Fue el toque francés en el tiempo de los Correos Cósmicos [Die Kosmischen Kuriere: así se denominó a artistas como Schulze, Sergius Golowin, Wallenstein, Mythos, Popol Vuh y Walter Wegmüller]. Fue también el contacto entre dos mundos lejanos: la electrónica experimental y la música pop, que finalmente emprendieron un diálogo, sentando las bases para una cita emocionante en el futuro.
A Jean-Michel Jarre le cuadra la etiqueta de alquimista, por encima de la de compositor o músico. Un audaz alquimista, en una era donde las barreras «ideológicas» entre los géneros son más gruesas que el telón de acero. Por eso mismo, él tampoco escapa del hacha de los críticos fundamentalistas, dispuestos a entrever en su gentileza la figura demoníaca del «divulgador», como ya ha les ocurrió a los herejes de Kraftwerk cuando se adentraron en la autopista del synth-pop.
Lo cierto es que, en 1976 [fecha en la que se publica Oxygène], la electrónica viene a ser un sinónimo de partituras siderales frías y angulares, próximas a la atonalidad y propias de una pequeña audiencia de artistas de vanguardia. Una escena gloriosa, que sin embargo, comienza a dar algunos signos de cansancio. La ola teutónica de la kosmische musik, compuesta por Klaus Schulze, Tangerine Dream y sus compañeros, se está desbaratando en una suerte de resaca. Pero aquí llega el oxígeno francés, para darle una nueva vida, bajo el signo de una grandiosidad majestuosa. El joven Jean-Michel es un vástago de la nobleza musical (su padre, Maurice, el gran compositor, creó la banda sonora de Doctor Zhivago). Jarre es ambicioso y apunta a gran objetivo: hacer música electrónica para las masas, pero sin vaciarla de sugerencias etéreas y metafísicas. Además, su proximidad al Groupe de Recherches Musicales de Pierre Schaeffer, un pionero de la música concreta, le permite dominar el tema con la suficiente confianza.
Por lo tanto, no se trata de coquetear con el formato-canción, ni de introducir partes cantadas o algún tipo de vocoder, sino de captar las melodías y los ritmos de la música popular en el sistema tradicional de las suites electrónicas. Tal vez con una instrumentación completamente analógica, para dar forma a un sonido más articulado y melodioso.
Esta idea, tan simple como brillante, propiciará el álbum francés más exitoso de todos los tiempos, con 12 millones de copias vendidas en todo el mundo. Y sin embargo, nada presagiaba una hazaña semejante. A los 27 años, Jean-Michel sólo tenía dos activos: el fracaso de su primer disco (Deserted Palace, 1972), y una oscura actividad como letrista al servicio de intérpretes como Christophe y Françoise Hardy.
Oxygène es un producto casero, en el sentido literal de la palabra. Se grabó en el comedor de la casa de Jarre, convertido en un estudio de grabación, junto a los Campos Elíseos, con poco dinero disponible. Fue rechazado por varias compañías discográficas y es probable que hubiera seguido en el cajón si su amiga Hélène Dreyfus, también ex alumna de Schaeffer, no hubiera convencido a su esposo Francis, dueño del pequeño sello Disques Dreyfus, para que lo publicase.
La instrumentación es, sin embargo, muy avanzada para su época. Incorpora los órganos electrónicos Farfisa y Eminent 310, la caja de ritmos Korg Minipop (capaz de recrear el tempo de la musica afro-oriental, latinoamericana y dance), el Arp 2600, el Ems Synthi Aks, el sintetizador armónico RMI, el Minimoog y el Mellotron, sumados al Revox para llenar los sonidos del VCS-3, uno de los primeros sintetizadores europeos, adquirido en Londres.
Sepultado tras las teclas, los cables y esas increíbles máquinas, Jarre lo hace casi todo en solitario, traduciendo su idea en seis movimientos: una lista de pistas sin título (toda una apuesta comercial para aquellos años) a lo largo de cuarenta minutos de música completamente instrumental.
El corte del LP que entrará en las listas será un single sinuoso, de sonoridad proto-synth-pop, «Oxygène (Parte IV)», destinado a convertirse en un clásico de la electrónica y en un jingle para sellos comerciales y producciones televisivas. Era una melodía tan inmediata como hipnótica, encerrada bajo una capa de hielo polar (el videoclip inmortalizará una marcha de pingüinos en la Antártida), que se abre paso entre ráfagas de viento de silicio y ritmos cautivadores. Creará escuela, generando innumerables clones, recogidos luego en el caldo de cultivo del electro-pop-space-disco-techno.
Todo el trabajo debe considerarse como un conjunto único, sin fisuras (las piezas están todas mezcladas), resuelto en nombre de una actitud multiestilística que explota todos los matices del sonido y los trucos del arsenal electrónico de aquellos años.
La espectral obertura se abre paso entre juegos acuáticos, vértigo cósmico y escalofríos polares, con el lamento fúnebre del Ems Synthi AKS (una especie de simulador del legendario theremin ruso, el instrumento musical electrónico más antiguo) para evocar escenarios post-nucleares. A continuación, irrumpen con retardo los silbidos australes de una nube gaseosa que nos introduce en la «Parte II», un peligroso paseo espacial con efectos láser, ecos y lluvias de meteoros. El sintetizador traza la melodía principal, respaldado por la cadencia obsesiva y estridente de la percusión electrónica. A continuación, el sonido cambia, convirtiéndose en extraterrestre, oscuro, y los efectos cósmicos dan paso a ráfagas de viento estelar, tormentas de arena y coros mortales. La naturaleza y la humanidad contrarrestan, en este punto, el rigor glacial de las máquinas.
Incluso el interludio en Do menor de la «Parte III» mantiene el suspense, escenificando una marcha solemne, interrumpida por el sonido sombrío del sintetizador y el llamativo silbido del AKS.
De mayor extensión, «Oxygène (Parte V)» aprovecha el impulso de la lección minimalista de Tangerine Dream: algunos acordes en un tono menor, una atmósfera líquida y onírica (no lejos de lo que Bowie sublimará un año después en Low), dando así lugar a un lied celestial. Un inquisitivo patrón del bajo, obtenido con el Moog, se convierte en un cauce progresivo, que estalla en otro tramo más agitado y que se desvanece, por último, en las olas de un océano artificial.
Así, en una playa desierta y sin límites, entre las fluctuaciones de la tormenta y los chillidos sintéticos de las gaviotas, se celebra la apoteosis «impresionista» de «Oxygène (Parte VI)»: el enrareciso tapiz sonoro del sintetizador y del secuenciador polifónico generan otra melodía épica, apuntalada por el compás insistente (casi latino) de la caja de ritmos y con el contrapunto del rumor del viento, que se convierte en una resaca marina, llevándonos finalmente hasta una despedida de conmovedora intensidad.
A pesar de su inmediatez y de sus melodías, los rayos del sol no penetran en los paisajes de Jarre, siempre distantes y melancólicos. Tampoco es tranquilizador el mensaje que nos transmite su famosa portada, obra del artista Michel Granger, que representa un cráneo humano gigante en el interior de un planeta Tierra que va deshaciéndose. Casi un presagio de aquella pesadilla, tan viva en los 70, que planteaba la devastación del ecosistema por parte de una futura civilización tecnocrática. El oxígeno, en este caso, viene a ser el símbolo del panteismo cósmico de Jarre, un humanismo neo-romántico y naturalista forjado a través de sus estudios literarios.
Pese a que su ingenio y sus sonidos son propios de una época determinada, Oxygène continúa siendo un clásico. De hecho, es la piedra angular de un nuevo «camino francés» de la electrónica, de carácter pictórico y orquestal, impregnado de influencias mediterráneas. Es una pena que después de dos sagas tan fascinantes como Equinoxe y Magnetic Fields, Jarre haya ido perdiendo la magia, aplastado por las garras de su propia megalomanía, con esos shows faraónicos a base de luces, rayos láser y fuegos artificiales, o con esos auto-homenajes extemporáneos al estilo de Oxígeno 7-13, que en 1997 intentó un bis de aquella primera sinfonía para sintetizadores.
No obstante, tiene en su haber los números (80 millones de copias vendidas de álbumes y sencillos, y el récord de afluencia a un concierto, durante la exposición «Oxygène en Moscú», a la que asistieron alrededor de dos millones y medio de espectadores) y asimismo el orgullo de haber conquistado «la simbólica Bastilla del conservadurismo musical» (como dijo Alessandro Fantini en «Le 24 ore del cosmo»).
Después de años de olvido inexplicable, el virtuoso francés se encuentra el lugar que le corresponde, en el panteón de los pioneros de la electrónica, fortalecidos por una autoridad moral renovada ante una nueva generación de artistas (desde Daft Punk hasta Moby y Autechre, pasando por los recientes Fuck Buttons) que ya no dejará de rendirles homenaje.
Autor: Claudio Fabretti. Como periodista, ha trabajado en la agencia Adn Kronos, los semanarios Avvenimenti y L’Espresso, las revistas Blow-Up y Rockstar, el portal Kataweb Musica, el diario gratuito Leggoy la emisora romana Radio Città Aperta. Su conocimiento de la música popular le llevó a fundar en 2001 la revista digital OndaRock.
Copyright del artículo © Claudio Fabretti. Publicado por cortesía de OndaRock con licencia CC. Traducción de Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.