En 1964,cuando su estrella había declinado a favor de la tribu estructuralista, Sartre decidió escribir sus memorias. Las dejó inconclusas y Las palabras es el fragmento del caso.
Le pasó lo mismo cuando intentó hacer los retratos de ciertos artistas que le valían como espejos: Tintoretto, Mallarmé, Flaubert. Bueno, le pasó lo mismo con casi todos sus tex tos: en busca del sistema, se encontró con el fragmento, una suerte de construcción de ruinas.
Como antiguo, y ahora hasta viejo, lector de Sartre, juzgo que Las palabras es su mejor trabajo literario, el que más aguanta el estropicio de los días, junto con Baudelaire y algunos ensayos de lectura a espigar entre sus Situaciones.
Jean-Paul no conoció a, su padre, que murió cuando él era un niño desmemoriado. Esta muerte fue el gran acontecimiento de su vida: lo hizo libre. No tuvo Súper Yo, él mismo lo fue.
Desde allí decretó que su abuelo Schweitzer sería su maestro, y su madre, una suerte de novia edípica y blanca, que nunca había amado a su padre. Con tamaña lucidez analítica, parece que Sartre hubiera leído un in forme freudiano existencial sobre sus orígenes.
Habla de sus primeros años tal si hubiese sido siempre un Jean-Paul Sartre en París, en 1946, Junto al arquitecto Fernand Pouillon adulto, a la manera como Simone de Beauvoir –et pour cause– habla de su propia niñez en sus memorias. Parece que ninguno de los dos hubiera tenido infancia ni que la intentaran compensar en los años maduros. ¿O, en verdad, ocurrió lo contrario que es, dialécticamente, lo mismo?
Tal vez, Sartre desplegó en toda su vida una capacidad que suele considerarse pueril: el juego. Jugó con las ideas y las palabras con la gravedad que los chicos ponemos en nuestros juegos, en una suerte de juguetería donde cupo el destino de la ontología existencial, la revolución socialista, la guerra, la posguerra, los follones del mandarinato francés, la inopinada moda de un Saint-Germain-des-Prés con cartilla de racionamiento y la confesión a medias de una vida privada puesta en el escaparate del café Flore.
El juego, además de libre, tiene esa gratuidad que es propia de lo sagrado. Sartre, desde pequeño, sumergido y elevado en el mundo de las palabras, Yo y Súper Yo de sí mismo, mantuvo siempre cierto empaque sacerdotal, el del intelectual francés que arrebató a los cleros antiguos el lugar del clerc. Estamos ante un texto que merece agradecimiento. Es tenso, económico, certero, de una crueldad tierna y de una ternura cruel que sólo puede emitir una gran inteligencia, taxi segura de su poderío que puede revisar sus redaños. En sus peores momentos, Sartre quiso ser un filósofo profesional. En los mejores, como en estas palabras de Las palabras, consiguió ser un gran escritor.
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