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El mito de Don Juan Tenorio

Para exponerlo y discutirlo en un seminario, me tocó volver sobre el tema de Don Juan. Don Nadie fue la traducción agudísima que hizo de aquel mínimo nombre, su tocayo Juan de Mairena.

En efecto, Don Juan es el no–sujeto, el hombre disoluto, es decir desatado, disuelto en su identidad hasta alcanzar la inmensidad del ninguno.

No se lo puede imaginar antes del barroco, pues barroca es la ética de la expansión, del impulso que sólo halla su medida en su agotamiento, sin obedecer a normas previas.

Moral anárquica, imperialista, explosiva, proliferante, moral de Shaftesbury y Spinoza, cuyo eco retoma Goethe al inventar a Fausto, el hombre que quiere alcanzar la medida del universo.

De Don Juan se ha obtenido el donjuanismo y se han derivado paradigmas patrióticos, sexuales y psicológicos. Pero si volvemos a El burlador de Sevilla, atribuida a Tirso de Molina, nos encontramos con un perfil de mujer a cuyo asalto parte el Tenorio, perfil reiterativo y neto. Don Juan no persigue a individuos, sino al género femenino. La mujer que lo atrae es siempre la mujer de otro, ante la cual se presenta, a su vez, como un tercero, valiéndose de un disfraz.

No seduce, sino que burla, o sea que formula una promesa verbal (normalmente, de matrimonio) en nombre del personaje del cual se ha travestido. La mujer es un objeto a conquistar y ha de ofrecer reparos o resistencia. El fin perseguido no es el enamoramiento, a veces ni siquiera el acceso sexual: es la deshonra, la fama de la mujer, maltrecha por un hecho público.

En fin, Don Juan se caracteriza por no volver sobre sus conquistas. El encuentro es siempre singular, la primera vez es la última.

Lo constante en la vida del Tenorio no son las mujeres, sino un varón, su criado, cómplice y consciencia censora, que le reprocha su mala vida pero no puede separarse de él. De algún modo, es su pareja. Se ha atribuido a esta situación un oblicuo sesgo homosexual, pero creo que los personajes de la literatura no tienen órganos sexuales ni de otro tipo. Son siempre fantasmáticos y los incorporamos los lectores y los espectadores, prestándoles la circunstancial posada de nuestros propios cuerpos.

Don Juan no halla nada dentro de las mujeres que burla, pero tampoco renuncia a seguir burlándolas. Es como si se obligara a una escena consabida y repetida por compulsión.

¿Por qué el género femenino no lo satisface y necesita insistir en la escena de la deshonra? Una clave la proporciona el propio Tirso, o quien sea el que redactara el Burlador, al «tachar» la figura de la madre de Don Juan.

Conocemos a su padre, que reprueba su conducta, sin éxito. Pero de su madre nadie habla. ¿No se sabe quién es o fue, no se debe o no se puede hablar de ella? ¿Busca Don Juan a su madre en la mujer deshonrada que es el género femenino como objeto de deshonra? ¿Se identifica él mismo con este fantasma materno?

La inconstancia del Burlador no es masculina, todo lo contrario: la donna é mobile. En términos anecdóticos, resulta sugestivo que la madre de Tirso (fray Gabriel Téllez) se llamara Juana.

Los mitos del disoluto que va de mujer en mujer, y del atrevido que convida a cenar a un muerto, son anteriores al barroco. Lo que aporta el Burlador es el modelo de mujer antes citado y el hecho mismo de la burla.

Al faltar la madre, falta el personaje de la novela familiar que señala al padre y la relación padre–hijo se desvencija y cae en invalidez. Por eso Don Juan no acepta límites, ni terrenos ni ultraterrenos, y osa desafiar al más allá, en la figura del muerto–vivo que asiste a su cena (la última cena de Don Juan) y se lo lleva al infierno.

Hay razones históricas que pueden sustentar la aparición de este mito en el barroco. Por ejemplo, el argumento de la limpieza de sangre. Si la madre de Don Juan es innombrable y él disimula siempre su identidad, es porque la madre podría transmitir alguna mancha a su honra (la mujer deshonrada sería un sucedáneo materno).

A su vez, esta identidad fallida y oculta hace que Don Juan no halle lugar en el tejido social y deambule como la otra gran creación gemela del barroco español: el pícaro.

El homo viator, según lo han visto Maravall y otros estudiosos de la «edad conflictiva », es una de las figuras esenciales del barroco. También puede pensarse en el absolutismo de la moral donjuanesca, simétrico del poder absoluto de los reyes barrocos. En todo caso, Don Juan es la respuesta moderna a la ideología del amor cortés, el petrarquismo y la amada lejana de los trovadores, conforme lo ha estudiado la crítica italiana.

«Don Juan» (1926), de Alan Crosland, con John Barrymore y Jane Winton.

Don Juan es una suerte de Maquiavelo del amor, que demuestra cómo el amor desaparece al profanizarse, lo cual confirma la vieja teoría de Rougemont sobre la cortesía amorosa tardomedieval, que encubre a una religión prohibida por la Iglesia, la religión de las diosas madres y abuelas, que viene de la India y del Irán.

Sin la sacralización del ser amado, no hay amor, no hay persona amada, no hay vínculo entre el amante y su objeto. La mujer se convierte en género y el sexo en deshonra.

A Don Juan le pasa lo que al enamorado Petrarca: ve a la mujer en todas partes, a escala cósmica, pero no la halla en ninguna. En clave de burla, es el enamorado cortés, lo mismo que el picaro es la versión burlesca del caballero andante.

Al profanizar el género femenino, Don Juan profana otra construcción barroca: el culto mariano, la diosa madre convertida en madre del Hombre Nuevo a través del parto milagroso de la Virgen María, tan fuertemente reverenciada en aquellos tiempos.

Don Juan no hallará en el total de las mujeres ni a su madre, ni a la diosa madre, ni a la Virgen Madre. Por eso anda tan desmadrado, tan sin cauce y sin medida. Sólo la muerte pondrá término, razón, coto, a su desmesura.

«Adventures of Don Juan» (1948), de Vincent Sherman, con Errol Flynn en el papel protagonista.

¿Es Don Juan fóbico a las mujeres, en las que ve el retrato de su innombrable madre? ¿Es su criado el acompañante contrafóbico masculino que acaso asiste como mirón a sus encuentros sexuales, según lo insinúa Tirso?

Si por vericuetos psicológicos se llegara a este inasible Don Nadie, tal vez convendría ver en su coleccionismo un rasgo de perversión, en el sentido de que el perverso es quien no admite su falta, se imagina pleno y sin carencias, para lo cual debe llenar el menor agujero que perciba.

La colección de sus conquistas y burlas, documentada por un criado en un catálogo (añadido por los italianos en las farsas populares y recogido por el abate da Ponte en su libreto para Mozart) es el recurso para confirmar su perversión.

El precio que paga es ser disoluto, el ninguneo de sí mismo. Don Juan no se hallará en ninguna mujer, ni como amante, ni como hijo, ni como padre. No tendrá descendencia ni pareja.

Don Juan en la Ilustración

Si salimos del barroco, vemos que el mito se atenúa o desvirtúa. Los Donjuanes del siglo ilustrado, como los de Goldoni o Gozzi, son francamente débiles en comparación con Tirso o Moliere. Hay la magnífica ópera de da PonteMozart, pero resulta la inversión del Don Juan barroco.

La Ilustración es un movimiento donde la mujer cobra una fuerza protagónica y en dicha ópera asistimos a un escarmiento del Burlador organizado por las tres mujeres burladas, que Don Juan, al parecer, no ha logrado llevarse a la cama. Ni tan siquiera a un oscuro rincón, Los personajes masculinos mozartianos son unos blandengues arrastrados por la furia justiciera de las damas, a contar desde Doña Elvira, que quiere casar/cazar al Burlador y que en su nombre encierra la fuerza masculina del vir.

Don Juan vuelve a fascinar en el romanticismo, pero el mito se desvirtúa en los personajes de ByronLenau o Grabbe, porque se pone cabeza abajo. Estos Donjuanes quieren hallar a una mujer que sea todas las mujeres, como razonarán Hoffmann o Kierkegaard.

La Mujer sigue siendo cósmica, pero ahora es la promesa de redención. Es ella quien promete y seduce, no Don Juan. Los héroes románticos son héroes de la consciencia desdichada, que se enfrentan al eterno femenino como símbolo de la ansiedad universal, de la angustiosa impotencia del hombre para medirse con el universo.

Por tal motivo, son tremendamente enamoradizos, al revés de Don Juan, y esta doble inversión los devuelve al mundo del amor cortés. Se enamoran de una diosa con la que no pueden medirse.

A pesar de sus ripios y livianas sonoridades, el Don Juan Tenorio de Zorrilla logra cerrar el ciclo abierto en el barroco porque da en el centro temático del mito: el encuentro con la madre y la diosa, unidas en la Santa Madre Iglesia que personifica Doña Inés, la monja que Don Juan intenta seducir para ganar la apuesta a otro varón, Don Luis Mejía, y que acaba (la monja, entendámonos) enamorándolo.

El Burlador acepta el amor a una persona y descubre lo que sus conquistas ocultaban: la mujer es una virgen que se sacrifica por su salvación y el otro es Cristo, esposo místico de la monja. Es como si a Don Juan le hubiese costado un par de siglos hallar el final de su parábola.

Se acostumbra representar el drama de Zorrilla el Día de Difuntos, porque en esta obra se hace aceptar a Don Juan la carencia, el obstáculo y (por decirlo psicoanalíticamente) la castración: la virginidad de la mujer y la muerte. Se desagravia al mundo de los muertos, profanados por los Don Juanes del barroco. Y aquí damos con otro carácter del personaje: la necesidad de un contexto católico, un medio religioso donde sean fundamentales la Virgen Madre y la Madre Iglesia. Llevado a un medio protestante, como el de los autores románticos antes citados, se produce aquella inversión desvirtuadora a la que me refería en su lugar.

Mitología del barroco

Don Juan, junto con Don Quijote, el Segismundo de La vida es sueño y los picaros que siguen al Lazarillo de Tormes, es uno de los esenciales aportes de España a la mitología del barroco, hecha desde la perspectiva de la Contrarreforma.

Con Zorrilla, poeta católico, anticuado y, por lo mismo, seguro de sus medios y sus convenciones, se acaba la historia de Don Juan, inútilmente reclamada, en nuestro siglo, por autores como ShawMontherlant o Max Frisch.

Don Juan será objeto de estudio, porque su trayectoria mítica se habrá agotado. Los psicoanalistas, endocrinólogos, críticos literarios e historiadores se pueden volver sobre sus andanzas porque ya es un objeto concluso.

Hay quien le buscará un perfil psicopatológico o supondrá que sus deficiencias endocrinas o una fobia homosexual lo han convertido en un fabulador de licencias. La popularización de los Tenorios ha contribuido, por su parte, a desdibujar y enturbiar la identidad del personaje.

Normalmente se llama Don Juan a quien hace intentos de conquista de mujeres en presencia de terceros, lo que en Argentina se llama tiburón o lancero y en España, ligón.

El parecido de nombres entre Juan Tenorio y Manara confunde al gran amador con el Burlador.

Estrictamente, a Don Juan no le interesa amar ni hacer el amor, no es su placer ni el de la mujer conquistada lo que persigue, sino la deshonra, es decir el estado público de la fama de una mujer en la cual se deposita el honor del clan.

Acaso por esto le hace falta que la mujer asediada pertenezca a otro: el clan es siempre el otro, el verdadero y último propietario de la honra/deshonra.

Toda esta complejidad moral y jurídica corresponde a una sociedad de estamentos que no es la nuestra. En esa medida, Don Juan es un personaje histórico y no mítico.

En otra zona de su fábula, en cambio, algo del Tenorio vuelve hasta nosotros y se corresponde con el eterno retorno de la búsqueda amorosa como ansiedad, como ocupación del futuro y derrota de la muerte. En efecto, si me aseguro, ansiosamente, de algo que está en mi futuro (el creciente catálogo de mis conquistas amorosas, por ejemplo), aseguro también mi supervivencia, mi no–muerte.

El amor, aunque sea en la obsesiva versión del donjuanismo, del sexo no erótico y la cuantificación del ser amado, el amor es fantasía de futuro perpetuo, más que de presente eterno.

En ese perpetuo porvenir, ocupado por la enésima conquista de Don Juan, me encuentro, nos encontramos, con el gran fantasma que nos habita, el fantasma de la resurrección.

Si el momento actual pasa pero sé que me espero a mí mismo en algún instante de mañana, habré resucitado de mi propio tiempo muerto, tendré una historia que contar, la historia de anoche, según aconseja Don Juan.

Imagen superior: Manuela Vellés y Álex García en «El burlador de Sevilla», obra atribuida a Tirso de Molina © Teatro Español, 2015.

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")