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Mudo, tartamudo y sonoro

No haré la crítica de la película Babylon de Damien Chazelle pero sí extraeré alguna reflexión que sugiere a cualquier cinéfilo. Desde luego, el sostén de la historia es el paso del cine mudo al cine sonoro y la crisis de identidad que provocó en más de un actor o actriz. Chazelle, además, al evocar esta etapa de su arte, muestra también su capacidad de citar y rendir homenaje a los maestros. Hay montajes paralelos de los que tanto gustaban a Eisenstein y la secuencia de cámara colgada sobre una orgía de los años locos sugiere la filmada por Abel Gance en la escena de la Convención de Napoléon. Incluso mostrar a Al Jolson cantando en un speaking film inaugural del cine parlante, transición entre el mudo y el sonoro, es una señal de este pasaje. En efecto, las primitivas películas parlantes sólo tenían alguna parte con voces habladas o cantadas y debían ser oídas a partir de discos que se pasaban de modo sincrónico con suma habilidad por parte del operador. Fue cuando el escritor argentino Enrique Larreta dijo que el cine había dejado de ser mudo para ser tartamudo.

Unos cuantos notorios directores escribieron un manifiesto contra el sonoro, acaso pensando en los pianistas que amenizaban las proyecciones mudas. Pero hay algo más: se defendía un arte que desaparecía para dar lugar a otro, no simplemente para matizar al anterior. El mudo no fue un sonoro sin sonoridad, fue un arte de la gesticulación, la mímica y hasta la danza a partir de las tradiciones teatrales del siglo XIX más la innovación de la fotografía en movimiento que aportaba una radical novedad al juego dramático: la fotogenia. Todo sumado, el cine construyó un mundo alternativo, fantasmal, de seres que no emitían voces ni ruidos de ninguna clase, y que no tenían el color de esta vida sino de otra, tal vez más auténtica que la vigilia: la vida de los sueños. No necesitaba de la lengua ni del color, lo cual permitía su circulación universal, en un ejercicio de radical globalización.

Si montamos la historia original de este arte, seguramente el único inventado por el siglo XX, se advierte cómo las fechas coinciden con sus traumas, con sus espasmos de evolución. Los primeros largometrajes –Cabiria de Pastrone e Intolerancia de Griffith– coinciden con el comienzo de la Primera Guerra Mundial. El esplendor del Hollywood mudo se da en los años de la prosperidad de la posguerra. La crisis mundial de 1929 aparece junto con el cine tartamudo, la sonorización que tendrá lugar hasta nuestros días.

Por todo lo anterior, conviene aconsejar que quien quiera ingresar en la cinefilia se pasee por su deriva histórica, que lo es, en cierta medida, la de una historia global del Novecientos. Poder ver nuestros fantasmas fue una manera de acostumbrarnos a convivir con ellos. Cumplíamos con la propuesta de los románticos y los surrealistas: la vida está en otra parte, en las babilónicas salas de cine de los años locos.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")