Nacido en Honduras pero mexicano de hecho, pues desde México hizo toda su carrera literaria, Augusto Monterroso (1921-2003) es, tópicamente, uno de los maestros del cuento breve en nuestra lengua.
No son frecuentes sus cultivadores: el mexicano Juan José Arreola, los argentinos Cortázar y, a veces, el Borges de los apólogos, en nuestros días el español Juan José Millas.
¿Tiene un sentido estricto lo de relato breve? Se puede fijar a un texto una extensión máxima, de modo que si la excede, abandona la brevedad. Con todo, estas distinciones carecen de precisión conceptual. Pasando de tantas líneas o tantos folios, un cuento se torna largo o, al menos, mediano, con lo cual parece que estuviéramos examinando un escaparate de sastrería.
Quizás, en el caso de Monterroso, convendría hablar de relato mínimo, o sea de un texto que no tiene ni puede tener menos palabras de las que tiene, valga el pleonasmo por una vez. Un texto narrativo en prosa al cual se le exige la estrictez de un poema, con lo cual nos zafamos del incómodo par corto/largo porque un poema, no por ocupar cientos de páginas, si está bien resuelto, deja de ser estricto.
El relato, por oposición a la novela, guarda una suerte de relación inorgánica con el mundo. Una novela ha de ser, en efecto, un organismo: tener diversos miembros ensamblados, desarrollar un crecimiento o una extinción, siendo el uno la inversión del otro, lo mismo al revés. El relato, en cambio, es unimembre, si se admite esta fea palabra, y no propende al organismo sino al fragmento. Se diría que tiene más de lo que le falta que de lo que posee, y esa falta, ese silencio, ese blanco, conforman un sistema de signos callados y, como conformador, resuelve su existencia, su contorno.
Por eso, el lector es relativamente más libre ante un poema o un cuento y, si éste es mínimo, su libertad es máxima. Un mundo de espacios vacíos y de signos taciturnos rodea la estrictez poemática del relato mínimo. El lector puede instalarse en uno o varios de aquéllos, valerse de muchos de éstos.
Monterroso será para siempre un decisivo artesano de lo mínimo, una especie de caminante que hallamos por la calle y nos dice diez palabras de especial densidad para luego desaparecer en la esquina más próxima y no dejarse ver nunca más. Así de intenso y fugaz es el tiempo.
Sin duda, su misterio es mejor captado por este juego de veloz aparición y desaparición veloz, que en cualquier otro artefacto de mayor complejidad. Pero, desde luego, es más dificultoso para el escritor seleccionar tres docenas de palabras que trescientas. Es más fácil decir que callar. Es más difícil borrar que conservar. Hay que saber, con habilidad suprema, ejercer la reticencia que lleva a la forma. La enésima definición del arte podría quedarse con esta mínima propuesta.
Vaya como homenaje a la memoria de Monterroso, el brevísimo Tito que ya tiene una larguísima posteridad asegurada.
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Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.