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¿Qué hace de ‘Por amor a Imabelle’ una de las novelas policíacas más audaces de todos los tiempos?

Estoy convencido de que mi libro Todas putas no existiría sin Chester Himes.

Antes pensaba que sólo le debía el título: lo tomé de la impresión que de niño me había causado su novela policíaca Todos muertos.

Hoy sé que mi deuda es mayor.

Han pasado 40 años desde que leí Por amor a Imabelle (1957), la primera con los polis Ataúd Johnson y Sepulturero Jones. No la había releído hasta ahora en inglés porque temía que la jerga de Harlem fuese difícil de desentrañar. Para nada: ha sobrevivido mejor que la de Philip Marlowe.

Himes las pasó canutas en su país: de niño en Arkansas presenció cómo su hermano se quedaba ciego tras un accidente escolar porque en un hospital de blancos no quisieron atenderle; más tarde él pasó una larga temporada en prisión, de 1928 a 1936, por robo a mano armada; y luego duró un suspiro como guionista de Hollywood porque el jefe de la Warner Brothers, Jack L. Warner, al verlo bramó: «No quiero negratas en este plató».

En los años 50, ahogado por el racismo cotidiano, Himes se fue de los Estados Unidos lleno de rabia y resentimiento (totalmente comprensibles) y se instaló en Francia y más tarde en España, donde vivió desde 1969 hasta su muerte en 1984, justo cuando yo chapoteaba feliz en las páginas de su Todos muertos, Un ciego con una pistola, etc.

Imagino que los círculos literarios de su país despreciaban a Himes: los blancos por ser negro; y algunos negros mejor situados que él por mostrar sin tapujos la vulgaridad, angustias y placeres mundanos del día a día de sus clases bajas. Igual que medio siglo antes le pasó a la antropóloga Zora Neale Hurston, a quien sus mentores académicos acusaban de reflejar en sus novelas la manera real de hablar y divertirse en los barrios populares del Sur negro, animándola a disfrazarla con modismos y maquillajes blancos: si reflejas cómo son y hablan esos negros pobres, les das la razón a los blancos en ser racistas, le decían indirectamente, los malditos Tíos Tom trajeados.

Pues lo mismo con la serie de novelas de Chester Himes: frente a la contención de otros autores de género policíaco y otros creadores de detectives de ficción, Himes no se detiene ante nada, ni ante el buen gusto ni ante el comedimiento de un enfoque equívocamente (y equivocadamente) realista. ¡No busca la aprobación blanca! Sus personajes no son negros formalitos para que los lectores primermundistas piensen: «Ah, mira, también pueden ser civilizados». Civilizados a la manera blanca, claro.

Himes se tira de cabeza a la sátira. Sus criaturas están pintadas con trazos gruesos y demenciales: el hermano gemelo del protagonista en Imabelle, por ejemplo, es un yonqui buscavidas que se traviste de hermanita de la caridad para pedir en la calle, a cambio de boletos que “garantizan” la entrada en el Cielo, y pagarse así sus chutes de heroína. Es un personaje que me creo de pies a cabeza. Personajes no aptos para burgueses delicados que creen en la solidaridad connatural de los pobres.

Y uno llora de risa leyendo, obvio, como cuando el tripudo protagonista escapa de una muerte segura a toda carrera sólo para quedarse atrapado en un estrecho pasaje entre dos edificaciones, y su forcejeo para liberarse es comparado con el de un «don Quijote negro luchando por su cuenta contra dos almacenes gigantes». Sus imágenes son desmedidas y tronchantes en cualquier situación límite: «Hasta la nuca del conductor parecía asustada».

Desde luego, en For the Love of Imabelle (también titulada A Rage in Harlem) están consignados los hechos irrefutables del racismo: «[En el tablón de la comisaría] había colgadas fotos de tres hombres de color buscados por asesinato en Misisipi. Eso significaba que habían matado a un hombre blanco, porque matar a un hombre de color no era considerado asesinato en Misisipi». Pero también pinceladas del día a día en la calle: enseñanzas como que «la gente de color no respetaba a los polis de color»; caracterizaciones de barrio claves como apuntar el material de los abrigos femeninos, que podían estar confeccionados con piel de caballo, gato, perro o incluso de murciélago; y ojo, también se señala el autorracismo: «La gente de color y los problemas, pensó Jackson, son como dos mulas uncidas a un mismo carro».

A veces sus imágenes resultan maravillosamente elocuentes en sí mismas, como esta de los viandantes noctámbulos de Harlem paseando a la hora más marginal con «las cabezas encogidas dentro de cuellos alzados y bajo sombreros bien calados, como gente sin cabeza».

El sexo y el gore en sus páginas son inusitados para los años 50: lo prueban metáforas como aquella por la que Himes describe el estertor de un moribundo retorciéndose en el suelo «como si llegara a una frenética culminación sexual con una pareja invisible»; o el sangriento desenlace de hachazos, balaceras y amputaciones. También pervive modernísima la tarantiniana tarjeta de presentación de los policías al cargo del caso: cuando todo presagia la intervención heroica del recién llegado Ataúd Johnson, lo invalidan a la primera con una rociada de ácido que lo deja inutilizado e invidente para el resto de la tragicomedia.

Eso sí, id a la novela. No pude aguantar más de media hora de su adaptación al cine en 1991 con Forest Whitaker: el Harlem de Himes no es «bonito», vistoso, de época, de negritos elegantes claqueando felices, dignificados porque van todos bien vestidos, hecha para ganar un Oscar a la mejor decoración y vestuario, y ni siquiera bien dirigida. El de Himes es un Harlem cochambroso, lleno de mala muerte, de vida y de alguna que otra vidorra, magistralmente plasmado por escrito. Y su humor no es para esbozar una sonrisita cómplice y condescendiente: las sonrisas que provoca Himes son también muecas de dolor.

Ahora me doy cuenta de hasta qué punto soy su discípulo, lo mucho que debió de influir Por amor a Imabelle en ese niño charnego de 10 años. Lo que a la crítica institucionalizada, a veces tan fina ella, le cuesta entender es que en ocasiones el exceso no es ganas de provocar o exagerar: a menudo el exceso es una radiografía fría de una calle periférica…

Y la manera de comunicarse de la gente pobre.

¿Tenemos que dejar de ser Tarzanes en Nueva York para que acepten sentarnos a su mesa? A mí varios editores «importantes» españoles me mostraron directamente una plantilla mental de lo que se podía escribir y lo que no. Una plantilla de buenos modales literarios.

Eso sí, si el hereje procede de Francia o de USA, le revientan cohetes: «¡Qué osado, qué transgresor! ¡No respeta ni se detiene ante nada!».

En fin…

Himes está enterrado en la localidad valenciana de Benissa.

Me hubiera gustado visitar su tumba algún día.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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