A menudo, viendo la proyección de una película muda, exclamamos fácilmente la misma opinión: a los actores les falta naturalidad. Sus gestos y ademanes son exagerados, acaso para compensar la imposibilidad de expresarse con la voz, vehículo esencial en el teatro durante siglos. Además, los maquilladores pintaban sus caras como para ser vistas a la distancia, la de una butaca de teatro. De tal modo, esos rostros parecían máscaras.
El cine puso en cuestión siglos, quizá milenios de arte dramático y exigió una nueva técnica expresiva, fundada en el carácter fotoeléctrico de la imagen: la fotogenia, algo imposible de tener en cuenta hasta entonces. Así aparecieron esas faces que por sí solas constituyen expresiones: Greta Garbo, Conrad Veidt, Emil Jannings, Marlene Dietrich, Alida Valli, Conchita Montenegro, suma y sigue. Cada vez semejaban ser “más naturales”, aunque hoy el hiperrealismo reinante nos haga dudar.
André Malraux nos ha enseñado que existe una dialéctica entre naturalidad y artificiosidad en la historia del arte. De pronto, lo que nos parecía naturalmente natural nos confiesa su artificio y pedimos suplantarlo por algo más natural. Y así sucesivamente. Pero ¿ha sido esta afición a lo natural algo insistente en aquella historia? Los sabios entre los cuales no me cuento sostienen que no. La preocupación por el valor estético de lo natural no parece anterior a los siglos XVI y XVII, es decir al humanismo y el primer barroquismo. Fue cuando se tradujo la palabreja de Aristóteles, mímesis, por la latina imitatio, que acabó cobrando mayor fortuna. Otro pero: ¿a qué imitación se refería el filósofo? ¿A la que atañe a lo sensible o a lo ideal? ¿La manzana pintada por Apeles que los pajaritos picotean, confundidos, imita a alguna manzana en particular o a la idea de manzana?
El tema no es ajeno a la música pues incontables páginas sonoras tienen indicaciones relativas a una imitación mimética, valga el pleonasmo. Entonces: a identificar los pajaritos que aparecen nominados en Il cardellino de Vivaldi y la Sinfonía pastoral de Beethoven. A comparar las múltiples tormentas que señala Rossini con el primer preludio de la wagneriana Valquiria. ¿Quién canta mejor? ¿Quién llueve y truena mejor?
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.