Tradicionalmente, la ópera se ha considerado un espectáculo para unas minorías de aficionados y especialistas. A veces, lo acalorado de ciertas discusiones entre partidarios de la Diva Tal y la Diva Cual, pueden pasar por peloteras entre forofos del Barça y el Madrid.
Desde luego que desde los tiempos iniciales de Monteverdi, cuando la ópera sucedía en los teatrillos de las cortes, hasta nuestros días, en que la podemos ver por internet en cualquier punto del planeta, las cosas han cambiado. Pero caben algunas consideraciones relativas. Me valgo de dos viñetas extraídas de la monumental obra de Simon Schama Ciudadanos. Una crónica de la revolución francesa que se puede consultar en la edición española de Debate.
En junio de 1784 la ascensión y el viaje en globos aerostáticos constituía un espectáculo de masas en la Francia de la Ilustración. Por esas fechas, en la llanura de Broteaux, cerca de la ciudad de Lyon, Montgolfier, inventor de la novedad, tripuló un gigantesco aparato de cien metros de largo junto con seis compañeros. En pleno vuelo, se incendió y precipitó a tierra ante una multitud aterrorizada que perdió de vista a estos héroes del espacio, envueltos en llamaradas y humaredas.
Los valientes se salvaron y el evento no pasó de un susto con rasguños y un poco de hollín. Montgolfier y los suyos fueron alzados en hombros y paseados como paladines de la novedad que aunaba el deporte con la ciencia. Así ocurrió en París mientras presenciaban en la Ópera una función de Ifigenia en Áulida de Gluck. Los precoces aeronautas estaban entre el público, que los reconoció y aplaudió, obligándolos a salir a escena. En fin, como si Leo Messi o Cristiano Ronaldo aparecieran en el Real. Imposible no es. El resultado no sólo fue el baño de multitud sino que el cantante que hacía Agamenón se quitó su corona de laureles y la puso en la cabeza de Montgolfier, con lo que masa, ciencia y deporte casaron el paganismo del arte neoclásico y galante del siglo ilustrado.
Veranos más tarde, en junio de 1789, días antes de que ocurriese la toma de la Bastilla, el rey Luis XVI depuso a su ministro Necker, por entonces tan popular que se organizaron manifestaciones callejeras en que la masa paseó el busto del depuesto como si fuera una imagen procesional. La cosa no se limitó a la calle. Una noche, mientras se representaba Aspasie, una ópera de Grétry, tres mil manifestantes irrumpieron en la sala y ordenaron que se detuviera la función. El pueblo de París estaba de duelo por la humillación regia al querido Necker, de modo que correspondía suspender los espectáculos.
Vemos que la ópera, todavía desprovista de discos, radio, televisión y ordenadores, afectaba en las grandes ciudades, aunque fuera de manera indirecta, a la vida de la población. Se sabía que la ópera existía y que gozaba de un prestigio en parte suntuario y en parte enigmático. Meter a la gente del común en sus santuarios era un indicio de cambio social. Lo que era de unos pocos estaba siendo reclamado por muchos. El siglo XIX, el del romanticismo y la épica tumultuaria, clamaba por iniciarse.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.