«¡Sirenas!”, voceó el Almirante Colón el 9 de enero de 1493 cuando navegaba en La Niña, en aguas del río del Oro, a la vista de tres formas grisáceas que se desdibujaban bajo el agua. Para instantes después recalcar, nos imaginamos que no sin cierto desengaño: ‘Pero no son tan hermosas como las pintan…'».
Y es que lo que vio Cristóbal Colón no eran precisamente sirenas. Lo que avistó eran seres de mirada inteligente, enigmas biológicos con aspecto de foca, delfín o ballena y conocidos paradójicamente como vacas o sirenas.
Emilio Salgari, en su obra Morgan -continuación de El Corsario Negro-, también intentaba describir a este singular animal que “[…] Por la forma se parecía a una foca, estando también provista de una especie de patas; pero la cabeza no era redonda, sino aplastada y con pelos largos y rudos que parecían bigotes alrededor de la boca […]”.
¿Qué son en realidad estas misteriosas criaturas?
Son los manatíes, Trichechus sp., mamíferos acuáticos pertenecientes al orden de los sirenios, del que sólo sobreviven en la actualidad ellos, con tres especies, y el dugongo, Dugong dugon. Se trata de animales dóciles y tranquilos, enternecedoramente feos, con rostros que emanan cierta nobleza.
Vacas marinas
Estrechamente emparentados con el elefante, estos ‘excuadrúpedos’ terrestres de hace más de 50 millones de años, optaron un día por sumergirse en la calidez de las aguas tropicales, de donde sólo emergen muy discretamente para tomar aire.
Habitan a poca profundidad en las costas de América y África y en el río Amazonas y se alimentan de hierba, mucha hierba , que sostienen mediante su característico labio superior dividido en tres partes; de ahí su nombre de ’vacas marinas‘.
Su cabeza, cuello y tronco se fusionan en una única forma cilíndrica y grisácea, haciéndoles parecer en movimiento torpedos gigantes que, sin embargo, se desplazan lentamente impulsados por una aleta plana en forma de espátula.
Lo único que destaca de su cuerpo fusiforme son sus dos aletas pectorales, que antes de ser aletas fueron patas y antes de ser patas fueron aletas (su antepasado remoto era un pez y el más cercano un mamífero terrestre; ellos han vuelto a invadir el agua transformando su extremidad de nuevo). Como si, en un impulso por cerrar el círculo, se hubieran arrepentido de abandonar la suavidad de las aguas por la aspereza de la tierra y hubieran vuelto al lugar donde nacieron… donde nació todo.
Las auténticas sirenas
El frío es su talón de Aquiles. Aunque solitarios por naturaleza, en ocasiones se congregan en los meses más fríos dándose calor, y también suelen agolparse en focos de calor artificiales como las tuberías de descarga de las centrales eléctricas. En aguas que estén por debajo de los 20 °C, se debilitan y mueren.
Con sus 550 kilos, unos tres metros de longitud y su cara arrugada con bigotes en el hocico (en realidad vibrisas, que transmiten el menor impulso táctil al cerebro), lejos de poseer la inquebrantable belleza de esas ninfas acuáticas de la mitología clásica, conocidas por su actitud seductora a la par que maliciosa que las hacía capaces de enloquecer a cualquier pobre infeliz, a los manatíes se les conoce también como sirenas.
¿Por qué?
La palabra manatí en la lengua indígena caribeña significa ’con mamas’. Y es que en época de cría los pechos de las hembras adquieren formas parecidas a los de una mujer. La hembra y su cría se reconocen tocando su piel, que es muy sensible, mientras se comunican por medio de conmovedores gemidos.
Quizá los exhaustos marineros, tras meses de estancia en la soledad alucinógena del océano, creían ver en estas extrañas y humanas criaturas un espejismo en forma de las tan ansiadas mujeres. No se les puede culpar. Lo mismo le ocurrió a Marco Polo cuando confundió al rinoceronte de Sumatra con un unicornio. Es lo que tiene ir en busca de tierras inexploradas, que el ansiado encuentro con lo desconocido hace brotar las fantasías más asombrosas.
Los cantos de las sirenas, como podemos leer en La Odisea de Homero, del año 800 a.C., atraían y perdían a los navegantes. Ulises llegó al extremo de ordenar a su tripulación, ya inmune a las seductoras melodías mediante tapones de cera, que lo ataran al mástil de su barco para poder saborear y al mismo tiempo resistir, las tentaciones de esas doncellas marinas que le ofrecían el conocimiento de todas las cosas del mundo.
Posiblemente, el manatí, con su sabia mirada y millones de años a sus espaldas, tenga también ese conocimiento.
Una criatura vulnerable
Sin embargo, el manatí no canta. Chilla, silba y gime, emitiendo múltiples sonidos para comunicarse, pero no canta. Y si lo hiciera, más bien sería un lamento, porque el animal quizá más pacífico del planeta ha estado al borde de la extinción. Su vulnerabilidad ya quedaba claramente reflejada en la obra de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino, cuando nos cuenta que «los tripulantes del Nautilus se apoderaron de una media docena de manatíes con objeto de reabastecer las despensas de carne excelente, superior a la de vaca o ternera. La cacería no fue interesante. Los manatíes se dejaban herir sin defenderse […]”. Intensamente perseguidos durante siglos por su carne y por su piel, y ahora también amenazados por la contaminación y pérdida de su hábitat, su supervivencia corre peligro.
Pobre manatí. Más feo que el delfín, más pequeño que la ballena, con mejor corazón que las sirenas, no ha sabido captar el interés de los autores de cuentos y películas infantiles. Los niños apenas lo conocen, y los padres tampoco. Esperemos que su fama no sea póstuma.
Imagen de la cabecera: ‘Return of the Manatees | Wild Hope’ (PBS, 2024).
Sobre la autora: Cristina Cánovas es bióloga y coordinadora de exposiciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN) del CSIC.
Copyright del artículo © Cristina Cánovas. Publicado originalmente en NaturalMente, revista del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC). Se publica en Cualia.es por cortesía del MNCN.