En el siglo XIII, el viaje existía realmente. Alejarse cien kilómetros de la ciudad natal significaba entrar en otro mundo, del que se tenían noticias o del que se ignoraba todo puntualmente.
Hoy, el viaje es entre aeropuertos similares que levan a autobuses similares que llevan a hoteles similares donde se comen similares alimentos envasados. La peculiaridad está estudiada de antemano y la sorpresa es imposible.
Marco Polo, en cambio, viajó hacia lo desconocido, lo conoció, convivió con ello y retornó a su patria como los héroes, con un talismán que probaba la estancia en el Reino Lejano. El talismán era un cargamento de textiles orientales y de piedras preciosas, que hoy no sabemos dónde estarán pero, sobre todo, una memoria de prodigios que alcanzó para que Rustichello, un escritor que estuvo preso con él en Génova, redactara el libro mencionado (1309).
El veneciano no supo escribir hasta mayor, ignoró el chino durante gran parte de su viaje por China, se casó a edad inusual, no era artista, ni científico, ni escritor. Actuó como agente de Venecia y el Papado para celebrar un acercamiento entre estos poderes y el Khan de los tártaros, que constituían el ejército más temible del mundo.
Esta alianza acabaría con el otro peligro que amenazaba a la Europa feudalizada de esos años: el Islam. Finalmente, los musulmanes fueron detenidos en Poitiers y los tártaros se dispersaron, víctimas de su ventajas: eran un pueblo de guerreros a caballo y, por eso mismo, incapaces de otra cosa que vencer, someter, cobrar unos tributos y marcharse.
No asentaban con la cultura de los campos ni con la civilización de las ciudades, según observarían Gibbon y Borges, siglos después. Tampoco había en ellos un sistema simbólico que pusiera los instrumentos de la técnica al servicio del poder.
Tuvieron brújulas y no descubrieron América, tuvieron pólvora pero no cañones, papel pero no libros. La astucia de la península europea los contuvo y los desbordó.
El viajero fue anotando minuciosamente las producciones de cada región, lo cual era una suerte de censo económico que interesaba al comercio occidental. Describió con admiración las riquezas acumuladas (sin saberse que era capital en acumulación originaria), y los denuestos que le merecían los sarracenos.
Viajó también por sus creencias, y así vio el árbol simétrico que cobijó a los habitantes del Paraíso, el arca de Noé en lo alto del monte Ararat, Gog y Magog, donde el mundo terminaba, el país de la Noche Eterna y la corte del Khan que, solar, ordenaba al astro regio que saliera todos los días a iluminar el mundo. El número doce servía para organizar su Estado y regir sus dominios desde el ciclo del Sol.
Finalmente, como Jasón, como los guerreros homéricos, como los cruzados, Marco Polo iba hacia Oriente, hacia la cuna cotidiana de la luz. Sus contemporáneos se burlaron de él sin creer demasiado en sus cuentos.
Hoy lo podemos leer en busca de precisiones o de maravillas, tanto da. Sus amigos los tártaros son ejemplo de una sociedad poderosa pero impotente. Su equívoco destino lleva a las películas de Gary Cooper, donde lo vemos inventar los tallarines y contrabandear gusanos de seda, y a las series de televisión, en que cumple el mayor de sus prodigios: estar un cuarto de siglo por las conjeturales rutas del Asia conservando el impecable peinado del primer día.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.