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Octavio Paz y la literatura hispanoamericana

Octavio Paz nunca ha escrito un texto orgánico sobre literatura hispanoamericana. Muy excepcionalmente ha dedicado un libro a un autor determinado: Sor Juana Inés de la CruzXavier Villaurrutia. Ello no le ha impedido tratar la materia, como se advierte recorriendo las Obras Completas que, desde 1991, ha venido publicando el Círculo de Lectores de Barcelona: los volúmenes tercero, Fundación y disidencia. Dominio hispánico, y cuarto, Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano.

En términos generales, su acercamiento a esta literatura es asistemático. Diría más: contrario a todo sistema. La realidad de la literatura, más que los conjuntos nacionales o tendencias, es el autor y, más que el autor, es el texto. Toda obra de arte cabal es única, admite Paz recogiendo el dictamen de Benedetto Croce. Entre una obra y otra, la distancia es infinita. Sólo la puede colmar una idea: el género, el estilo, la corriente literaria, la nacionalidad, etc. En consecuencia, los escritores se clasifican en escuelas o nacionalidades al margen de la realidad de la obra. Estas clasificaciones no hacen a la literatura sino a su historia. Tales criterios, obviamente, atentan contra la enseñanza institucional de la literatura. Todos podemos aprobar un curso de literatura sin haber leído un solo texto literario, estudiando manuales de historia literaria.

Lo que vincula a los escritores entre sí puede ser algo referencial (la lengua) o personal (afinidades o antipatías). Son elementos culturales y hacen al juego entre la tradición y la ruptura que define a la modernidad artística. Si se quiere, con mayor amplitud, a la historia moderna.

Entre habla y escritura están atrapados los hablantes de una misma lengua. Dicho romántica y habitualmente: un pueblo. Sin que aceptemos la existencia de psicologías nacionales, cabe observar que hay modelos de conducta nacional, prototipos que se convierten en ideas de subjetividad. En El laberinto de la soledad, por ejemplo, Paz ha descrito el modelo del mexicano pachuco. Luego, en textos como Posdata Tiempo nublado, ha matizado y ampliado estas reflexiones: los mexicanos, como el resto de los hombres, no son sino que devienen. Su historia no es la confirmación de una esencia fija, inmutable, insistente e idéntica –el supuesto ser nacional– sino un proceso. No de un pueblo sino de una sociedad.

Si hay una historia regional de la literatura, como por ejemplo: de la literatura hispanoamericana, es la aventura, normalmente clandestina, de unos cuantos espíritus en el móvil espacio del lenguaje. Todo lo contrario a un sistema, valga la reiteración. A esto se suma la concepción paciana de la literatura, un discurso que carece de carácter. Un discurso ambiguo, indeterminado hecho de excepciones y no de reglas, de ocurrencias y no de tópicos.

Lo poético del lenguaje tiene una relación de necesidad y, a la vez, de conflicto, con la historia. La poesía es “la otra voz”. No es la voz ni el vocero de la historia, tampoco lo es de la antihistoria, sino que es la voz que siempre dice “otra cosa”. Si se quiere, por paradoja, la misma otredad desde el principio de los tiempos. La historia no puede reducirla, así como tampoco, la poesía zafarse de la historia, ya que sus dichos, aunque insistentes, se producen siempre en algún lugar y en algún momento. Si hay una historia de la literatura, acaso resida en la sucesión de esos encuentros y esos conflictos.

Algo similar puede decirse de las relaciones entre poesía y sociedad. La poesía puede reflejar pasivamente la ideología que domina en una sociedad, pero también la puede contradecir y trascender, escarnecer y transfigurar. Casi siempre se hace contra, de espaldas o enfrente de una determinada sociedad, pero, en cualquier caso, respecto a ella, lo cual la impregna de historicidad. Dice Paz: “… toda actividad poética se alimenta de la historia, quiero decir del lenguaje, las realidades, los mitos y las imágenes de su tiempo. Y asimismo el poeta tiende a disolver o trascender la mera sucesión histórica. Cada poema es una tentativa por resolver la oposición entre historia y poesía, en beneficio de la segunda.”

El primer rasgo sistemático que Paz deja de lado es la nacionalidad. En particular, respecto de Hispanoamérica, cuya configuración de nacionalidades surge de la dispersión del imperio español tras la independencia. Con ideas de impostación liberal se organizaron unas pseudonaciones que carecen de fuerza para definir una literatura. Si acaso, existe una literatura hispanoamericana como unidad ideal de un continente desunido, donde las ideas han servido de máscaras a unas sociedades donde apenas si han arraigado, al revés de los Estados Unidos, donde se han convertido en ideología de un proyecto unitario, a la vez nacional e imperial. El ejemplo de esta disidencia entre nacionalidad y literatura lo toma Paz de Hispanoamérica: la literatura argentina, por caso, no es un objeto universal, pero algunas obras universales sí son argentinas.

De cualquier manera, las literaturas o, mejor dicho, las obra que se escriben en Hispanoamérica tienen un común referente lingüístico, la lengua española, una lengua neolatina llevada a las Indias por el conquistador. La literatura hispanoamericana es una enésima consecuencia de la expansión de Occidente y, por ello, es una literatura occidental, bien que literatura de confín. Capacidad de expansión y de trasplante cultural caracterizan al Occidente que se lanza a la conquista del mundo desde fines del siglo XV. En cierto sentido, estas vivencias de lo trasplantado y lo expandido perduran en los libros que se siguen escribiendo en América Latina.

Hay, pues, historicidad en la literatura, aunque no historia como sistema. El sujeto de la historia es el hombre, un agente indeterminado e imprevisible, transformado en persona o sea en máscara, en signo convencional de identidad. Un proceso en el que se registran cambios que son inespecíficos y no se pueden ordenar en ese otro sistema de la providencia histórica que se ha dado en llamar progreso. Transcribo a Paz: “El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano, pero abierto al infinito y sin referencia a la eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin, sino hacia el porvenir.”

Valdría la pena reescribir nuestra historia literaria a partir de estos supuestos. Obras que son sujetos indeterminados y que se sitúan en un contexto de devenir y de alteración inespecífica, pero no en un orden sucesorio necesario. De tal manera, el tiempo de los calendarios se agrieta y se recombina, de modo que las voces de los textos se encuentran, dialogan y se confirman o contradicen, todo por encima de la compulsión de las fechas.

En la frontera de la expansión y el trasplante hay un tópico privilegiado, que es el vínculo entre España y América. Si bien Paz rechaza el dualismo por impertinente, en varias ocasiones ha apuntado algunas disidencias de lo que podríamos denominar “conducta literaria” entre generalizaciones como son las categorías escritores americanos y escritores españoles.

Un rasgo de base aproxima ambos espacios literarios: América, como confín, es territorio excéntrico, pero también España es excéntrica respecto a Europa como continente. Lo es de modo peninsular, lugar donde coexisten diversas civilizaciones con distintos pasados. No es excéntrica a la manera inglesa, insular, aislacionista y excluyente. América es, en consecuencia, una doble excentricidad.

En la frontera hay el manido fenómeno del mestizaje. Según Paz, la base de esta mezcla es religiosa. El mito indígena coincide con el mito europeo: el buen salvaje es el primitivo, Tonanzin es la Virgen de Guadalupe, Hernán Cortés es Quetzalcoatl. El interés renacentista europeo por la variedad y lo curioso se prolonga en el amor barroco por lo exótico, que se encaminan a América.

Hay diferencias, desde luego, y Paz ha anotado las principales. La unidad lingüística de América, por ejemplo, es mayor que la de España. Esto crea una curiosa relación del escritor americano con los clásicos de la lengua, que le resultan más cercanos que a un vasco, a un catalán o a un gallego. De ahí, una mayor disposición a la apertura y al contacto con el mundo exterior, más cosmopolitismo y menos casticismo. En sede anglosajona ocurre algo similar: cuando Eliot y Pound, dos americanos, renuevan la literatura en inglés, no falta quien los acuse de ser unos “americanos afrancesados.”

La actitud americana ante el lenguaje es crítica. En España, confiada. Ningún escritor español moderno ha puesto el lenguaje en tela de juicio. Son impensables en España un Joyce, un Wittgenstein, un Huidobro, un Vallejo. Agrego de mi cuenta: Xul SolarOliverio GirondoJuan Filloy.

La poesía hispanoamericana, a diferencia de la española, demuestra una mayor sensibilidad ante lo temporal, una mayor decisión de encontrarse con la modernidad, enfrentarla y fundirse con ella. El símbolo es la Buenos Aires de Rubén Darío, una Cosmópolis particular, un espacio que sea o pueda ser todos los espacios.

Literariamente, América es el resultado de un trasplante de lenguas. Ello crea una relación con el pasado de la lengua que difiere de la que se produce en el lugar de origen. La tradición es menos legal y más ligera. En consecuencia, la literatura producida en América suele ser negación o, más frecuentemente, réplica de la europea, pero no continuidad o mimetismo. Es una literatura desarraigada y, por esto, más proclive al cosmopolitismo, cuyas tradiciones son regresos fantásticos a un supuesto origen de mera invención. En este orden, el cosmopolitismo americano es más fiel a la lengua que los casticismos españoles, pues todo escritor altera el lenguaje que recibe desde el nacimiento pero, al cambiarlo, lo perpetúa.

El americano es, en relación al español, un descastado, un sujeto exterior a la casta, que sale de las casillas y resulta problemático de clasificar. De nuevo, esto redunda en una mayor libertad ante la tradición y una más fuerte predisposición a la ruptura. Ambos son mecanismos reflejos de la modernidad. Una vez más, se tiende a considerar que la unidad de la lengua se logra por pluralidad e inclusión y no por exclusión de castiza pureza.

América empieza siendo una de las últimas consecuencias del nominalismo medieval. Una idea, la de utopía, el lugar sin historia, un nombre que engendra una realidad de segundo grado. La literatura americana es una de las más perfiladas respuestas formuladas desde América como realidad a la fantasía nominalista y utopizante del europeo tardomedieval. Es la historia concreta que responde a la leyenda utópica. El americano no se define por lo que ha hecho sino por lo que ha de hacer. Con más porvenir que pasado, su peso histórico es relativamente escaso. Otra vez: el desarraigo y la distancia, la levedad del pasado condicionan cierta facilidad a lo universal.

En América ha habido siempre buena crítica y nunca movimientos intelectuales originales y propios. La aludida y doble excentricidad, que ha sido funesta en lo político, en el campo del pensamiento, en la moral pública y en la conciencia social, por el contrario, es provechosa en lo artístico, pues da más holgado campo a lo excepcional.

América no es una entidad sustancial ni un pasado áureo a rescatar: es un vacío histórico, una sociedad huérfana, una tierra anónima, al menos de principio. Lugares por denominar donde se instala un inventado padre, un fundador, el legislador que cimienta el orden. Se busca el origen y la palabra propende a ser fundacional, así como el curso histórico, a ser revolucionario. Se pierden, en el trasplante, las clásicas preocupaciones españolas, la regeneración y la restauración.

América no tuvo Edad Media pues nació en los albores de la Edad Moderna. Alfonso Reyes ya anotó esta situación y lo desfasado de la modernidad americana respecto a la europea. Paz, siguiendo a Ortega, apunta el déficit que significa un siglo ilustrado deficiente y, en consecuencia, una reacción romántica débil. Claudio Sánchez Albornoz ha descrito el tenue desarrollo del feudalismo castellano, que lleva a una congénita debilidad de la sociedad burguesa y de las aspiraciones democráticas de las ciudades.

Desde el punto de vista lingüístico y, por reflejo, literario, estas características son beneficiosas. El español que llegó a América es ya una lengua codificada, moderna, unificada, racionalizada. Carece de particularismos medievales y es capaz de expandirse y de mestizarse. A ello se suma la mencionada escasez de historia americana, sea porque el pasado es corto, como en la Argentina, o porque pertenece a la historia “otra”, como en México.

Levedad del pasado es, también, proximidad al comienzo, a la fantasía del origen. De ahí la reiteración con que el imaginario americano incide en hallar “un tiempo que está antes del tiempo, una antigüedad anterior a la historia”. La poesía es el vehículo privilegiado de esta búsqueda, pues coincide su tarea de insistencia en la presencia absoluta con el “tiempo fuerte” del origen. Aquí llegamos a un núcleo del asunto y a un punto crucial del pensamiento paciano: la modernidad.

La modernidad es una obviedad y se confunde con lo contemporáneo o sea con el hecho dado y evidente de que todos somos coetáneos de nosotros mismos. En este sentido, modernidad es una denominación vacía, una manera inmediata de nombrar lo que aún no tiene nombre, eso que está ahí, ahora, y que somos todos. Cualquiera es moderno sin saberlo y siempre ha sido así. De distinta manera, cada época se imagina coincidente consigo misma.

Ortega también lo pensaba pero distinguía entre contemporáneos y coetáneos. Todos los hombres compartimos fatalmente un almanaque, lo que no significa que vivamos en un solo tiempo histórico. Al contrario, somos capaces de dramáticos anacronismos y el siglo XX es su sangrienta prueba. Escribe Paz: “Ninguna época conoce su nombre; la historia sólo nombra a los muertos. Nos bautizan a la hora de nuestro entierro”. El presente se nos escapa y resulta inapresable, misterioso. Estamos en él, ineluctablemente, y en esto somos inevitables contemporáneos de nosotros mismos, pero no sabemos qué es eso en lo que estamos, por lo cual, desde el punto de vista del conocimiento, siempre somos un tanto anacrónicos.

Entonces: hay tantas modernidades distintas como diversas sociedades. A veces exageramos nuestro carácter de modernos, nos creemos ultramodernos y protagonistas de una época que está más allá de la nuestra. Así el superhombre nietzscheano, los futuristas y nuestros posmodernos. Esta costumbre de proclamarse modernos, y aun de instaurar el deber absoluto de serlo, como quería Rimbaud, se ha transformado en tradición. La modernidad, tan democrática e igualitaria, deviene linaje.

Si para los renacentistas la modernidad fue una doctrina y para los progresistas del siglo XIX, un deber, Paz reduce sus alcances a “un espejismo, un haz de reflejos” que el futuro, por medio de inhumaciones y olvidos, convertirá en razón histórica. Esto podría ser importante para el estudio de la literatura, porque nos permite ver hasta qué punto un escritor es un lector moderno de su propia obra y en qué medida sus lectores contemporáneos son o no sus coetáneos. La historia de la literatura se podría convertir, entonces, en una historia de alucinaciones, silencios, delirios y cegueras.

La modernidad es una alteración en la estructura del tiempo. El tiempo clásico fue cíclico, el tiempo judeocristiano fue lineal, el tiempo moderno privilegia el futuro y parte de él como proyecto. El primer momento del tiempo no es el origen ni la hora primitiva, sino la búsqueda del futuro. De ésta se parte, luego, a la invención del pasado y, por fin, se descansa en la síntesis provisoria del utópico presente. Como términos fijos, los tres –futuro, pasado y presente– son utópicos y sólo existe el devenir o sea la permanencia del cambio.

La modernidad inventa la tradición, a la que pone en cuestión y contradice. En efecto, los pueblos tradicionales ignoran que lo son, así como nosotros damos por descontado que somos modernos y, regularmente, ignoramos que lo somos. Pero, como conceptos, podemos separar lo viejo y lo nuevo, lo efímero y lo recurrente. Una voz y la otra voz. Las culturas que Lévi–Strauss denomina “frías” repiten actitudes y sostienen valores heredados. Carecen de historia y su tiempo es un circuito repetitivo dentro de un espacio cerrado.

Varios incisos pueden acotar la modernidad como ideología en cuanto al mundo circundante y al tiempo histórico, partes de un mismo proyecto. Uno es la unidad del sujeto en la historia, que se convierte en el Sujeto Universal: la humanidad, la raza superior, las naciones civilizadas de Occidente, la clase obrera revolucionaria. El cambio ocupa el lugar de lo sagrado.

A diferencia de la tradición vista por la ideología clásica, es decir como un cúmulo de referencias seguras e invariables, la modernidad considera que la tradición está en perpetua crisis. Por ejemplo: se puede considerar el nacimiento de la poesía mexicana en el barroco, que empieza por una heterodoxia, adoptando la poesía entonces considerada como “descastada y extranjera” del Renacimiento italiano, opuesta al casticismo castellano del siglo XVI. En ella no hay tradiciones medievales: balbuceo heroico, mito, inocencia popular, realismo. Por otra parte, al revés que las literaturas europeas, la mexicana va del universo a la nación y de ésta a la región. La argentina empieza luego, su amanecer coincide con el ocaso de las tradiciones neoclásicas españolas.

En consecuencia, la modernidad es el saber de la praxis. Nada sabemos de lo que sabemos, salvo que lo estamos haciendo y que nos pertenece. Nada sabemos de la actualidad, salvo que es cualitativamente distinta del pasado y que, transformada en pasado, otro presente, lo que hoy vemos como futuro, habrá de distinguirla de sí mismo. La historia moderna es la pura calificación del tiempo a través de su propia actividad y su propio relato, que se convierte en su correlato.

Estas meditaciones pacianas sobre la modernidad tienen un nudo privilegiado en el campo de la literatura americana: el modernismo. Si el barroco es la explosión fundacional, como se estudia en Las trampas de la fe, el modernismo es la inflexión de la crisis, el momento en que se toma conciencia de estar en la frontera entre el antes y el ahora.

Paz entiende que la modernidad del modernismo está más en quienes lo cuestionan que en sus seguidores. Insertarse en el ahora, creer en las excelencias del presente tomadas de las supuestas excelencias del futuro convierte la contemporaneidad en una meta. Esto es propio de quienes se sienten incómodos en el presente, esos desterrados de toda eternidad que son los hombres americanos. El cosmopolitismo moderno es americano, a pesar de sus detractores. Los modernistas quisieron que América fuera moderna, que fuera contemporánea de París, Londres y Nueva York. Fue una voluntad de plenitud histórica: acceder a lo moderno, hasta entonces algo que estuvo vedado para los hispanoamericanos. Se buscó lo extraño, siempre que fuera nuevo y que esa novedad fuera única. El modernista, más que avidez de presente, tuvo avidez de presencia.

Pero también es la crítica de esta apetencia por lo presente. La pura actualidad es abstracta, es el mero no estar ni en el pasado ni en el futuro. Como presencia absoluta, una pura fantasía: la saciedad del deseo. Por eso, más que la industria, exalta su resultado inerte: el lujo. Un lujo que acompaña la muerte, una plenitud asomada al vacío. Una estética nihilista que se defiende de sí misma con el atiborramiento de objetos decorativos que ocluyen cualquier vacuidad. En la alternancia de calma y desesperación, Rubén Darío advierte que la modernidad gira en el vacío y es una máscara para la consciencia sin esperanza.

El modernismo moderniza la actitud poética porque afirma que el mundo está habitado por el espíritu, está como hechizado por este Gran Fantasma. Por eso, el mundo inspira al poeta y es modelo del devenir, dinámica de la palabra poética. Ya no se trata de afirmar el alma del poeta como un universo íntimo según quiso el romanticismo, ni de contemplar el mundo como el rechazable escenario de la caída y el abandono de Dios. Es una revelación que se da en la poesía y que contrasta con la tradición cristiana – por mejor decir, en el caso hispanoamericano: católica – y conecta nuestra poesía con toda la poesía moderna.

El modernismo paciano vive de antinomias y en ellas instala el desasosiego moderno, el tráfago de la gran ciudad convertida en fiesta suntuosa y fúnebre donde la novedad es inactual, el yo se afirma al perderse y recuperarse en el mundo, la humanidad se confirma desdeñando a las mayorías, la realidad matérica se exalta como se exalta el ensueño, se canta lo moderno junto con el horror al progreso, la técnica y la democracia.

En esta encrucijada del modernismo advierte una de las crisis mayúsculas de la modernidad, que intenta conciliar en sus términos opuestos por medio del acto poético. El presente como puro presente es abstracto y mortífero. El cambio como objeto de devoción es un ídolo. Luego habrá otros, el crecimiento sin desarrollo, la circularidad del mercado, el abuso de los recursos agotables del planeta como si fueran renovables, etc.

El hombre moderno vive en el presente pero es excluido de él. Por eso lo percibe como una meta que huye al ser perseguida: una utopía. Es la utopía de “la realidad real”. Desde Hispanoamérica, un mundo excéntrico y atrasado, se mira el presente como lo que está en Europa, que es o sería lo moderno y lo realmente real. Pero, una vez alcanzada la meta utópica, ésta se aleja y recupera su condición de horizonte quimérico.

La poesía, en cambio, altera la calidad del presente y lo transforma en presencia, en lo inmediato absoluto, que no viene del pasado ni se disuelve en un futuro a su vez soluble. Es objeto y visión al mismo tiempo, no experiencia, porque la experiencia del presente es instante que, al ser conocido, ya ha huido y dejado de ser presente. Por ello, el acto poético denuncia la dicotomía del tiempo: el histórico pasa y el poético permanece y se realiza, alcanzando, en un momento instantáneo y absoluto, la realidad real de la presencia. El momento se absolutiza. Prófugo de la eternidad y en malos términos con el presente, el hombre moderno halla la restauración de la presencia en la poesía. Algo así como el prototipo del hombre americano. La meditación poética de Paz y su perfil antropológico se concilian en una misma categoría.

Frente al lenguaje, que es un “querer decir”, el poema, fiesta, precipitado de tiempo puro, dice. El poema no significa: engendra significaciones. La belleza moderna no es quietud sino rotación y transmutación. Mirado desde la literatura como sistema y como historia, aquél posee una doble calidad: la del tiempo en que se produce y la del tiempo en que se resignifica, que es el tiempo de las lecturas. Esta duplicidad nos da una clave preciosa para el estudio de cualquier texto literario, de modo que podamos situarlo históricamente en su doble registro y no lo cerremos nunca a la inteligencia del futuro, que también es historia. Dice Paz: “No hay pueblos sin literatura pero hay literatura sin pueblo. Éste es, por lo demás, el destino de todas las literaturas: ser obras vivas escritas en lenguas muertas. La inmortalidad de las literaturas es abstracta y se llama biblioteca.”

Podemos estudiar la literatura hispanoamericana y cualquier otra desde la perspectiva de la biblioteca, donde todo texto es eterno, abstracto y está tan bien embalsamado que parece vivo. Pero también podemos estudiarla en su presencia, que no es efímero presente sino inmediatez plena de la lectura. Sólo hay literatura de la obra legible. Lo demás es documento y arqueología. En esta sutil distinción reside la posibilidad de rescatar el espacio donde el signo puede rotar y transmutarse como si acabara de ser escrito, como si sus palabras acabaran de ser dejadas en libertad.

Imagen superior: Octavio Paz y Herminio Martínez, 29 de marzo de 1985.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")