¿Hay modas en el mundo de la lectura como las hay en la ropa o en la música bailable? Las respuestas exigen matices. Se puede decir que no, que ciertas obras maestras quedan fuera de toda temporalidad. Son inmortales, acaso eternas. Están en todas las casas. Son la Biblia, los poemas homéricos, la Divina Comedia, el Quijote más Romeo y más Julieta. ¿Quién las ha leído de principio a fin, aparte de sacudir con un plumero el polvillo de los siglos?
La respuesta afirmativa acude a otros argumentos. El principal –no faltaba más– es el mercado del libro, de papel o de pantalla. La cantidad de títulos arrojados al consumo vuelve imposible hacerse cargo de todos, siquiera de la mayoría, siquiera de una selección anual o semestral, siquiera… Entonces funcionan las campañas, los premios, las redes sociales y la vocinglería de esa dama omnipotente que nadie ve y cualquiera obedece, Doña Opinión Pública. Hay que tener a mano unos pocos libros, acaso uno solo para poder conversar sobre lecturas con facilidad y quien dice facilidad dice también olvido.
Me permito una reminiscencia. A mediados de los años de 1950, un adolescente lector recibía ciertas reglas orientativas para empezar a leer. Dejando de lado aquellos títulos canónicos, de la generación anterior se anotaban dos clásicos, Thomas Mann y Hermann Hesse, más los nuevos, es decir los existencialistas franceses, la generación perdida norteamericana y el neorrealismo italiano. Había best sellers cuya evocación tal vez no pase hoy de pintoresca. En efecto ¿quién lee hoy a Cronin, a Van der Meersch o a Lin Yutang?
También existían las censuras. Ciertos nombres otrora favorecidos por el buen éxito se consideraban anticuados y prescindibles: Vicki Baum, Maurice Dekobra, Daphne du Maurier, literaturas epidérmicas y de efectismos baratos. Sobre todo, ante las interpretaciones científicas de la historia, había que dejar a un lado las biografías noveladas de Emil Ludwig, André Maurois y Stefan Zweig. No hacían autoridad, no manejaban documentos de primera mano, interpolaban cotilleos, leyendas tradicionales y escenas histriónicas, todo ello poco fiable.
Bien, pero como suele decir Paul Valéry, la literatura es un mundo de muertos y resucitados, de vivos que se tornan difuntos y así sucesivamente. La lectura tiene historia y la historia tiene modas, es decir que actualiza lo pasado al tiempo que archiva lo presente. Por ejemplo: a mediados de los años de 1970 se “redescubrieron” Joseph Conrad y D.H. Lawrence. En las recientes dos décadas le ha tocado el turno a Stefan Zweig. Quizás haya influido un elemento si se quiere sórdido y es que sus derechos de autor, en manos de agentes literarios, han pasado al dominio público. Lo más curioso del evento es que el Zweig recuperado comenzó con sus memorias y biografías, es decir con visiones de nuestro pasado: un exquisito imperio como el austrohúngaro que se derrumbó dejando paso a la barbarie nazi. Su mundo novelesco, poblado con las oscuras apariciones del siempre eficaz inconsciente, obsesiones y locuras, todo ello dejó de ser antigualla y recuperó su actualidad. Desde luego, corre el peligro de transformarse en una moda o ¿por qué no? en un clásico de toda regla.
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