Caso 1: unos tipos duros y con la vida en contra organizan un atraco a un pequeño banco rural. Un factor que nadie había tenido en cuenta al preparar su operación es la tensión racial que se va a desatar entre dos de los atracadores convocados, máxime cuando ambos terminarán juntos en su intento de escapar a la Ley…
Caso 2: una banda de atracadores de bancos fracasa estrepitosamente en cada uno de sus golpes y no comprenden el motivo, así que secuestran a un infortunado psicólogo para que les analice y decida qué es lo que hacen mal, con el fin de que les ayude a culminar por fin el atraco perfecto.
Estamos ante dos premisas que apelan a claves tonales distintas para dar a luz sendas novelas modélicas: la primera es una de las mejores muestras del género negro clásico que se pueden encontrar en la década de los 50; la segunda, escrita diez años después, nace empapada desde su propia apuesta argumental por la autoparodia y el desencanto crepuscular del género en los 60.
A los quince años me identificaba más con los autores «criminales» de los 50-60 que con los clásicos de las tres décadas anteriores, digamos la generación Black Mask: imagino que el enfoque psicologista y más verosímil de Charles Williams, Ross Macdonald, John D. Macdonald o el autor que nos ocupa me implicaba emocionalmente con mayor eficacia que Hammett o Chandler, por no hablar de W.R. Burnett o incluso un maestro del conflicto personal en cuanto motor de la trama como James Cain.
Había algo en la comunicación autor-lector que me atrapaba en esta segunda generación, que me hablaba de tú a tú…, con la excepción de Donald E. Westlake, cuyas novelas humorísticas nunca me hicieron ni pizca de gracia (prefiero con mucho su trayectoria hard-boiled como Richard Stark) o David Goodis, que siempre me pareció sencillamente malo, una especie de Horace McCoy llorón (y ya es decir, con todos mis respetos al enorme escritor de Luces de Hollywood).
McGivern es un autor para dar de comer aparte: incluso a mi tierna edad me daba cuenta de que aquel tipo escribía muy bien y que metía el dedo en llagas que otros coetáneos evitaban escrupulosamente.
Contra el mañana (Odds Against Tomorrow, 1957) entra a saco en el racismo estadounidense ¿de la época? confrontando directamente a un jugador endeudado con la mafia llamado John Ingram frente a Earl Slater, veterano del ejército amargado por su falta de perspectivas. El primero es negro, el segundo un blanco tejano que usa su ira racista para que otros paguen el pato de su fracaso vital.
Recuerdo lo mucho que me impresionaron los violentos desencuentros finales entre ambos personajes, atrapados uno junto al otro por el devenir de los acontecimientos, y el terrible, intenso clímax final. También recuerdo la decepción que me produjo la adaptación cinematográfica de Robert Wise, una acerada película en sí misma y con un reparto perfecto (¡Robert Ryan, Harry Belafonte!), pero lastrada dramáticamente por desentenderse del tercer acto ‒el realmente memorable‒ de la historia original.
En cuanto a Objetivo: Wall Street (Lie Down, I Want to Talk to You, 1968) es una propuesta que funciona como novela criminal y como parodia de la novela criminal: al contrario que las bufonadas de Westlake, McGivern respeta los códigos, pero introduce un humor delicioso que provoca la carcajada continua, sobre todo desde el instante en que el psicólogo protagonista descubre al tratar a sus pacientes delincuentes que él también alberga en sí una propensión latente al delito…
Sin embargo, este título no debió de gozar de gran éxito en su momento, dado que me ha resultado imposible encontrarlo reseñado y valorado en GoodReads y en Amazon no figura ni un solo lector. Una pena.
Sureño de origen irlandés, McGivern es otro autor de los 50 que empieza a ser olvidado lentamente… Recordemos que firmó también la novela en que se basara la implacable Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953) y de que algunas de sus obras exploran en gran medida los traumas de la II Guerra Mundial, tal como lo harían «especialistas» en la materia como mi adorado Tom T. Chamales o el oportunista de James Jones.
Ah, y destaquemos asimismo que McGivern vivió una buena temporada junto a su esposa en Torremolinos y hasta le dio tiempo a forjar una frase promocional: «Hace seis meses que no entra en esta casa una botella de whisky escocés. Pregunte a mis amigos. Bebo Fundador.»
Una figura digna de reconstruir en alguna novela española…
Imagen superior: portada de «Objetivo: Wall Street» por el maestro Isidre Monés.
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