Una nutrida investigación de Juan Gil (Mitos y utopías del Descubrimiento, tres volúmenes coeditados en 1989 por Alianza y la Comisión del Quinto Centenario: Colón y su tiempo, El Pacífico y El Dorado) permite volver, por si no se hubiese hecho nunca, sobre las mitologías que alentaron los viajes a las Indias a partir de los tardíos años del Cuatrocientos.
Recuerdo ahora mismo un par de libros de historiadores tridentinos (Enrique de Gandía y Roberto Levillier) pero, como confirma Gil, no una extensa bibliografía orgánica.
El trabajo de Gil, de una densa e infatigable erudición histórica y etimológica, permite conectar dos niveles de lo que podríamos llamar, retrospectivamente, realidad histórica.
Y si digo “retrospectivamente” no es, como parece obvio aclarar, porque toda historia sea retrospectiva, sino porque, para nosotros, lo real histórico no coincide con lo que vivieron nuestros antepasados.
El presente de la historia siempre es desconocido para los contemporáneos que la estamos haciendo, y ése es uno de sus atractivos misteriosos y, también, uno de sus componentes trágicos. La razón histórica siempre actúa a posteriori, tardíamente, si se prefiere. Por eso, cuando leemos remotos libros de viajeros y nos encontramos con referencias que nos saben a leyenda, hemos de razonar que, en la mayoría de los casos, no se trata de alucinaciones provocadas por una insuficiente noción de la realidad explorada, sino de visiones del mundo, animadas por elementos de tipo mítico, es decir de percepciones que remiten a una historia nunca ocurrida y siempre repetida.
Si Marco Polo nos habla del arca de Noé, de Gog y Magog y del Preste Juan de las Indias con sus invictos ejércitos, de la montaña de jade y del árbol cuyos frutos son metálicos y crece en lugares sin agua, ni nos está mintiendo ni nos comunica sus supersticiones.
Nos refiere unas nociones míticas que son objeto de la vista pero no de otros sentidos: cerca del mito no se interviene. Los personajes o seres míticos no se tocan, ésa es la regla del juego. Puedo cazar un león o un elefante, aunque no sepa clasificarlos zoológicamente. No puedo atrapar sirenas ni trasgos: sólo verlos y referirlos en una carta como ésta.
Por su parte, debemos tener en cuenta otro elemento digamos epistemológico en esta literatura de viajes. La realidad sólo empieza a ser inquietud de la literatura a partir del siglo XIX, tal vez no antes del auge de la novela histórica, basada en confrontaciones documentales más o menos rigurosas o idealizadas. La realidad no era materia literaria en el mundo clásico ni en el medieval. La realidad sólo importaba a los metafísicos.
A partir del siglo XVII, si se quiere, comienza a ocupar a los científicos de la naturaleza cuyo modelo es la disciplina matemática, con mucho de la antigua pasión pitagórica por las armonías y correspondencias secretas del universo.
Pero a Colón la realidad como ese continuo exterior e inevitable con que podemos encararla hoy (o con cualquier otra fórmula) le tenía sin cuidado. Por eso, junto a sus papagayos y serpientes, aparecen sus cinocéfalos y pigmeos.
En rigor, cuando se habla de la interferencia mitológica en la mentalidad de aquellos navegantes, hay que pensar qué función desempeñaban los mitos (entendidos con criterio actual) en su cosmovisión. Más al fondo, hay una dinámica de enfrentamiento entre Europa y Asia por la hegemonía mundial. O, por mejor decir: por la hegemonía sobre el mundo conocido y aceptado como tal cosmos: la llamada Ecumene.
El continente (Asia) y la península (Europa) lidiaban desde las guerras médicas y alejandrianas por este dominio, cuya clave estaba en hallar el eje del mundo consabido, el elemento axial que permitiera dominar el sistema desde su puesto de comando. Este eje iba hasta un supuesto cabo extremo de Oriente, donde los geógrafos clásicos sitúan todas las maravillas del mundo, entendiéndolas como naturales. Todavía en el siglo XIX Alejandro de Humboldt recomienda buscar en los pueblos primitivos la herencia mítica de Occidente. El Finisterre de los prodigios se encuentra en el interior del alma primitiva.
Los conquistadores iban a América, entonces, a encontrar la visión de lugares míticos en los cuales se sitúan algunas de las figuras rectoras de su propia imaginería universal: la isla de las mujeres, la fuente de la perenne juventud, las ciudades hechas con metales preciosos, etc. Ofir o Tapróbana, en la expectativa de Colón, estaba en Cipango, la enorme isla habitada por los chinos. En ella se encontraban las minas de oro de las cuales el rey Salomón había extraído el material para construir el templo de Jerusalén.
De esto Gil vuelve a inferir la hipótesis tradicional de Salvador de Madariaga: que Colón era un judío converso, un marrano, alguien que debía disimular su condición de tal en un medio ya proclive a ambas cosas.
La corte de los Reyes Católicos, llena de conversos (el mismo rey Fernando tenía algún ancestro judío) decreta la expulsión de hebreos. Colón va a América, justamente, cumpliendo con un mandato del judaísmo: recobrar el oro de Ofir y restaurar el templo hierosolimitano.
Colón no exhibe un mesianismo cristiano, que privilegia el futuro como mejor que el presente. Por el contrario, su celebración renacentista del presente como lugar de la creación en tanto meta del universo, de la totalidad sistemática de la naturaleza, es un presentismo de carácter judaico. Colón no espera al Mesías, sino que organiza su propio mesianismo.
Su pacto providencial es directa negociación con Dios, no aceptación del mensaje divino a través de la Escritura administrada por la Iglesia.
Esta convicción es la que legitima su derecho en Indias. Él ha recibido esas tierras de parte del Altísimo y contrata su administración con los Reyes Católicos. Su modelo, más que el apocalíptico San Juan, es Isaías, el profeta social.
Con ello colabora otra leyenda que anima la empresa indiana: la especie de que Alejandro el Grande encerró en algún lugar de Asia a diez tribus de cierto pueblo que, por los indicios de los viajeros, son judíos, pues mantienen algunos ritos antiguos que nadie puede descifrar y se niegan a comer carne de cerdo. Colón (siempre en la línea de la hipótesis de Gil) habría ido a América creyendo que era Asia y con el propósito de liberar a sus paisanos judíos. Lo religioso habría actuado, en el descubrimiento, como una racionalización de hechos incomprensibles.
La antropología de la época difícilmente podía entender que un indio era tan humano como un español. Los límites “animales” entre el hombre y las demás especies eran poco visibles y carecían de estudios científicos que hoy llamaríamos de antropología comparada.
Sólo una religión humanitaria como el cristianismo o la intuición judaica supuestamente colombina podían sortear estos inconvenientes planteados por la naturaleza. Tierras distintas, gentes distintas, animales distintos (indios incluidos) desafiaron la curiosidad científica del europeo renacentista y del cristiano ecuménico.
Una de las respuestas ideológicas a esta diversidad súbita, compleja, inasible, fue la utopía. Tierras de perenne juventud, de eterna primavera, fuentes de aguas repristinadoras, gentes que ignoran la enfermedad y la decrepitud, pueblos sin inviernos ni muertes, islas afortunadas donde todo se consigue sin esfuerzo y viene dado en exceso por una naturaleza que cuida del hombre como de un niño regalón.
Las leyendas medievales sobre singladuras de santos y países de Cucaña y de Jauja alentaron la codicia del europeo, en un tiempo lleno de promesas utópicas y creyente en el valor económico originario de los metales preciosos, no del trabajo añadido.
La ciudad de oro y de plata, las islas de los Reyes Magos, Cibao, Saba, los cometas y estrellas propicios que guían a los navegantes en la gran noche amenazante de la mar oceana, apuntan a las dos vertientes de la utopía: la edad de oro y la ciudad ideal. No salir de la primitiva benevolencia natural o construir una sociedad a partir de bases puramente racionales.
América nace, en la mirada europea, como el lugar de la aldea feliz o de la razón omnipotente, saneada de los pecados de la historia. Su impronta utópica es muy fuerte y no deja de percibirse hasta hoy. América primaveral y regeneradora, América tierra de la liberación, América archipiélago de utopías, son derivados de la utopía renacentista fundacional.
En ese sentido, América sigue siendo un fundamento, está fundándose eternamente, como ocurre con los mitos. Luego está la otra América, la del esfuerzo y el trabajo, que empieza con la explotación del indígena, la servidumbre y aun la esclavitud. Esta es la América de la historia.
Gil hace un retrato paradójico de Colón, poniéndolo en las funciones de un hipotético administrador de las Indias, a caballo entre el mito y la historia.
Lo caracteriza como hablador y marrullero, una suerte de charlatán seductor que promete grandezas, cuenta leyendas megalómanas y convence a fuerza de buen decir. Eso que un argentino llamaría un tuno chanta. Un genovés pejigueras que lleva a Europa hacia un extremo fabuloso de las islas asiáticas y que termina dando ocasión a que otro charlatán italiano, Américo Vespucci, se quede con la patente del invento.
Mediocre navegante, mal cartógrafo, Colón se sustenta en el trabajo profesional de sus capitanes y oficiales. Los aportes geográficos que trae de Indias son poco valorados por los peritos de la época, salvo por un catalán, Jaime Ferrer.
No se sabe bien si el descubridor anda por el océano índico, el mar de Arabia, el golfo Pérsico o las islas Hespérides Hasta 1494 no se esclarecen muchos detalles y sólo entonces se empieza a considerar de cierta curiosidad la tarea colombina.
América, retornada la historia de su invención desde la perspectiva histórico – mitológica de Juan Gil, resulta ser el resultado egregio de un enorme malentendido humano al cual dota de racionalidad un proceso más profundo, propio de esa etapa de la modernidad: la expansión del capitalismo comercial europeo por los mares del mundo.
Es éste quien se vale de leyendas, de megalomanías, de charlatanerías, de mentiras y seducciones y acaba por unificar el escenario en la empresa de la conquista, el trasvase cultural, la colonización de las Indias y la globalización efectiva del mundo.
Ahogada y halagada por la leyenda, América se diseña como el lugar donde la utopía es posible porque la historia fue imposible. Los indígenas no tienen historia porque son “pueblos naturales”. Cuando ello no es así (los aztecas en la mirada de Cortés) aparece la historia.
Cortés, hijo del gran Maquiavelo, se da cuenta de que esos indios tienen historia, aunque ellos no lo sepan y relean su pasado como un constante retorno de elementos fijos y repetidos. Entonces, decide mestizar: acabar con lo sobrante, convertir la diosa Tonantzin en la virgen de Guadalupe y hacer hijos con las princesas mexicanas.
El mestizaje es lo opuesto a la utopía, es decir que consiste en la proclamación de la imperfección de la historia. Si no fuera así, resultaría indeseable la mezcla.
Lo mejor no se mezcla porque se degrada. Y ahí estamos: en una historia americana que sigue debatiéndose entre la utopía y el mestizaje. Aquella tiende a la preservación insular de la aldea feliz, maravillosa y aislada del mundo. Éste propende al mundo, a la mezcolanza y la aventura, ala alteración constante.
Fue en el instante en que el primer conquistador portugués o español decidió tener hijos con alguna india, cuando la historia del mundo, violenta e imperfecta como un acto de amor gobernado por la fuerza, llegó al Orbe Nuevo.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.