A Antonio Vega, in memoriam
Al periodismo o se le quiere con locura, o se le detesta. En esa doble lectura se ha movido siempre el cine, y en especial el film noir americano, el que se desarrolló en el tercio central del siglo XX, apoyando ciegamente a los más conspicuos directores de periódico en la ficción, y de igual forma, crucificando a los detestables gusanos que promovían el crimen, la mentira, la delación y la delincuencia.
En eso el cine, una vez más, es reflejo de la realidad. En esta profesión que muchos dicen bendita, te encuentras al sobornado y al insobornable, al corrupto y al incorruptible, al zafio, al cobarde de espíritu, al comprometido, al interesado y al altruista, al irresponsable, al pura sangre profesional y al oportunista, tipologías todas ellas que han sido plasmadas con acierto en la pantalla. Y, además, en buena parte de los géneros considerados hoy como clásicos: Dutton Peabody (Edmond O´Brien) en el western The Man Who Shot Liberty Valance (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962); Ann Mitchell (Barbara Stanwyck) y Macauley Connor (James Stewart) en las comedias Meet John Doe (Juan Nadie, 1941) y The Philadelphia Story (Historias de Filadelfia, 1940); Warren Justice (Robert Redford) en la romántica Up close & Personal (Íntimo y personal, 1996); Johnny Jones (Joel McCrea) en la intriga hitchcockiana Foreign Correspondent (Enviado especial, 1940); Charles Foster Kane en el drama Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1946), todos ellos han demostrado la versatilidad que la figua del periodista permite al cine, las múltiples historias en que puede verse envuelto, y las mil y una formas de desenvolverle… o cavar su tumba para siempre.
Son variados y ricos registros normalmente situados al filo mismo de la ley y/o la ética, ya que cuando no golpean con dura mano a la primera, castigan sin piedad a la segunda, entendida como la inalcanzable deontología que se estudia en la facultad. No valen medias tintas con ellos, no hay en esos retratos periodistas vulgares o aplicados ratones de redacción que no logran pasar nunca a la historia.
Lo negro y el periodismo, el crimen y el poder de la prensa, son conceptos que en el subconsciente colectivo anidan juntos hasta confundirse: el periodista del cine negro es un sabueso que hace las veces de investigador privado o agente de policía, que suele ridiculizar a estos y que desentraña complicadas tramas de asesinatos, delincuencia organizada, juego, entramados políticos corruptos, en frecuentes ocasiones cayendo él mismo en las redes de lo que trata de denunciar.
Las armas de fuego, los revólveres, las porras, devienen máquinas de escribir y blocs de notas, o se transforman en esa salvadora Polaroid que esgrime Joe Pesci como única defensa en El ojo público (The Public Eye, 1992) de Howard Franklin, la última gran película del género negro que retrata la ambigua profesión del informador mezclado en asuntos sucios.
Habrá que esperar a que Tim Burton, David Mamet, Oliver Stone o el mismísimo Paul Schrader metan la cabeza en la jungla periodística para sacar más lingotes de oro de esta mina cinematográfica.
Volviendo a los géneros, ¿acaso no son negras Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, 1957), La barrera invisible (Gentleman’s Agreement, 1947) o las tres mejores versiones que se han hecho de la obra teatral de Ben Hetch The Front Page con Milestone, Hawks y Wilder? Quien discuta su negrura, disfrazada de drama elitista la primera, de denuncia del antisemitismo la segunda, o de caricatura viperina las tercera, se ha quedado en la mera anécdota, y en ellas hay periodistas situados en ese filo de la ética del que antes les hablaba.
El periodista en negro es gente para la que, como reconocía Tony Curtis en la película de Mackendrick, la integridad es como el sarampión, y se entregan a la medicación más expeditiva para combatirlo. El periodista en negro es, como Humphrey Bogart en Deadline USA (El cuarto poder, 1952), un profesional íntegro que busca la salvación del medio de comunicación al que quieren silenciar el poder del capital y de la inmundicia.
El periodista en negro es, también, el plumilla John Ireland de All the Kings men (El político, 1949) que ha cubierto una campaña electoral y, seducido por el candidato a gobernador, sucumbe a sus favores descubriendo más tarde, con sorpresa, su actitud dictatorial, déspota y corrupta del líder de masas trazado con maestría por el blacklisted Robert Rossen.
El periodista en negro es como el “Secretitos” de L.A. Confidential (1997) que incorporaba Danny De Vito, al que convierten en un colador por husmear demasiado en contra de la dirección del viento.
Todavía hoy, siglos después de inventados la profesión y el hecho periodístico, discutimos en los foros “mediáticos” sobre el verdadero papel que debe desempeñar el periodista, su utilidad social, su rol de defensor de la moralidad y la ley, su papel de educador, notario aséptico de los hechos, o bien como adalid del negocio de la información, como vendedor de noticias y exclusivas sin reparar ni en precio ni en perjuicios hacia terceros. El cine negro ha sabido reflejar esa dualidad.
Muchos de los escritores, guionistas o directores que han participado en la producción de películas negras supieron ser antes cocineros de la información, reporteros, cronistas, articulistas o redactores de sucesos. En la lista tenemos a Billy Wilder, Richard Brooks, Sam Fuller, Horace McKoy, el propio Rossen…
Narraron, negro sobre blanco, cientos de historias sacadas directamente del natural, de la realidad, teclearon en sus Underwood, bucearon en las fuentes y lograron camelarse a los informadores.
Sus películas abarcan no menos cuatro décadas y una veintena de títulos reseñables con cierta entidad, que en España han sido vistos de forma desigual y alguno de los cuales ha pasado inédito por nuestras pantallas, aunque las emisiones televisivas o las ediciones videográficas han reparado algún desliz en este aspecto de distribución, con regocijo, todo hay que decirlo, de las generaciones que hemos descubierto buena parte del cine añejo a través de la pequeña pantalla, ¡qué remedio!
Hay en esa veintena de films, creo que media docena de obras maestras del género con referencias tangenciales o absolutas al mundo de la prensa y los periodistas.
En Each Dawn I die (Muero cada amanecer), dirigida en 1939 por William Keighley, el periodista cae en la red, entra en prisión, y descubre allí los valores de la amistad, la decencia y la palabra de honor… de quien menos lo podría esperar: del mafioso George Raft, al que apodan “Hood”, no sé si con resonancias de príncipe de los ladrones.
Frank Ross, el personaje de James Cagney, es íntegro y repeta la moralidad, hasta que descubre su precio al publicar las cuentas falsificadas de la mafia de la construcción que han caído en sus manos, y se ve implicado en una muerte.
La película (una de esas tangenciales en el subgénero que nos ocupa), pasa a ser entonces un drama penitenciario, en el que las clases tienen un debido respeto (los guardianes exigen el trato de usted a los reos), y en el que Cagney y Raft alcanzan su pacto anti-sistema para quitar la careta corrupta a más de una autoridad.
En prisión nace también Call Northside 777 (Yo creo en ti, 1949), obra del prolífico, e infinitamente superior a la consideración de artesano con que siempre se le ha tratado, Henry Hathaway, muy querido por el cine negro, y muy directo en el dibujo del perfil del periodista como investigador de asuntos archivados por la policía y los tribunales. Estamos ya a finales de los años 40, en 1948, y Hathaway logra uno de sus títulos más injustamente subvalorados.
En él tenemos a dos tipos imprescindibles como son McNeal, James Stewart, el redactor de sucesos suspicaz y curioso en grado sumo (mimbres que deberían adornar todo cesto que contenga noticias), y su director en el periódico de Chicago, con el rostro de Lee J. Cobb. ¿Cuantos periodistas repasan hoy las páginas de los anuncios por palabras para descubrir historias?
Créanme si les digo que apenas ninguno, así que pocos lograrán un temazo como el que McNeal se apunta al descubrir que alguien ofrece 5000 dólares por pistas que permitan capturar al asesino de un policía en su suceso ocurrido hace más de una década.
Dicho y hecho, y por suerte apoyado por un director tan perspicaz como el sabueso de la información que es McNeal, que investiga, busca y rebusca, se deja la vista repasando nombres y fotos en archivos, y descubre que es la madre de un preso condenado por ese crimen, fregona de escaleras como medio de subsistencia, la que busca pistas para sacar a su hijo (Richard Conte) del penal.
Un aroma de verdad recorre la investigación del periodista, que inspiró vagamente al recientemente interpretado y dirigido por Clint Eastwood en Ejecución inminente (True Crime, 1999), aunque su recuerdo se nos haya difuminado a muchos, los que creemos que Eastwood estuvo “cansino” en esta historia y en su forma de narrarla (¿verdad, amigo Torres-Dulce?).
Para seguir la pista a los sabuesos de la noticia hay que saltar de década: en 1951, Billy Wilder roza la perfección una vez más, aunque nos pese a los que nos ganamos nuestro pan con el negocio de la información, con Ace in the Hole (El gran carnaval), en la que el auténtico agujero al final es el que nos deja en el alma el desalmado de Kirk Douglas-Charles Tatum.
Después de todo lo que se ha escrito y dicho sobre este guión, afilada, acerada y despiadada crítica de Wilder hacia el oficio en el que hizo sus primeros balbuceos con la pluma, no queda más que repetir lo que Javier Coma ha dicho del personaje en diferentes libros consultados (aunque más bien debería decir libros “de cabecera”): “es la desmitificación de la figura del periodista”; “supone un feroz ataque al periodismo sensacionalista”, o “es un violento e inescrupuloso fabricante de noticias”.
Viendo una vez más El gran carnaval, nos volvemos a preguntar si en realidad el órdago con forma de puñal envenenado va más contra la sociedad americana, escenificada en la población de Albuquerque que acepta el número ideado por Tatum para rentabilizarlo a escala nacional, que contra el mercenario sin escrúpulos que es el propio Tatum, o tal vez contra el sheriff que consiente el espectáculo, o quizás cargue en mayor medida contra la avaricia de la mujer del pobre Leo Minosa (Richard Benedict), atrapado allí abajo sin poder opinar del evento establecido en torno a su tragedia.
Siempre nos haremos esa pregunta, aunque la evidente respuesta señala al oportunista que pone en peligro la vida de un hombre para lograr lo que en buena lid no ha conseguido, el éxito profesional. Un circo tiene muchos payasos, y Wilder puso a trabajar a todo su elenco.
Scandal Sheet (Trágica información, 1952) nos mete de lleno en el análisis de la figura del director de periódico. Otro cult-director, el cada vez más reconocido (especialmente en la órbita del cine negro) Phil Karlson, se atrevió con una novela de Sam Fuller, y acompañado de algunos habituales del género como el operador Burnett Guffey o los actores Broderick Crawford y John Derek, diseñó un diario al borde de la quiebra que es reflotado gracias a un amarillismo muy efectivo: el director Mark Chapman impone portadas y grandes titulares dando al lector la carnaza que más le gusta, pero al final se convierte en víctima de su propio sensacionalismo.
Moraleja a anotar por aquellos que defiendan este tipo de prensa, y sobre todo por los que la pongan en circulación: Chapman escondía un oscuro pasado y se ve obligado a matar a su ex-mujer, crimen que investiga, con la sagacidad que el propio director le ha inculcado, su alumno el reportero McCleary, y no puede prohibir la investigación periodística del asesinato del que es autor…
Muy distinto es el Hutchinson que materializa Bogart en El cuarto poder. Un zorro viejo que se las sabe todas, y que ve como su creación, el periódico The Day va a ser cerrado por sus ideas demasiado progresistas, algo que sirvió a Richard Brooks en 1952 para contestar a su manera a la caza de brujas desatada en Hollywood, a pesar de la reticencia del jefe de la producción, el magnate Zanuck, que veía demasiado delicado y atrevido el asunto para los tiempos que corrían.
En la película hay periodistas veteranos, los “románticos” de la profesión como se suelen autodenominar, como el propio Bogart, Paul Stewart y Ed Begley, que lucharán contra las hijas del fallecido propietario que pretenden venderlo ¡a la competencia, al Standard!
El sacrilegio lo podemos imaginar si en el panorama de la prensa escrita de nuestro país ocurriera algo similar.
Por suerte, hay alguna ayuda para los desesperados náufragos, como la viuda del magnate, Ethel Barrymore, o la madre de dos víctimas de los sicarios del mafioso local, que en clarividente apreciación justifica su presencia ante el director del rotativo alegando que ella no conoce a la policía, pero sí a su periódico. El tipo de periodista que plantea Brooks está en las antípodas del que Wilder nos dejó un año antes.
Pero nos queda un condimento para terminar de definir la personalidad que el cine negro ha otorgado al periodista-investigador: la ambición de poder, la competitividad por un puesto de relevancia, la codicia por ser el primero.
En esa pugna, pocas veces limpia y profesional, andan metidos los tres aspirantes al cargo de director general del New York Sentinel, y para lograrlo, su jefe les encomienda convertirse en policías y encontrar al temible “asesino del lápiz de labios”, el pretexto argumental que Fritz Lang utilizó en While The City Sleeps (Mientras Nueva York duerme) en 1956.
El periódico es una colmena, y la descripción de su interior (o mejor, sus interioriades) es un verdadero ejercicio de disección, realizado con mano maestra. Cada aspirante (Thomas Mitchell, James Craig y George Sanders) busca sus apoyos y se autopostula, ejercicios ligados cada vez con más frecuencia al ascenso profesional de los periodistas, pero dentro del pesimismo que la película destila sobre el carácter de rapiña de sus protagonistas, queda la esperanza de que sea el que investiga, el que bucea en las fuentes de la información y ejerce de sabueso periodístico, el que al final se lleve el gato al agua. A uno le reconforta ese final, francamente.
Del guión de Casey Robinson y de las aportaciones realizadas por el propio Lang, que como siempre fueron muchas, no hay ni un solo defecto que destacar, ni como denuncia de la manipulación del poder de los medios de comunicación, ni como descripción de atmósferas familiares para la prensa, como ese bar de periodistas al que acude en un maravilloso momento del film la propia “noticia más buscada”, el mismísimo asesino que se topa de frente con alguno de sus perseguidores.
Las noticias están ahí, solo hay que descubrirlas, y con los argumentos para las películas pasa igual: Fritz Lang se inspiró en un caso real que sacó de los periódicos para crear su propia historia sobre la prensa y la ambición.
El cine negro había comenzado muy temprano a recrear ambientes periodísticos. En 1931, George Hill filmó The Secret Six (Los seis misteriosos), situando a Clark Gable como el reportero que sólo se moverá contra la corrupción cuando un compañero cae abatido por los disparos de la mafia.
The Finger Points (El dedo acusador, 1931, John Francis Dillon), con guión de W.R. Burnett, Okay America (1932, Tay Garnett), cuya publicidad aseguraba que por primera vez un periodista era mostrado en el cine sin una botella de ginebra, The Big Clock (El reloj asesino, 1948, John Farrow), Chicago Deadline (El misterio de una desconocida, 1949, Lewis Allen), Abandoned (1949, Joseph Newman), Shakedown (1950, Joseph Pevney), The Turning Point (Un hombre acusa, 1952, William Dieterle), o el fresco nocturno Park Row de Sam Fuller (1952), completan una rápida relación de títulos imprescindibles.
Todos ellos demuestran la plena vigencia del cine sobre el mundo de la prensa, y la actualidad de sus temas que podría ser aplicada a nuestros días de explosión mediática: los sobornos a periodistas, la aplicación de las nuevas tecnologías, la ambición por el poder en los medios, la siempre lamentable muerte de un periódico, la necesaria figura del periodismo de investigación, la relación entre los periodistas maestros y sus alumnos… Todo está plenamente al día.
Publiqué previamente este artículo en el número 20 de la revista Nickel Odeón (otoño 2000).
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