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Nostalgias del 68

Hablando con mi amigo el catedrático, es curioso comprobar que, pese a la distancia geográfica (Buenos Aires y Madrid), la coincidencia generacional hace que parte de nuestras memorias coincidan. El punto más agudo de coincidencia está vacío: el París de mayo del 68. Allí no estuvimos ni mi amigo ni yo.

Las sustituciones parecen claras. Él recuerda un recital de Raimon en Madrid, el 18 de mayo de 1968, sus consignas, la colecta para unos obreros metalúrgicos en huelga, una manifestación estudiantil bloqueando el coche de la entonces princesa Sofía (luego reina democrática, pero entonces vista como esperanza de continuidad del franquismo).

Yo, en cambio, recuerdo mayo del 69, lo que en la Argentina se denominó “cordobazo”. En la ciudad de Córdoba hubo una pueblada con miles de personas en las calles, que obligó a la policía a replegarse y al ejército, a intervenir. Mandaba en mi país, entonces, uno de los numerosos dictadores que experimentamos, un hombre consistente y ridículo, llamado Juan Carlos Onganía, que había prohibido la lucha de clases por decreto.

El tiempo lo ha mejorado: su dictadura parece hoy un juego de niños, comparada con las masacres que vinieron en la década siguiente.

Intercambiamos viñetas con mi amigo. Las que yo recuerdo muestran un país que va de mal en peor; las suyas, lo contrario. Pero él parece leer el proceso al revés: lo bello era ser joven y sostener esperanzas revolucionarias respecto al mundo circundante, y no soportar la actual inercia social, que sólo nos permite una árida gestión de los asuntos comunes, con ínfimos márgenes para mejorar o empeorar nuestro destino histórico.

Las devociones de entonces son las mismas: no sólo mayo del 68 (abruptamente enervado por la llegada del verano, que llevó a los revolucionarios a los balnearios), sino el Che Guevara, las revoluciones argelina y cubana, la guerra de Vietnam y nuestro intransigente antiimperialismo, la confianza en las energías revolucionarias del Tercer Mundo, las masas campesinas hambreadas que tomarían heroicamente las armas para derrotar a los centros mundiales de poder y sus adormecidas periferias.

Paso revista a los primeros actores de aquellos años. La mayoría son víctimas con algo de cívico martirio: John Kennedy, el CheMartin Luther King, fueron asesinados. Kruschev, tras su intento de deshielo, destituido.

Pocos quisieran hoy repetir su fervor por Mao Ze Dong y aquella pintoresca y terrible Revolución Cultural que pretendía aniquilar a Rembrandt y Beethoven como agentes del imperialismo.

Éramos bondadosos y justicieros, pero nuestra lista de apuestas hoy se me aparece como equivocada. Las atrocidades de los norteamericanos en Vietnam palidecen ante las cometidas por los vietnamitas en Camboya y por los chinos en el propio Vietnam. La revolución cubana, colapsada, pide ayuda a los inversores internacionales. La argelina educó a una generación de fundamentalistas teocráticos.

El guerrillerismo foquista de Guevara produjo un movimiento de lucha armada en América Latina que fue contestado con una sangrienta contrainsurgencia (gracias a ella debí marcharme a España y hacerme amigo del catedrático antes citado). Si en estos años, las vidas humanas y los dineros que costó este enfrentamiento se hubieran canalizado a los fines del desarrollo económico y social, mejor sería la situación del subcontinente.

El arrojo de los montoneros y tupamaros sólo sirvió para aupar a personajes tan opinables como Perón y sus secuaces de ultraderecha y para definir los problemas del subdesarrollo latinoamericano, no como un resultado de la desigualdad norte-sur, sino como parte de la guerra de bloques este-oeste.

Por no desplazar el recuerdo a los fervores que mi amigo y sus amigos tuvieron hacia la ETA, la banda Baader Meinhof o las Brigadas Rojas italianas, que confundían el terrorismo con la revolución social, exactamente como las centurias de la Falange.

El catedrático sigue evocando a mayo del 68 como un movimiento revolucionario, la última esperanza de la revolución en el “primer” mundo. Sospecho que así la explica a sus alumnos, en cuyo museo de las eternas ideas debemos estar ya los jóvenes de aquellos tiempos.

Yo me pregunto si lo ocurrido no fue lo contrario, si mayo del 68 no fue la gigantesca demostración del fin de las revoluciones, tal como las veníamos entendiendo en Europa y América desde el siglo XVIII. Una suerte de enorme happening con consignas literarias y fervores acerca de una refundación de la historia, un happening al que no asistieron ni los partidos de izquierda ni la clase obrera, y cuya secuela política, apenas perceptible, se redujo a algunos episodios autogestionarios en ciertas industrias de élite francesas. Si descontamos el reforzamiento del partido golista, que encabezaba la gran reforma modernizadora de Francia, para adaptarla a la pérdida de su imperio colonial y ponerla al frente de la Europa tecnológica y democrática.

Es curioso, pero nadie asocia el recuerdo Raimon-mayo 68 con la insurgencia de Praga, que esa sí tocaba más de cerca y se parece un poco a la Europa de hoy, sin bloques y amenazada por el micronacionalismo que florece, oh paradojas del discurso ideológico, oh eternidad de las ideas, allí donde ha sido más fuerte la prédica del internacionalismo proletario y la solidaridad de los pueblos.

Mi amigo el catedrático parte a Boston, a meter la cabeza en la boca del lobo y encender la luz en la caverna, allí, en el cogollo del poder académico imperialista. Volverá cargado de libros nuevos y quejándose del viento helado que recorre esa ciudad inhóspita, erguida de cemento y aficionada a la hamburguesa con papas fritas.

Entre tanto, me encuentro con su mujer, que acaba de llegar de un congreso feminista. No deja de reiterar recuerdos. En efecto, desplazando al conformismo proletario, las reivindicaciones del 68 eran protagonizadas por otros colectivos, los que pedían, desde el margen, un lugar en el centro: los negros, los homosexuales, los jóvenes y, naturalmente, las mujeres (que, además, podrían ser también negras, homosexuales y hasta jóvenes).

Mi amiga carece de estos tres atributos, aunque alguno ostentó, en tiempos. Ha criado a sus hijos (que lo son del catedrático, rigurosamente), atiende su consulta de psicolingüista y acude a reuniones feministas, donde, en mi calidad de supuesto crítico literario, he debido recibir opiniones acerca de la liberadora literatura femenina, su sintaxis y su gramática, opuesta a la opresora literatura masculina, que hegemonizó la cultura occidental en los últimos cinco mil años (¿Literatura masculina? ¿La del bélico Homero y la del contemplativo Proust, toda revuelta? ¿Cuáles son los caracteres viriles de esta viril actividad?)

Para conjurar el paso de los años, mi amigo el catedrático quiere mirar su madurez con los ojos de los veinte años, es decir los que siguen fijos en la eternidad de las ideas. Mi amiga la feminista se empeña en considerar el mundo desde una perspectiva excluyentemente femenina.

Los jóvenes rojos del 60 se pueden volver viejos verdes en el 90. Verdes de ecologismo y de tiernas aspiraciones a una perpetua lozanía: el evergreen. Algo similar ocurre con este feminismo radical. Hasta proclama valores éticos femeninos (la fraternidad, la igualdad, la solidaridad) frente a los caducos y crueles ideales éticos masculinos (competitividad, pugnacidad, inteligencia técnica, dominio y desprecio a la naturaleza, belicosidad, etc.). Me pregunto si este feminismo no incurre en la visión machista de la mujer, que tanto le preocupa y a la cual intenta criticar. En efecto, para el sexismo machista, la mujer no es individuo sino género (la Mujer, las mujeres); la mujer es distinta y su distinción es irreductible, como si se tratara de algo natural; por fin, la mujer es sublime y perder esta sublimidad (maternidad, belleza, ternura y sumisión) es perder su identidad como eidos femenino.

Temo a esto de naturalizar los valores morales. Si ensalzamos un valor moral por ser masculino o femenino, también podemos ensalzarlo por ser ario, blanco o musulmán. Hacemos residir lo superior en una parcialidad: la raza superior. De nada vale que quitemos el lugar de superioridad al varón para darlo a la mujer. Último baluarte de una revolución imposible, mayo del 68 puede ser como este feminismo racista que se convierte en el último baluarte de lo Eterno Femenino, disuelto en la historia.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")