En 1994, una etóloga de 34 años que investigaba un brote de Ébola en una colonia de chimpancés, en Costa de Marfil, cayó enferma tras realizar una necropsia a uno de los primates infectados. La mujer fue repatriada a Suiza, donde finalmente se recuperó.
Aquel fue el primer caso documentado de una transmisión natural del virus del Ébola desde un simio a un humano.
Por un lado, la semejanza genética entre humanos y primates permite al virus ampliar su rango de huéspedes; por otro, la mutabilidad genética permite a los virus trasladarse de una especie a otra, adaptándose con relativa facilidad a nuevas formas de vida, desde los pequeños monos a los grandes simios, y desde estos a los humanos.
El virus ha puesto al borde de la extinción a varias comunidades de macacos y chimpancés en los países africanos en que se ha propagado. Con todo, su origen es incierto, no se conoce con certeza el recipiente natural del virus, es decir, aquel animal inmune que lo transporta sin verse afectado y desde el cual se propaga a otras especies. Uno de los candidatos en este sentido es el murciélago de la fruta, aunque también se han reportado contagios en granjas porcinas, concretamente en Filipinas en 2008.
A la hora de hablar de este tipo de enfermedades, podemos agruparlas en torno a un concepto: la zoonosis. Es decir, aquella enfermedad infecciosa que se transmite de los animales al ser humano, y de este a los animales. Entre las de carácter vírico, figuran la fiebre amarilla, la gripe aviar (SARS), la rabia, el zika y el COVID-19.
Estas enfermedades son especialmente atractivas para la cultura popular, como suele suceder con las epidemias y con la guerra biológica.
Al margen de la tremenda tragedia que supone la mortandad que provocan, esta fascinación por el Ébola o por el el COVID-19 puede explicarse desde dos ámbitos que se retroalimentan: uno, la necesidad de los medios de comunicación de recurrir a fórmulas que saben que van a generar audiencia; dos, la inquietud inconsciente de una civilización que sabe que algo no va bien.
Respecto al primer asunto, los servicios informativos de los grandes medios de comunicación pueden ser considerados, a estas alturas, una parte más de la industria del espectáculo. Según explica Susan D. Moeller en Compassion Fatigue: How the Media Sell Disease, Famine, War and Death, cuanto más extraordinaria sea una historia, más tiempo se le va a dedicar y más detalles escabrosos se van a exprimir.
Los sucesos que acaban copando los titulares, explica Moeller, son tratados con simpleza por dos motivos encadenados. Por un lado, el sensacionalismo es un ingrediente necesario en la búsqueda de audiencia. Para evitar que el público pierda interés por considerar que algo es redundante, los sucesos que se cubran han de ser siempre más dramáticos y letales que los precedentes. O si no, han de ser presentados como tales.
Por otro lado, explica Moeller, los medios ganan dinero vendiendo espacios publicitarios, por lo que el auténtico negocio está en crear una audiencia que resulte atractiva a los anunciantes. Y si a los anunciantes les interesa un público ingenuo, porque es el que más fácilmente muerde el anzuelo del consumo, los medios deberán generar contenidos estúpidos, simples y superficiales que atraigan al perfil deseado.
La audiencia no puede tener la sensación de haber visto ya la película que se les ofrece, por lo que las exigencias narrativas son cada día mayores. El mundo adquiere categoría de espectáculo de televisión, y sigue sus leyes narrativas.
La realidad se mitifica en aras de la simplicidad, las historias han de ser reconocibles y los personajes fácilmente encasillables en un estereotipo. Así, las crisis causadas por desastres naturales son las más atractivas para contar cuentos sobre ciudadanos anónimos convertidos en héroes y comunidades solidarias. Otras crisis, como las guerras, refuerzan la ficción de buenos contra malos. Las epidemias, por su parte, han de convertirse en un relato de terror.
Las noticias se convierten en ficciones una vez que el medio de comunicación considera que son atractivas, de modo que el estilo de los reportajes, el recurso de las fuentes, las metáforas, las imágenes que se van a emplear, la cronología y disposición de los datos relevantes, todo está subordinado al mismo propósito: entretener.
Cuando la noticia ya no da más de sí, se abandona aunque el problema no haya sido resuelto y siga formando parte de la realidad. Lo que no gusta, bien porque puede acabar por aburrir al público o porque provoca fatiga emocional –por exceso de tiempo dedicado o de noticias análogas—, no se cubre, y, en la era de los medios, desaparece de la realidad.
Pero los problemas auténticos que se esconden tras las amenazas de epidemia no suelen llegar a los grandes medios. Por ejemplo, según reflexiona David R. Franz, biólogo y Comandante del Instituto de Investigación Médica para las Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, en el prólogo al libro Microbe, Are We Ready for the Next Plague?, de Alan P: Zelicoff y Michael Bellomo, la experiencia está demostrando que la especialización científica ha de ser superada si se quiere lograr algo positivo en la lucha contra los virus.
Las investigaciones y programas de vigilancia sobre enfermedades no están conectados entre sí, de modo que se pueden tener muchísimos datos pero no hallarse ningún sentido práctico a los mismos. Más aún cuando el problema afecta no sólo al contagio entre humanos, sino a las transmisiones entre especies; en los tiempos de la globalización, no se puede aceptar, dice Franz, el hecho de que haya veterinarios tratando a un animal en el zoológico de una gran ciudad y, al mismo tiempo, tener a médicos tratando síntomas parecidos en pacientes de un hospital sin que exista el más mínimo intercambio de información entre uno y otro campo del conocimiento.
Los virus no entienden los límites entre las categorías que imponen al mundo los seres humanos.
Un buen ejemplo de esto es el síndrome pulmonar por hantavirus. Según explican Zelicoff y Bellomo, la epidemia de hantavirus que en 1993 afectó a la denominada Nación Navajo –un área comprendida entre Nuevo México, Colorado y Utah— no fue reconocida como tal hasta que un médico insistió en relacionar dos casos sin conexión aparente, sencillamente porque las causas de muerte en ambos pacientes le resultaron muy extrañas.
En cuestión de horas, Bruce Tempest, que así se llamaba el médico, contactó con otros hospitales de la región y descubrió cinco casos más de pacientes con síntomas similares a los dos que él había visto. En ninguno de ellos se había podido determinar con certeza la causa de muerte. A partir de ese momento, los epidemiólogos fueron advertidos y pudieron comenzar a cotejar los datos proporcionados por Tempest, hasta descubrir el origen de la epidemia, el hantavirus y su recipiente natural, el ratón de campo. De no haber sido por la paciencia y la obstinación de Tempest, la información crucial sobre el hantavirus habría pasado desapercibida y los casos no se habrían relacionado unos con otros.
El perfeccionamiento de los instrumentos y los protocolos sanitarios permite detectar nuevos virus y diagnosticar mejor las enfermedades relacionadas con ellos. Hay quienes consideran que ésta es la verdadera explicación del despunte de los patógenos en los últimos años. Pero otros científicos creen que la cosa no es tan sencilla.
Para entenderlo, es necesario repasar la dinámica de la biosfera. La diversidad biológica garantiza la salud del ecosistema. Por un lado, la variabilidad genética de las diferentes especies aumenta la probabilidad de que surjan mutaciones resistentes a cambios climáticos extremos, enfermedades y epidemias repentinas que, de lo contrario, arrasarían con todas las formas de vida.
Por otro lado, la interacción entre los diferentes seres vivos genera un sistema de autorregulación ambiental que disminuye las probabilidades de que se den aquellos cambios bruscos y repentinos en el medio.
El nivel actual de extinciones en el planeta es muy superior al de otras épocas, y está provocado por la acción humana. Quienes hablan de los dos últimos siglos como una nueva era, el Antropoceno, afirman que ésta rivaliza en destrucción de vida con los grandes periodos de extinciones masivas que se han sucedido en la Tierra.
Hay autores que sugieren que la destrucción del hábitat natural de innumerables organismos ha favorecido no sólo el desequilibrio de los sistemas de autorregulación del medio ambiente, sino que también ha provocado el aumento de epidemias. Por ejemplo, porque la especie que actuaba como huésped de un virus se haya extinguido.
Las probabilidades de transferencia aumentan sobre todo cuando son los humanos los que se internan en los territorios vírgenes para integrarlos en el proceso productivo mediante la construcción de infraestructuras, la explotación agrícola y ganadera, o la creación de nuevos asentamientos urbanos en las inmediaciones de lo que antes fuera jungla, facilitando así la interrelación entre animales, patógenos y seres humanos.
Pero, hoy en día, ya no sólo es el virus el que amenaza, sino también la bacteria, y es que los científicos señalan que hemos llegado a una nueva transición epidemiológica: se trata de la reaparición de infecciones bacterianas que se consideraban erradicadas, pero que se han hecho resistentes a los tratamientos antibióticos.
Como señala Joost Van Loon en su estudio Risk and Technological Culture, la diferencia entre estos peligros y otros más comunes es que estamos ante una amenaza autónoma y con propósito: autorreplicarse. La contaminación, la deforestación, incluso el cambio climático, todos ellos son peligros que albergan una ilusión de control, pues en última instancia se remite a la responsabilidad del ser humano para acabar con los riesgos y controlar su destino.
Pero con las epidemias no existe ni control ni ‒lo que puede ser más significativo en términos sociales‒ la ilusión de control que protege del pánico pero que, por otra parte, parece impedir la adopción de medidas que atentan contra los impulsos placenteros.
Hasta ahora, la civilización contemporánea ha encontrado la forma de manejar el riesgo ambiental que genera sin preocuparse en exceso por renunciar a los métodos que suscitan tal contingencia: a través de la gestión de los residuos y el reciclaje de los productos desechados, ha sido capaz de transformar el peligro ecológico en oportunidad económica sin preocuparse seriamente por los daños colaterales. Pero la amenaza biológica es un imprevisto que no puede controlar y del que no se había percatado en su proceso de desestabilización del medio ambiente.
Las modificaciones en la biosfera cambian las reglas del juego, las estructuras genéticas que antes tenían éxito dejan de ser las más adecuadas y deben dar paso a otras modificaciones genéticas con mejores recursos para afrontar las nuevas condiciones.
Cuanto más rápido es el cambio, los organismos que sobreviven son los que tienen un mayor ritmo de mutaciones y pueden encontrar la idónea antes de que sea demasiado tarde. Esas mutaciones, por su parte, generarán nuevos comportamientos que provocarán más cambios en el medio, y así sucesivamente. El ser humano, por contra, carece del ritmo necesario para semejante capacidad adaptativa.
En la historia de la Tierra, tras las grandes extinciones, los organismos supervivientes se expandieron y evolucionaron rápidamente en una nueva distribución que permitía el desarrollo de potenciales vetados en el sistema anterior. Por ejemplo, el dominio del territorio por parte de los dinosaurios impidió el crecimiento de los mamíferos, y éstos encontraron nuevas vías de desarrollo tras la extinción de aquellos.
La adaptabilidad de la biosfera supera en ritmo y creatividad a la mente humana, y los virus son su principal fuerza de choque. La Tierra se terminará habituando a los cambios provocados por el hombre. De un modo u otro, la vida tiene recursos de sobra para prevalecer.
En la sociedad del espectáculo, que diría Guy Debord, hay una tendencia complaciente a confundir la realidad con la ficción y creer que alguien debe tenerlo todo bajo control. Pero hay ocasiones en que lo real se cuela por las costuras de la ficción. De vez en cuando, una gran catástrofe, por motivos climáticos o terroristas, puede cambiar temporalmente esa ilusión de dominio.
Ciertamente, en los últimos años se ha incluido a la amenaza vírica como un nuevo factor de inquietud. Y es que, como se ve en las películas, la percepción de los patógenos ha cambiado en las últimas décadas. Ya no es necesario un acto voluntario e intrépido por el que atravesar las fronteras de lo seguro y dirigirse a confines remotos para tentar a la suerte. La dinámica de un mundo globalizado permite que cualquier amenaza exótica irrumpa en la civilización, en cualquier momento y en cualquier lugar.
Cita David R. Franz, en el libro antes citado, al Premio Nobel de Medicina de 1958 Joshua Lederberg, quien subrayó que las pandemias no son “caprichos divinos”, sino fenómenos surgidos de las relaciones ecológicas entre virus, especies animales y humanos.
“Habrá más sorpresas”, decía Lederberg, “porque nuestra fértil imaginación no termina de captar todos los trucos de que la naturaleza es capaz. La supervivencia de la humanidad no está predestinada. La gran amenaza para la continuidad del dominio del ser humano es el virus”.
Quizás haya que cambiar esa percepción ególatra que los humanos tienen al pensar su relación con la naturaleza: no estamos ante la destrucción del medio ambiente, sino ante los preparativos para la aniquilación, total o parcial, del homo sapiens.
Salvo que ese homo sapiens aprenda a mirar bajo la superficie de las cosas.
Imagen superior: New York National Guard, CC.
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