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Berlioz canta a Virgilio («Les Troyens», Warner Classics, 2017)

Se sabe que Hector Berlioz visitó en una ocasión la ciudad francesa de Estrasburgo en cuanto director musical de sus propias obras; fue en 1863 cuando ya había compuesto la mejor parte de su catálogo. La histórica ciudad alsaciana recibió con atención, interés y hasta cariño al nada conformista compositor. 154 años después Estrasburgo se enfrentó a un oneroso reto, el de interpretar la obra más ambiciosa de aquel ilustre visitante: Los Troyanos. Un título genérico que une dos partes conocidas como La toma de Troya y Los Troyanos en Cartago.

Un poco de historia en torno a tales Troyanos. Aquel mismo 1863 de la visita estrasburguesa se daba por fin a conocer en París esta magna obra basada en La Eneida virgiliana, finalmente definida como ópera heroica fantástica, compuesta años atrás y arrinconada conforme a la dificultad de todo tipo que su puesta en escena exigía. De hecho en ese 4 de noviembre de 1863, a punto de cumplir Berlioz la sesentena, solo se cantó su segunda parte, Los Troyanos en Cartago, precedida por una especie de prólogo de introducción. La obra en su conjunto, alrededor de unas cuatro horas de música (hay algunas partituras wagnerianas que la superan), hubo de esperar a 1890, con Berlioz en la tumba desde hacía 21 años, para que se escuchara, asimismo distribuida en dos partes, en el Hoftheater de Karlsruhe y, desde luego, cantada en alemán.

Casi justamente un año después llegaba, ahora en francés, a Niza y la Ópera de París se encargaba por fin de ella en 1921. En todas esas ocasiones, siempre se interpretó con diferentes cortes para aliviar la duración de una obra interesantísima, aunque musicalmente no toda de la misma calidad.

Sir Colin Davis, un entusiasta de la obra de Berlioz, la dio a conocer completa en 1968 en la Royal Opera del Covent Garden cuando estaba a punto de celebrarse el centenario de la muerte del compositor. Con un Eneas extraordinario, Jon Vickers, esas funciones londinenses se concretaron en una excelente grabación discográfica donde el hercúleo tenor canadiense se vio rodeado de la imponente Casandra de Berit Lindholm, sueca, y la sensual Dido de Josephine Veasey, inglesa. Música y canto sin fronteras, como es y debe ser. En el arte no hay paletos nacionalismos.

El mundo del disco se hizo eco, después de la decisiva lectura de Davis, con otra posterior también suya, en 2000, con un Eneas asimismo canadiense (Ben Heppner), enriqueciendo así un catálogo con diversas versiones más o menos completas, protagonizadas por pesos pesados de la ópera como las de Mario del Monaco (Eneas en la Scala 1960), Marilyn Horne (Casandra en la RAI de Roma 1979), Eleanor Steber (Casandra para la American Opera Society de 1960), Blanche Thebom y Amy Shuard (Dido y Casandra en inglés con Rafael Kubelik en 1957), Régine Crespin (fragmentos de Casandra y Dido en el Colón de Buenos Aires de 1969) y algunas otras intervenciones más cuya detallada catalogación podría hacer aburrida o agobiante la lectura de este nota (si ya no lo es hasta este momento).

Sí es necesario indicar y de paso someramente reseñar que de un tiempo a esta parte la obra berloziana ha conocido algunas presencias en el catálogo visual de la obra, tomas en vivo de diferentes espacios teatrales que se han tomado el trabajo, la responsabilidad y el gasto que supone montar en escena semejante partitura.

El Metropolitan de Nueva York con el hoy tan cuestionado James Levine (¡qué pena!) y un terceto asombrosamente atractivo (Jessye NormanPlácido Domingo y Tatiana Troyanos) puso en pie Los Troyanos en un respetuoso y soberbio montaje de Fabrizio Melano en 1983. En Lyon cuatro años después, se ocuparon de la obra Patrice Caurier y Moshe Leiser, contando con Serge Baudo en el foso y un voluntarioso equipo vocal en el que merece citarse al consistente Eneas de Gary Lakes.

En 2000 llegaron los protagonistas homéricos a Salzburgo de la mano de Sylvain Cambreling y la escenificación del muy a menudo inteligente (y ya fallecido) Herbert Wernicke donde, en un alarde de generosidad ejecutiva, Deborah Polaski se enfrentaba a los dos principales papeles femeninos.

Yannis Kokkos en la escena y John Eliot Gardiner al frente de la Orquesta Revolucionaria y Romántica ofrecieron en el Châtelet de París una versión de la obra donde deslumbró la Casandra de Anna Caterina Antonacci junto a la excelente compañía de Gregory Kunde y Susan Graham.

Antonacci volvió a demostrar que su Casandra era complicadamente imbatible cuando la contrató Antonio Pappano para su lectura en 2012 del Covent Garden (escenario siempre tan fiel a Berlioz). La soprano ferrarense tuvo en esta ocasión dos compañeros casi a su altura: Bryan Hymel y Eva-Maria Westbroek.

El Palacio de la Artes de Valencia, cuando estaba dirigido por Helga Schmidt, quien lo puso en pie y le otorgó una categoría indudable, se incorporó también a esta peligrosa aventura de escenificar Los Troyanos. Acudieron a los chicos de la siempre eficaz aunque a menudo discutible Fura dels Baus (vía Padrissa esta vez) con resultados bien susceptibles de consideración por contar en el foso con la flamígera batuta de Valery Gergiev.

John Nelson es un director de orquesta norteamericano que ha seguido los pasos de Colin Davis en lo referente a su prolongado interés por la obra de Berlioz. Ha dirigido en teatro en diferentes producciones o en concierto (con ocasionales trasvases al disco) como Beatrice et BénédictBenvenuto CelliniLa condenación de Fausto y por supuesto Los Troyanos. Con esta última obra acaba de coronar su actividad berloziana dirigiendo en concierto en Estrasburgo, luego trasladada por Erato al disco compacto una extraordinaria ejecución de tan monumento musical que, por fin, es la causa primordial de este comentario.

Bajo la suntuosa plataforma orquestal de la Filarmónica de Estrasburgo que, aparte de su actividad en las salas de concierto es la que también se sitúa en el foso de la Ópera Nacional del Rin, compañía lírica entre las mejores (y hay tantas) del panorama operístico francés por su calidad y originalidad; con la participación de tres coros (así lo exige la complicada partitura) y con un muy selecto equipo vocal entre francés y foráneo, Nelson firma una de las más sobresalientes (y completas) versiones de la obra. Es capaz de extraer toda la variedad de su música y otorgando especialmente unidad a una partitura compleja y algo desordenada, ese es el mayor en medio de otros elogios al que se hace merecedor. Como la obra cuenta con numerosos momentos orquestales, el papel del director es tan decisivo para una feliz realización como la labor de los solistas vocales; Nelson, sin retaceos, no deja pasar de lado esa oportunidad, firmando una versión de destacada belleza sonora y expresiva.

Casandra es la contralto canadiense Marie-Nicole Lemieux. En una parte que precisa una intérprete tan musical como pródiga en temperamento la Lemieux, generosa de modales como acostumbra, está a la altura de tales requisitos, pese a contar con esa espada de Damocles bastante incómoda: la de competir con Anna Caterina Antonacci que, como ya se ha escrito anteriormente, ha hecho de esta parte en los últimos años uno de sus mejores caballos de batalla. Vocalmente gloriosa, la apasionada y apasionante interpretación de Lemieux puede equipararse sin titubeos a la de Antonacci, la de la italiana algo más sombría que la de la canadiense.

La Casandra de la Lemieux gana enteros al tener a su lado un Corebo con la calidad aportada por Stéphane Degout: voz uniforme de hermoso colorido baritonal, dicción de una claridad es capaz de iluminar cada palabra del texto, en su largo dúo del acto I, Reviens à toi, donde los dos cantantes (la Lemieux es de Quebec, en la parte francófona de Canadá) ofrecen un ejemplo de cómo merece ser cantado y transmitido Berlioz.

Si Dido puede ser catalogada como el reverso de la moneda de Casandra, una mujer sensual y ardiente frente a la alucinada frigidez de la vidente troyana, Joyce DiDonato da ese tipo con su ardorosa vocalidad de mezzo lírica de suaves y atractivos colores. Una voz, empero, que la imaginativa intérprete sabe convertir en violenta o agresiva en las más dramáticas intervenciones postreras. DiDonato es, sin duda, una de las cantantes actuales de su cuerda dotada de mayor fantasía ejecutiva e inquietudes profesionales. Sus recitales son de una originalidad apabullante y su presencia aporta calidad en cualquier proyecto lírico donde se la programe. Estos Troyanos son un ejemplo más. En la escena de la muerte, como era de prever, la mezzo norteamericana se pone a la altura de las mejores Dido que se han disfrutado hasta la fecha, entre las que se citan las destacadas Janet BakerRégine CrespinShirley Verrett o Susan Graham. Todas ellas, como la DiDonato, capaces de entender y comunicar los diversos estados de ánimo por los que transita la desdichada cartaginesa en esa terrible situación de mujer abandonada por el hombre amado y que se enfrenta a la muerte como única solución a sus problemas sentimentales.

La parte de Eneas, parte concebida para un tenor de amplio registro, con algún que otro do agudo de obligada emisión, ha de combinar acentos poderosos (ya que se trata de un guerrero indomable) con expansiones de delicado sentimentalismo (pues se ha enamorada sinceramente de Dido). Su tesitura conviene a Michael Spyres, un cantante de notable interés por medios y disposición canora pese a su juventud. Aunque se le resistan ciertos aspectos de la tesitura de Eneas en cuestiones de empuje instrumental (algo que tiene Bryan Hymel, otro Eneas actual pero de canto no tan sensible como el de Spyres), no le impide realizar una soberbia interpretación de Inutiles regrets, la página más proclive al lucimiento, concluyendo por definir un personaje de cierto vigor militar y sobre todo de enorme impulso amoroso. El dúo del acto III, con la complicidad de DiDonato y el apoyo infalible de Nelson, es uno de los momentos más logrados de la lectura, honorando de ese modo una de las partes más extraordinarias así como hermosas de la partitura.

El equipo necesario en torno a estos tres personajes (cuatro si se suma Corebo), es numeroso y alguno de ellos disfruta de una mayor participación en solitario. Hylas, un joven marinero frigio, disfruta de una de las oportunidades más bellas de la obra, la canción Vallon sonore, motivo para que Stanislav de Barbeyrac (quien también asume a Helenus) demuestre sus exquisita sensibilidad canora. Nada tiene que envidiar el delicado tenor francés a otros Hylas destacados de la disco-videografía: Ed LyonTopi Lehtipuu y Toby Spence.

Iopas, como poeta de la corte cartaginesa que es, cuenta con otra canción capaz de despertar la mejor expresión musical del tenor ligero que es en esta versión Cyrille Dubois.

Marianne Crebassa es una jovencísima mezzo francesa que contemporáneamente a esta lectura cantaba partes más sustanciosas como el Fantasio de Offenbach o el Sesto mozartiano, por lo que es un auténtico lujo escucharla aquí como Ascanio, el hijo de Eneas al que, además de cantarlo magistralmente, lo dota de su auténtica sonoridad de adolescente. Hanna Hipp se las apaña como su tocaya Anna, la paciente hermana de Dido, claro que tiene un problema: canta siempre al lado de la DiDonato y esto la perjudica un poco.

Nicolas Courjal con la sonoridad cálida de un bajo “cantante” da a Narbal la autoridad asociada a un ministro porque tal es su función en el floreciente Cartago de la reina Dido; como hace lo propio también Philippe Sly cual Panteo, contándose además con otros cantantes, todos francófonos, muy acordes con los personajes que a ellos se les distribuye. En justicia merecen ser nombrados todos: Bertrand de Grunewald (Príamo), Richard Rittelmann (Un soldado, Un jefe griego), Jean Teigten (Mercurio, Espíritu de Héctor), Agnieszka Slawinska (Hécuba en octeto del acto I) y Jérôme Varnier y Frédéric Caton, los dos centinelas beneficiados por un originalísimo dúo en el acto V.

Sin duda, estos Troyanos suponen una de las grabaciones más importantes del año, merecedora de los premios habidos o por haber, algo que es predecible sucederá. El mundo del disco se enriquece con una grabación de este calibre, culminando una importante labor de producción discográfica como es la de Alain Lanceron. Una edición que, además de los cuatro cedes que la componen, suma un devedé donde se recogen varios momentos del concierto en la Salle Erasme de Estraburgo con duración de casi hora y media. Con tal publicación, el mundo del disco que los agoreros de turno veían ya prediciendo como finiquitado, resurge de sus (supuestas) cenizas con un bienvenido esplendor. Que siga así.

Imagen superior © Grégory Massat (Fotografía), Warner Classics. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).