, sino –pensamos‒ por intrincadas tramas de circuitos electrónicos que, como a nosotros, le permiten aprender, tomar decisiones y desarrollar sus propias conclusiones.
Las escenas del comienzo que le muestran deambulando en solitario por la nave, espiando los sueños de sus hibernados compañeros, encestando infaliblemente canastas de baloncesto y adoptando como modelo al Peter O’Toole de Lawrence de Arabia, película que ve de forma obsesiva… nos sugieren de que se trata de un ser diferente a nosotros, pero con indudables puntos en común con nuestra especie. Su papel en el resto de la película está dominado por la ambigüedad: tiene su propia agenda oculta al servicio de Peter Weyland, pero no queda claro si algunos de sus actos más crueles –como provocar la infección de uno de sus compañeros- vienen motivados tan sólo por un genuino afán experimentador. Se permite incluso replicar con cierta sorna sobre su naturaleza de ser artificial a uno de los tripulantes, lo que ya sugiere algún tipo de inconformismo con su estatus de criatura esclava. Y también está, claro, su particular relación de tintes paterno-filiales con su “creador”, Peter Weyland. Esa mezcla de arrogancia y educación, de sensación reprimida de superioridad y frío servilismo, le convierten en el “eslabón perdido” entre el androide Ash de Alien y el replicante Roy Batty de Blade Runner.
Prometheus cuenta con un casting interesante. Como protagonista tenemos a Noomi Rapace, quien había sorprendido a todo el mundo con su gran interpretación de Lisbeth Salander en la versión sueca de la trilogía Milennium (2009). Desde luego, no podía abordar a la doctora Elizabeth Shaw con el mismo registro extremo que el de la atormentada Lisbeth. Probablemente la intención fue la de presentar a una heroína de acción más moderna, alejada de los clichés que la propia Sigourney Weaver en la saga Alien (y Linda Hamilton para la de Terminator) habían ayudado a establecer en los ochenta; una mujer físicamente valiente, intelectualmente capaz pero más convencionalmente femenina.
Por alguna razón, ya fuera la construcción del propio personaje, la dirección de Scott o la propia actriz, la doctora Shaw carece del carisma o la energía de Ripley. Parece alguien desesperado por agradar, con su suave voz, su aspecto de criatura sensible eternamente asustada y sus firmes convicciones cristianas que la alejan del cinismo y las asperezas que caracterizaban a Ripley. Y por cierto, también ella debe someterse, como he comentado más arriba, a una ordalía relacionada con los temas propios de la mitología Alien: la violación, la maternidad, la sexualidad y la metamorfosis.
Todo el mundo pareció estar de acuerdo en ensalzar la interpretación de Michael Fassbender como David, una variante del androide encarnado por Ian Holm en Alien: el octavo pasajero. Aunque más sonriente y amigable que Ash, Fassbender le da a David el mismo aire ligeramente inhumano. La ambigüedad que Fassbender imbuye en el personaje –nunca se sabe exactamente de qué lado está, a qué intereses sirve y si lo hace fruto de su programación o de una evolución propia‒ es uno de los aspectos más notables del film.
Charlize Theron, por su parte, hace lo que puede con un personaje, el de Meredith Vickers, hija de Weyland y comandante nominal de la misión, del que los guionistas y el director podrían haber sacado mucho más. Al comienzo se muestra fría y cruel, pero en la escena con su padre vemos que en su interior es un ser inseguro y acongojado por la falta de cariño y el fracaso al satisfacer las expectativas de su progenitor. De hecho, se ha sugerido que en realidad Meredith Vickers es una androide, una suerte de hermana de David, con quien pelea por el afecto de su “padre”, Peter Weyland. Es una hipótesis fascinante que, como tantas otras cosas en la película, se deja sin explotar.
El resto de los actores no merecen demasiados elogios, principalmente porque sus personajes tampoco. Sencillamente, eran un grupo demasiado numeroso como para que el guión pueda profundizar mínimamente en sus personalidades o motivaciones y establecer lazos de empatía con el espectador. Por ejemplo, es patente el carisma que Idris Elba imprime al capitán Janek, pero con excepción del final, su presencia es bastante prescindible en la trama. Guy Pearce queda lastrado por un maquillaje grotesco que coarta cualquier intento de interpretación física efectiva. Y el resto de tripulantes son comparsas cuyo destino es morir horriblemente.
Prometheus es un film que despertó opiniones encontradas pero que sin duda decepcionó a muchos fans –entre los que me incluyo‒. Y no porque sea peor que muchas otras películas de ciencia ficción, sino porque de Ridley Scott se esperaba algo más. Es un film con un excelente diseño de producción, magníficos efectos, impecable fotografía, actores con talento, ideas interesantes, momentos de épica y misterio y un buen ritmo que impide que el espectador se aburra. Todos los elementos parecen combinarse armoniosamente en la primera mitad para desplomarse en la segunda, cuando en lugar de resolver los misterios que se habían planteado y atar los cabos sueltos, la trama se conforma con recalentar los tópicos de la franquicia Alien (la mujer que sobrevive a una ordalía, monstruos que persiguen a los humanos y que crecen dentro de ellos, androides con secretos, corporaciones insidiosas, un duro pero carismático comandante…) empaquetándolos, eso sí, de una forma diferente e introduciendo matices nuevos que, pese a todo, no consiguen ocultar su origen.
En resumen, Prometheus, en mi opinión, no es una mala película, pero sí una ilusionante promesa que nunca llegó a cumplirse.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.