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El caso Piazzolla

El 11 de marzo de 2021 Astor Piazzolla cumpliría cien años. Estas certezas de los almanaques suelen ser buenos pretextos para recordar y hacer cuentas. Lo cierto es que Astor, al menos sus Cuatro estaciones porteñas, figuran en programas de conciertos, espectáculos de ballet y grabaciones en diversos formatos. En Europa, donde el tango es una ocupación de especialistas, subsiste gracias a dos nombres: Carlos Gardel y Piazzolla. Basta recorrer las disquerías que aún perduran en el continente. Aun más: Piazzolla tiene imitadores en todo su espacio, desde Croacia hasta Finlandia, pasando por la inevitable Alemania, país de la música, entre tantas otras cosas.

Normalmente, y con razón, se lo asocia a la vanguardia, dando por buena una palabra difícil de acotar. En realidad, desde niño, Astor perteneció al tango tradicional y, digámoslo así por ahora, “normal”. Tocaba el bandoneón, participó en orquestas, acompañó a vocalistas, tuvo su propia orquesta, compuso tangos melódicos de exquisito trato. Estudió con Alberto Ginastera, el compositor a quien muchos consideran el mayor de América Latina. Luego marchó a París y lo hizo con Nadia Boulanger, maestra de maestros. Y volvió a Buenos Aires.

En la capital porteña, Astor consiguió su máximo logro: inventarse un público, un público que considerara el tango como música autónoma, libre del baile con toda su memoria de arrabal pintoresco y maldito. Amargo y doliente como una condena, según sigue cantando Gardel. Si digo que se inventó un público es porque su propuesta de una música fuertemente tanguera pero, a la vez, dotada de otros elementos, no tenía público. Los castizos del tango lo juzgaban incomprensible, híbrido y bastardo, en tanto los melófilos de la “gran” música lo veían como un vulgar tanguero de cabaret. Entonces, gracias sobre todo a su música para el teatro y el cine, Piazzolla impuso el piazzollismo. Lo aprobaron en París y en Nueva York, y sus públicos dieron la vuelta al mundo.

Astor mostró que el ciclo del tango estaba agotado tras una breve trayectoria, veloz y floreciente, las cuatro décadas que van de 1915 a 1955, más o menos paralela a la del jazz. Lo probó con una frondosa obra, en la cual, a menudo, se citaba a sí mismo rayando en la escena en que Piazzolla se volvía piazzollista y plagiaba a Piazzolla. Tenía derecho, era el dueño de la criatura, su padre y maestro. De tal modo, sigue estando con su perdurable hallazgo en el vibrante espacio de tan especial calidad que llamamos música. Nos viene del siglo XX, el de Stravinski, Bartok, el del encuentro entre lo primitivo y lo sofisticado, una humilde ocurrencia del suburbio que, según el presuntuoso poeta del tango, “hoy reina en todo el mundo.”

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")